miércoles, 28 de mayo de 2025

El regreso de los dioses | Jonathan Cahn | Reseña y comentario crítico

El regreso de los dioses es sin duda el ensayo más valioso que he leído en los últimos años sobre los males que afligen a la cultura contemporánea. Porque, a partir de la Sagrada Escritura y, por tanto, teniendo una mirada espiritual, determina con exactitud la naturaleza de su enfermedad mediante la observación de sus síntomas. No es un ensayo como tantos otros que enumeran las manifestaciones reveladoras de una enfermedad o levantan estadísticas: es, más bien, una lectura profética del tiempo que vivimos, penetrante y profundamente articulada en la lógica misma del espíritu.

Su autor, Jonathan Cahn, es un judío mesiánico, parte de esa corriente viva y sorprendente de creyentes que, sin renegar de sus raíces hebreas, reconocen a Jesús como el Mesías prometido y aceptan el Nuevo Testamento como revelación divina. Esta doble pertenencia —al Israel bíblico y al Cristo redentor— le concede una perspectiva singular, en la que confluye el lenguaje del Antiguo Testamento y la luz definitiva del Evangelio. En consecuencia, la voz de Jonathan Cahn se alza como la de un antiguo profeta que, sin estridencia pero con apremio, señala el rostro oculto del mal en las estructuras modernas.

El libro que ha escrito se organiza en 52 capítulos, agrupados en diez partes más un epílogo. Los títulos de esas partes —El misterio, Los espíritus, La trinidad oscura, El poseedor, La hechicera, El destructor, El transformador, La explosión, El dominio, La guerra de los dioses— no son meros adornos poéticos, sino ventanas abiertas a un fenómeno que, para el autor, está en el corazón mismo del colapso espiritual de Occidente: el regreso de los antiguos dioses paganos.

«Detrás del reino natural yace uno más que natural. Y lo que es más que natural puede ser bueno o malo», afirma. Y aquí comienza a desplegarse una tesis inquietante: que lo que se manifiesta hoy como ideología, como agenda, como transformación social, es en realidad el regreso de entidades espirituales arcaicas, potencias demoníacas que han encontrado en el vacío religioso de nuestra época una vía para retomar el poder.

Cahn enumera con precisión casi quirúrgica los síntomas de esta posesión cultural: «el surgimiento de ideologías irracionales; la anulación de la biología; la negación de la realidad; el surgimiento de movimientos seculares cuasireligiosos; el deterioro y la transmutación del matrimonio, la familia y el género; la alteración de los niños; la abolición del hombre y la mujer; el asesinato de los más inocentes; la desintegración de la sociedad tal como la hemos conocido; el aparecimiento de un totalitarismo nuevo y sutil; y el silenciamiento de todos los que cuestionan tales cosas».

Pero Cahn no se limita a denunciar el mal; lo descifra. Su clave interpretativa es una parábola evangélica poco estudiada, la del espíritu inmundo que, al ser expulsado, vuelve y encuentra la casa «barrida y ordenada». No la encuentra ocupada por la presencia de Dios, sino vacía. Entonces, dice el texto, «va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran y habitan allí». (Mateo 12, 43-45). El autor aplica esta enseñanza no sólo a la vida personal, sino a la historia de los pueblos. «Una casa que se ha vaciado de Dios no puede quedarse vacía. Será agarrada y poseída por lo que no es Dios». Así habla de una sociedad poseída. Y añade con gravedad: «La verdad más amplia es que la posesión puede implicar más que a un individuo. Puede involucrar a toda una cultura, nación, reino o civilización».

Para Cahn, la civilización occidental está repitiendo el error de Israel cuando se apartó del Dios vivo y llenó su tierra de ídolos. «No fue un accidente, fue una dinámica inalterable”, sentencia. Y la razón última es espiritual: «cuando se quita a Dios, la necesidad de adorarlo permanece, incluso en el mundo moderno. Pero si nada es Dios, entonces cualquier cosa y todo es Dios». Los nuevos dioses —los antiguos ídolos paganos bajo nuevas formas— están ocupando el trono dejado vacío por el abandono del Evangelio. Baal, Moloch, Ishtar… todos han regresado. Y con ellos, la cultura que antes los expulsó ahora se somete. Es más: «La cultura «abierta» que los acogió comenzó a cerrarse. En lugar de la tolerancia y la libertad de expresión vino la conformidad ideológica y el aplastamiento de la palabra y el pensamiento».

Por otro lado, la importancia de Estados Unidos de América en esta caída de la civilización occidental es central y determinante. Jonathan Cahn no lo presenta simplemente como un país entre muchos, sino como el epicentro cultural, moral y espiritual de un proceso global. Su tesis es clara: al haber sido una nación fundada —al menos en su aspiración original— sobre principios bíblicos y una conciencia de dependencia de Dios, su alejamiento de esos fundamentos tiene consecuencias proporcionales en escala e impacto.


Así, Estados Unidos se ha convertido —paradójicamente— en misionero de la nueva apostasía. Lo que antes fue cuna de misiones evangélicas ahora es promotor incansable de ideologías que contradicen frontalmente la ley divina: el relativismo moral, la ideología de género, la exaltación del aborto, la normalización de estructuras familiares contrarias al orden natural, el culto al yo, el neopaganismo disfrazado de espiritualidad «inclusiva», y un totalitarismo cultural que silencia, cancela o ridiculiza toda voz que apele a la verdad bíblica.


Jonathan Cahn señala que el fenómeno no es espontáneo ni accidental. Hay una estrategia espiritual detrás. «La apertura y la tolerancia eran solo los medios para abrir la puerta y poder entrar». Era la forma de minar lentamente las bases de una civilización. Y el caso estadounidense es emblemático: porque al haber conocido a Dios, al haber tenido una revelación de su verdad, su apostasía resulta más grave. «Para una nación o civilización que ha conocido a Dios y se ha apartado de él y, más específicamente, que ha conocido el evangelio y se ha apartado, es una cosa sumamente peligrosa».


En este sentido, América no solo está en decadencia: está en juicio. Y ese juicio espiritual —no siempre visible a los ojos humanos— afecta no solo su destino interno, sino el de todas las naciones que siguen su modelo. Porque lo que se produce en sus universidades, en su industria del entretenimiento, en sus discursos políticos y en sus tribunales, acaba convirtiéndose en referencia para otras sociedades, que asimilan esas modas como si fueran progreso inevitable. Aunque desde la segunda llegada de Donald Trump a la Casa Blanca parece que algo está cambiando, por lo menos en cuanto a la supremacía de la llamada (nombre asqueroso, por cierto) cultura woke. El tiempo lo dirá.

En fin, el libro, con su ritmo profético, no es una mera denuncia. Es también una advertencia. Una voz que clama no desde el desierto, sino desde el interior del colapso. En la página 265, el autor lo dice con terrible claridad: «Es una tendencia básica de la naturaleza humana no percatarse de lo que tiene hasta que ya no lo tiene. Rara vez percibimos el peligro del que estamos siendo protegidos hasta que se elimina la protección. Cuando se quita la luz, su ausencia siempre será reemplazada por la oscuridad. Y cuando Dios sea quitado, su ausencia será ocupada por el mal». Añade que la Biblia predice una gran apostasía en los últimos días, una gran desviación: «La que está ocurriendo ahora». Y recuerda que «la parábola advierte que el postrer estado será peor que el primero, y ese postrer estado aún no ha terminado. De hecho, podemos esperar que la oscuridad se ensombrezca aún más. Por lo tanto, aún no hemos visto al último ni al peor de los dioses».

Y sin embargo, hay una salida. No en la política, ni en la economía, ni siquiera en el retorno parcial a valores morales abstractos. La única respuesta es el regreso del verdadero Dios. Cahn concluye su obra dirigiendo la mirada hacia el Otro, hacia aquel que es lo opuesto a los dioses, su antídoto: Jesucristo. «La figura central de nuestro planeta. Cada momento de la historia humana, cada evento que ocurrió en la tierra, estaría marcado y fechado por su relación con su nacimiento». Recuerda que no fue casualidad que fuera Él quien expulsara a los dioses del mundo pagano y liberara un imperio poseído. «Así como la presencia de la oscuridad depende de la ausencia de luz, el poder de los dioses dependía y depende de la ausencia de Dios. Por tanto, para lograr el dominio, los dioses tuvieron que separar a las naciones, las culturas y las civilizaciones de Dios».

Y así termina, no con un lamento, sino con una certeza: todo ha sido dicho. Ahora es el lector quien debe decidir si contempla la ruina como un espectador resignado, o si, como un centinela en la noche, despierta a la batalla espiritual por el alma de su tiempo.

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