jueves, 20 de junio de 2019

Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn

Ha sido considerado, justamente, uno de los libros fundamentales del siglo XX. Archipiélago Gulag, que pasó de ser un libro prohibido a de obligada lectura en los colegios de toda Rusia, fue escrito en la clandestinidad entre finales de los 50 y 1967 por Alexandr Solzhenitsyn, que luchó en el bando soviético durante la Segunda Guerra Mundial y en 1945 fue arrestado por criticar a Stalin en una carta. Esta precisa y estremecedora denuncia del sistema carcelario soviético fue elaborada, así pues, por los testimonios de víctimas de la paranoica represión de Stalin, además de por la propia experiencia del escritor, que la sufrió en sus propias carnes durante años. En el interior de estas páginas negrísimas, de este fresco de los horrores, el autor revela en definitiva cómo malvivían los rusos en los gulag, en campos de concentración construidos para acabar con cualquier esperanza, tal y como pretendía un régimen maldito que no permitió ni la más mínima discrepancia.

Quizá lo más sorprendente de semejante testimonio, más allá de la galería de monstruosidades que recoge, sea conocer que por los campos de concentración no pasaban sólo los enemigos del régimen y los espías, sino los mejores bolcheviques, los comisarios, los maestros, los soldados y los héroes de guerra. Caravanas de esclavos, riadas de prisioneros fueron conducidos durante años por una policía sanguinaria hacia el infierno mismo, es decir, hacia el verdadero paraíso que los comunistas tenían reservado para el proletariado, porque el pueblo, obviamente, eran sólo ellos.

Y el propio autor ruso se lamenta en su libro de cómo todo un mundo se vino abajo de repente y de manera impensable:

«Si a los intelectuales de Chéjov, siempre sumidos en cábalas sobre qué pasaría al cabo de veinte, treinta o cuarenta años, les hubieran dicho que al cabo de cuarenta años iba a haber en Rusia interrogatorios con tortura, que se oprimiría el cráneo con un aro de hierro, que se sumergiría a un hombre en un baño de ácidos, que se le martirizaría, desnudo y atado, con hormigas y chinches, que se le metería por el conducto anal una baqueta de fusil recalentada con un infiernillo ("el herrado secreto"), que se le aplastarían lentamente con la bota los genitales, o que como variante más suave, se le atormentaría con una semana de insomnio y sed y se le apalizaría hasta dejarlo en carne viva, ninguna obra de teatro de Chéjov tendría final: todos los personajes habrían ido a parar antes al manicomio».

Porque creer que podría ser real semejante locura, semejante sangría, semejante desprecio a la vida humana, era un auténtico disparate. Pero ni lo fue entonces ni lo es ahora. Y para nuestra desgracia, las generaciones presentes repudian sin disimulo a la Historia como maestra y mentora, y se muestran ufanas, creyendo que episodios como el descrito por Solzhenitsyn son irrepetibles y por tanto impensables.

Pero la Historia ha demostrado en incontables ocasiones que las desgracias son una combinación letal, fruto de la estupidez y comodidad de los hombres, y de la perversidad y corrupción de sus gobernantes.


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