El autor, romántico hasta la médula, escribe con la cadencia de quien ha vivido mucho y ha amado intensamente la cultura europea de los siglos XIX y XX. Su prosa, comparada con la de Thomas Mann o Rilke, es elegante, sensorial y densamente simbólica. Conduce al lector a los puertos y salones de los grandes transatlánticos, donde el viaje no era solo un desplazamiento, sino una ceremonia de existencia. Esa mirada hacia el pasado, tan cargada de lirismo, construye una estética de lo perdido, donde cada recuerdo parece contener una verdad emocional que se resiste a desaparecer. En palabras del autor, «el arte del escritor se parece al deseo de salvar la memoria en un naufragio».
Wiesenthal fusiona realidad y ficción con habilidad: su historia con Sarah Melbourne, figura idealizada aunque real, trasciende lo anecdótico para encarnar una forma de amar, de recordar y de imaginar (y que tiene su materialización en los escenarios del bungalow de Darjeeling, en los salones de Londres y en los viajes en barco que hicieron juntos). El viaje en barco se convierte, así pues, en una metáfora de la vida y de la memoria, donde el oleaje del tiempo mezcla lo vivido con lo soñado, lo íntimo con lo universal.
Otros personajes que aparecen, aunque de manera más episódica o fragmentaria, son figuras de la alta sociedad, aristócratas europeos, escritores, diplomáticos, capitanes de navíos legendarios y viajeros cosmopolitas que cruzaban los océanos en los años dorados de los grandes transatlánticos. A través de ellos, el autor recrea el espíritu de una Europa culta y refinada que se desplazaba por el mundo no solo por placer, sino como parte de una forma de vida que convertía el viaje en un arte.
Los verdaderos protagonistas materiales del libro, sin embargo, son los grandes barcos que surcan sus páginas como catedrales flotantes del siglo XX. Wiesenthal escribe sobre ellos no como simples medios de transporte, sino como mundos en sí mismos, escenarios de encuentros, despedidas, contemplación y descubrimiento. Entre los transatlánticos más destacados que menciona están:
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El Île de France, buque insignia de la naviera Compagnie Générale Transatlantique, símbolo de la elegancia francesa y de la transición entre los estilos art déco y modernista. Wiesenthal evoca su atmósfera sofisticada, su arquitectura interior y su servicio como parte de una experiencia casi ceremonial.
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El Queen Mary y el Queen Elizabeth, joyas de la Cunard Line, representan el lujo británico y la tradición naval anglosajona. A bordo de estos colosos, el autor revive escenas de bailes, cenas formales, paseos por cubierta y conversaciones que parecen salidas de una novela de Henry James.
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El Andrea Doria, orgullo de la Italia Line, cuya trágica historia es también un símbolo del fin de una era. Wiesenthal lo menciona con melancolía, no solo por su belleza arquitectónica, sino como metáfora del esplendor perdido y de la fragilidad de los sueños.
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El Augustus y el Cristoforo Colombo, también italianos, son recordados como espacios donde la cultura, el arte y la cortesía aún tenían cabida, incluso en los últimos estertores de los grandes cruceros transatlánticos.
Cada barco en el libro es algo más que un decorado: es una experiencia sensorial y simbólica. Wiesenthal los recuerda como si fueran personajes con alma propia —reinas del mar, sí, pero también guardianas de un tiempo más lento, más ceremonioso, más atento a los detalles—, donde el viaje era también una forma de meditación y de encuentro consigo mismo.
A través de estos navíos y sus pasajeros, Las reinas del mar se convierte en un homenaje a una civilización marítima que, en palabras del autor, no solo cruzaba los océanos, sino también los territorios del espíritu.
Y por supuesto, el Titanic ocupa un lugar especial en Las reinas del mar, no tanto por la extensión de su presencia, sino por su carga simbólica, que encaja perfectamente en el universo nostálgico y elegíaco que Wiesenthal construye a lo largo de su ensayo. No podía estar ausente de un libro que rinde homenaje a la era dorada de los grandes cruceros, pues el Titanic no es solo un barco: es el mito fundacional del siglo XX, la metáfora del esplendor que se hunde, de la modernidad que choca contra su propio exceso de confianza.
¿Es entonces Las reinas del mar una fruslería, una vanidad disfrazada de alta literatura? Solo si se la juzga desde la prisa contemporánea, desde el utilitarismo que no tiene tiempo para lo inútil pero hermoso. Wiesenthal no pretende enseñar una lección ni resolver dilemas: su apuesta es estética y moral. Nos invita a contemplar, a recordar, a detenernos en la lentitud de lo bello. No rescata el pasado por ser antiguo, sino porque ve en él una intensidad espiritual que, al desaparecer, empobrece el presente.
Así, más que un libro, Las reinas del mar es una elegía: una despedida cantada con belleza. No todo lo caduco merece ser preservado, pero sí aquello que nos recuerda que fuimos capaces de vivir con más hondura, más cortesía, más alma. Y eso —en estos tiempos ruidosos y apresurados— es ya una forma de resistencia.
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