Han pasado catorce años desde la última entrega de la saga del capitán Alatriste, El puente de los asesinos. En ese tiempo no solo ha cambiado mi sensibilidad como lector, también mi manera de mirar la historia. Ya no me atraen tanto las aventuras de espadachines pendencieros ni me conmueve el retrato de un mundo reducido a vulgaridad, corrupción y sangre. Hoy me acerco a estas páginas con otra conciencia, más despierta, más atenta a la dimensión espiritual de la vida. Y desde ahí resulta difícil aceptar que la memoria de un tiempo tan complejo como el de las guerras de religión se reduzca a fatalismo, blasfemia y derrota.
Un antihéroe endurecido
No cabe duda de que Pérez-Reverte ha construido un universo reconocible: soldados arrojados, cortes corruptas, tabernas sombrías y duelos a acero frío. Pero tras el fulgor de las espadas, lo que más resuena es el desencanto. La saga presenta un antihéroe endurecido de cuarenta y tantos «muy bien bregados», mercenario que mata por encargo y sobrevive a base de estoicismo.