domingo, 26 de agosto de 2018

El nombre de la rosa de Umberto Eco

En el imaginario colectivo actual ha cuajado la creencia de que El nombre de la rosa es una especie de obra maestra que ocupa un puesto privilegiado dentro del canon de los clásicos más recientes. La novela, aparecida en 1980, fue inmediatamente un éxito internacional. Y nadie discute lo que es un hecho. Lo que no considero tan indiscutible es la calidad literaria de la obra, pues para mí los admiradores de El nombre de la rosa han concedido a este libro una categoría que no merece. 

En primer lugar, a nivel literario El nombre de la rosa es un libro fallido. No posee un léxico pobretón, pero sí una prosa carente de gracia y agilidad. Además, a la novela le sobran cientos de páginas de relleno dedicadas a áridas disquisiciones intelectuales, alargándose así en demasía una historia cuya lectura se vuelve tediosa y desabrida. Las abundantes parrafadas en un latín macarrónico sólo consiguen aumentar la sensación de torpeza del autor, pues su estilo latoso, pedante y sin chispa, además de convertir la obra en un tostón indigesto, frustra la posible eficacia de su mensaje encubierto.

Y es que respecto al trasfondo o sentido profundo de la obra, Eco pretendió con ella impugnar el esplendoroso sistema filosófico escolástico, base de la más alta teología medieval. Lo que Umberto Eco trataba de lograr con esta obra, en el fondo, es una refutación de la religión cristiana. Para conseguirlo defendió abiertamente los postulados nominalistas de Guillermo de Occam (de cuyos derivados surge el título de este libro), contrarios a la metafísica y sostenidos en El nombre de la rosa por su protagonista: el franciscano Guillermo de Baskerville. 

Ahora bien, como sabe todo aquel que ha estudiado la historia del pensamiento filosófico, el nominalismo es la antesala del empirismo, el agnosticismo y el secularismo; todos ellos rasgos fundamentales del pensamiento moderno con el que se inicia el movimiento espiritual conocido como Renacimiento. Sea como fuere, cada cual se decantará luego por la filosofía que más le convenga, aunque a nivel filosófico esta novela suponga un veneno. Lo que no puede perdonársele a Eco, de ninguna manera, es que caiga en el mismo pecado del que fueron acusados en su momento los pensadores escolásticos (a los cuales aquél se opone): la aridez de su ciencia, o lo que es lo mismo, la falta de gracia y belleza en sus obras. Ciertamente, en aquel entonces la afición por el «buen decir», por el cultivo de las formas literarias, cedió ante el interés puramente teórico. Y en consecuencia las grandes obras escolásticas de los siglos XIII y XIV, aun profundas y minuciosas, estuvieron desprovistas de gracia literaria, experimentando así los hombres de su tiempo la necesidad de una profunda renovación estética. Sin embargo, en seguida se percibe cuán lejos está la prosa tediosa de Eco del dolce stil nuovo de los renovadores Dante y Petrarca.

Por otro lado, El nombre de la rosa carece de la magnanimidad que respiran las grandes obras, al resultar ofensivamente tendenciosa. La manía anticlerical de Eco le lleva a presentar aquí una colección de monjes rastreros y criminales —entre los cuales sobresale Jorge de Burgos—, a burlarse de sus disputas teológicas y filosóficas, y a difamar a las mejores lumbreras de aquel tiempo, contribuyendo por ende a reforzar en el imaginario colectivo la idea de una sociedad medieval oscura, fanática e ignorante dirigida por una institución rígida y carente de escrúpulos como la Iglesia Católica. Pero más allá de esta tendenciosidad descarada de Eco, de su falta de delicadeza, su estilo terrible y tedioso condena por sí solo su ópera prima, reduciéndola, a lo sumo, a un vano alarde de erudición. 

No debe olvidarse, finalmente, que Umberto Eco gozó, a raíz de la publicación de su más famosa novela, de una aureola de hombre culto e ilustrado que casi nadie osó desmentir, y que se mantiene aún hoy, después de su muerte. A fomentar esa aureola contribuyó, y no poco, que Eco fuera catedrático de una especialidad de nombre campanudo pero de dudoso valor real (Semiótica); la adaptación cinematográfica del best seller; y que la intelectualidad progresista cayera rendida a sus pies por su tirria anticlerical, poniendo al servicio de la novela su abrumador rodillo mediático. 

El nombre de la rosa, en cualquier caso, tiene los méritos literarios que tiene; no más. Y sin necesidad de aludir a su ponzoña para concluir los siguiente, ésta no pasa de ser, como ha quedado dicho, una intriga medieval que relata la historia de un sabio monje franciscano que, junto a su pupilo Adso de Melk, acude a una abadía remota para intentar resolver unos extraños y misteriosos asesinatos a los que nadie encuentra explicación aparente, resultando una novela tan pedante como latosa y desmesurada. Y yo no conozco ninguna obra maestra a la que se le puedan imputar defectos tan graves.


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