viernes, 10 de agosto de 2018

Apología de Sócrates de Platón

De Sócrates sabemos lo que nos contaron de él Aristófanes, Jenofonte y Platón. Este último, sin duda su principal discípulo, fue quien puso en órbita a Sócrates, dándole una dimensión histórica fundamental. En la Apología de Sócrates se conserva un retrato fiel del gran maestro, que nunca ejerció como tal profesionalmente, y que sin embargo fue el que más hizo por la educación de los atenienses. En esta obra esencial se encumbra su figura y se nos relata cómo transcurrió el juicio en el que fue condenado a muerte.

A Sócrates se le acusó de corromper a la juventud enseñando doctrinas falsas y de no creer en los dioses de «la ciudad más grande del mundo por su sabiduría y por su valor». Pero Sócrates sabía que el odio que había nacido contra él se debía a que había descubierto la ignorancia de sus congéneres. Las acusaciones, por tanto, eran infundadas. Al menos en parte. Porque es cierto que Sócrates negó el politeísmo, y sin embargo afirmó estar «más persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores».

A Sócrates le sorprende ciertamente que el oráculo lo haya declarado el más sabio de entre los hombres. Le extraña porque él es consciente de que toda la sabiduría humana no vale nada. Por eso busca a los poetas, políticos, artistas y oradores, y conversa con ellos. Su conclusión es tan evidente como insultante para los oídos soberbios de los hombres: «Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mi nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: el más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada».

Así, al descubrir la ignorancia de los demás, Sócrates se vuelve odioso y se le acusa de crímenes que a la sazón merecían la pena de muerte. Pero Sócrates cree tener una misión que lo hace aceptar toda clase de sacrificios y lo aparta del trabajo ordinario e incluso de la función pública: la educación moral de sus semejantes. A esta misión consagra su vida, asumiendo la muerte con la que injustamente se le condena, consciente de que él queda para la posteridad por encima de sus verdugos, impartiendo entre tanto una lección imperecedera y revelando su creencia en la continuidad de la vida tras la muerte (una vida que sería según Sócrates acorde con los méritos del hombre), y concluyendo su discurso de forma sublime: «Ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. Pero, entre vosotros y yo ¿quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios».

Entre las inmortales enseñanzas que encontramos asperjadas a lo largo y ancho de la Apología hallamos, por ejemplo, sentencias como las siguientes:

Frente a los sofistas, Sócrates proclama que «la virtud del orador consiste en decir la verdad». Frente a los incrédulos, insiste en que la muerte es un bien para los justos. Y frente a la gente banal y mundana, tan común antaño como hoy en día, exalta el valor de la virtud, pues de acuerdo con Sócrates habría que avergonzarse de no apetecer los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer del alma todo lo buena que pueda serlo. 

Finalmente, la tesis de esta obra (fundamental entre las letras clásicas y de obligada lectura para los amantes de la humanidades), con la que Platón prueba la superioridad moral de Sócrates sobre los hombres de su tiempo, se resume en la siguiente confesión del gran maestro: «Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares».

He aquí un hombre singular que recibió el desprecio de un buen número de conciudadanos por hacerles ver, por su bien, la fatuidad de sus vidas.


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