Han pasado catorce años desde la última entrega de la saga del capitán Alatriste, El puente de los asesinos. En ese tiempo no solo ha cambiado mi sensibilidad como lector, también mi manera de mirar la historia. Ya no me atraen tanto las aventuras de espadachines pendencieros ni me conmueve el retrato de un mundo reducido a vulgaridad, corrupción y sangre. Hoy me acerco a estas páginas con otra conciencia, más despierta, más atenta a la dimensión espiritual de la vida. Y desde ahí resulta difícil aceptar que la memoria de un tiempo tan complejo como el de las guerras de religión se reduzca a fatalismo, blasfemia y derrota.
Un antihéroe endurecido
No cabe duda de que Pérez-Reverte ha construido un universo reconocible: soldados arrojados, cortes corruptas, tabernas sombrías y duelos a acero frío. Pero tras el fulgor de las espadas, lo que más resuena es el desencanto. La saga presenta un antihéroe endurecido de cuarenta y tantos «muy bien bregados», mercenario que mata por encargo y sobrevive a base de estoicismo.
En la novela, Alatriste es retratado por sus compañeros como un hombre admirable, aunque sus hechos a menudo no respalden esa imagen. Íñigo Balboa, su joven compañero de armas y narrador de sus memorias, lo describe con veneración: «El principio natural de un jefe —siempre lo fue de algún modo, aunque no ostentase el mando principal— consiste en no traslucir inquietud o miedo: tanto el valor como el desfallecimiento son contagiosos, y cuando pintan espadas todos miran por instinto a quien muestra firmeza y resolución. El capitán sabía eso; y en los años que pasé a su lado, cada vez que ponía su vida en el tablero, jamás vi en él sombra de vacilación o duda. Y era tanta su impasibilidad, su discreta entereza, su estoico mutismo, que avergonzaba no estar a su altura».
Pero lo cierto es que Alatriste acuchilla cuando se lo ordenan, sin rechistar, y aun así se le glorifica por un honor que casi nunca encarna. ¿Acaso Reverte utiliza a su protagonista para mostrarnos que quienes le dictan las órdenes —en última instancia el Gobierno de la Monarquía Hispánica— son aún peores que el propio capitán?
Por supuesto, no todo en Alatriste es cinismo y amargura; hay destellos de dignidad, heroísmo y afecto, pero estas virtudes no se universalizan ni conducen a reflexión moral profunda. Sirven principalmente a la caracterización del antihéroe y a la atmósfera sombría de la saga. Alatriste es un antihéroe con las manos manchadas de sangre y el corazón cada vez más teñido de negro, mientras que la saga incluye descripciones groseras y vulgares que serían impensables en obras como las de Dumas, un clásico precisamente por la elegancia de su estilo, la nobleza de sus personajes y la enseñanza moral que transmite.
París, Madrid y la alta política
La octava novela, Misión en París, se adentra en un escenario de alta política internacional: Richelieu, los hugonotes, la pugna entre Francia y España. Ahí aflora una paradoja central: la fe común queda relegada en nombre de la razón de Estado. El tablero de poder convierte la religión en pretexto, y Alatriste, como tantos soldados, se ve reducido a peón de segunda fila.
Reverte insiste también en comparar París con Madrid. La capital francesa aparece más populosa, con calles más animadas y oficios más variados, mientras que Madrid queda como una corte reducida, dominada por el boato palaciego pero sin la vitalidad de una gran ciudad. Uno de los personajes llega incluso a decirle al capitán: «Es más ciudad que Madrid, Diego, reconócelo». El contraste es verosímil en parte —pues París era ya entonces una de las urbes mayores de Europa—, pero la insistencia del autor convierte la comparación en un juicio implícito que rebaja a España frente a Francia.
Tampoco todo es oscuridad. En estas páginas late también la pasión juvenil, con el amor tempestuoso entre Íñigo Balboa y Angélica de Alquézar, que introduce un contrapunto de vitalidad frente al cansancio crepuscular de Alatriste.
Dios ausente, fe desvirtuada
Por otro lado, Dios aparece en la novela, pero casi siempre en registros negativos. Sobre todo, me han llamado la atención algunas blasfemias y gritos de rabia contra el cielo. Por ejemplo: «Mierda de Dios… puerca sangre de Cristo», masculla Alatriste tras rememorar una infidelidad que lo hirió hasta la médula. Y otras que prefiero no airear. Naturalmente, aquí no hay hambre de Dios, como en los místicos del Siglo de Oro, sino hastío del mundo y rabia contra el cielo. No hay confianza en la Providencia, sino que la vida es más bien pura contingencia, sucia y amarga. La fe no aparece como consuelo ni alimento vital, sino como máscara social o instrumento de poder. Pareciera que el autor quiere hacernos ver que Dios ha abandonado el campo de batalla de la existencia humana, convirtiendo las desgracias en motivos de blasfemia o condena. Así, el mal humano se proyecta como queja, infantil e irracional por cierto, contra un Dios indiferente.
Estas expresiones son escasas, cierto, pero innecesarias; no aportan nada a la narración y resultan contrarias al buen gusto y a la sensibilidad de personas educadas. Es verosímil que hubiera soldados que blasfemaran, no lo niego, pero no era la norma en un ejército impregnado por la religiosidad del Siglo de Oro; tampoco parece creíble que quienes presenciaron el milagro de Empel se comportaran con tal soez desenfado. Ese contraste evidencia hasta qué punto Reverte proyecta sobre la época su mirada descreída. Mientras los clásicos —Calderón, Lope, Shakespeare, Corneille— convirtieron la violencia y la desgracia en ocasión de reflexión moral y aprendizaje, aquí casi todo se reduce a cinismo y amargura.
Literatura de aventuras, pero mirada sesgada
No conviene olvidar que estamos ante novelas de entretenimiento. Pero la violencia, la traición y el cinismo predominan; Alatriste no enseña grandes lecciones de moral o humanidad. Sirve como vehículo para la acción, la tensión y la caracterización de un mundo sombrío, más que como modelo de virtud. La saga mantiene el interés y la intensidad narrativa —desde luego, la cacería final en los pantanos resulta impresionante, como toda persecución que se precie en una película de acción—, pero carece de la nobleza y la enseñanza moral que caracterizan a los mosqueteros de Dumas.
Conclusiones
Lo más irónico es que muchos lectores creen aprender historia con estas páginas, probablemente porque es la primera vez que se topan con nombres como Luis XIII y Richelieu, Felipe IV y el conde-duque de Olivares, o con los de batallas como Nördlingen y Dunquerque, y asedios como el de Jülich. Pero lo que reciben no es historia: es la proyección sombría de su autor. No aprenden historia; aprenden a mirar el pasado con las gafas oscuras de Reverte. ¿Será tal vez porque muchos de sus lectores aceptan sin cuestionar los juicios mordaces del autor o porque admiran lo que éste escarnece?
Para colmo, al final de la novela, un ficticio marqués de la Vieja Casa aprueba la obra con una nota en la que asegura que «no sólo no hallo cosa de importancia contra nuestra fe y buenas costumbres, sino que antes resulta libro de mucho deleite y lícito entretenimiento que honra nuestra lengua castellana, y su lección estimo provechosa pues no carece de filosofía moral, amén que ilustra de modo conveniente la servidumbre y grandeza de las armas españolas y quienes muy esforzados las sirven». El recurso suena más a excusa anticipada que a auténtica defensa.
Por todo ello, la conclusión resulta incómoda: Alatriste es un buen personaje literario, pero un mal retrato de España. Fascina y entretiene, pero no ilumina. La saga reduce un pasado vibrante y plural a sombra y derrota, vistiendo de héroe a un sicario. Y quizá ahí radique lo más revelador: estas novelas, más que enseñarnos historia, nos devuelven el reflejo de nuestro propio desencanto contemporáneo.
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