miércoles, 23 de abril de 2014

La Divina Comedia de Dante Alighieri II: Purgatorio

La primera sorpresa importante que halla el lector profano al enfrentarse al Purgatorio descrito por Dante, es decir, para quien desconoce las enseñanzas de la Iglesia en torno al más allá, pues en esto al menos Dante no se desvía un ápice de la doctrina católica, es que en el Purgatorio se sigue sufriendo. Los tormentos son más livianos que en el Infierno y, al contrario que en el Averno, son pasajeros y no eternos. Así pues Dante, después de recorrer las profundidades infernales, se encuentra donde lo dejamos, en la base de la montaña del Purgatorio, «tierra purgadora del alma humana, que hacia el cielo es vía de los que se hacen de él merecedora». 

Por tanto, la misión que Dante tiene por delante de la mano de Virgilio, después de haber superado los terribles círculos del Infierno, es escalar el obligado monte que se interpone entre las almas deseosas de Dios y el cielo. Pero los que en ese lugar se encuentran han de penar aún un tiempo impreciso, purificar su alma para gozar de la visión beatífica de Dios, como reconoce un personaje del Purgatorio: «he venido junto a éstos a limpiar mi vida impía». 

En el vestíbulo de este nuevo reino encontramos personas muertas violentamente, indolentes, excomulgados, y aquellos arrepentidos sólo en el último momento. A todos ellos Dante les reprocha lo siguiente: «si mirar pudieseis lo absoluto, no era preciso el parto de María». Más allá de la base surgen siete grandes escalones que han de ser superados si se quiere conquistar la cima y acceder al Amor, que en el caso de Dante está simbolizado por su amada Beatriz, y que no por ello deja de significar Dios mismo. Pues bien, estas diferentes gradas representan la liberación de cada uno de los siete pecados capitales. Y como es lógico, cuanto más abajo se está, mayores dificultades pasan los purgantes. En el primer escalón, de hecho, los reos soportan a sus espaldas terribles pesos. Son los orgullosos, para quienes Dante tiene palabras realmente duras. «¡Oh soberbios cristianos, desgraciados, que, enfermos de la vista de la mente, confiáis en los pasos atrás dados, ¿no veis que somos larvas solamente hechas para formar la mariposa angélica, que a Dios mira de frente?! ¿De qué vuestra alma muéstrase orgullosa, si como insecto sois que está mal hecho, cual gusano de forma defectuosa?». Y poco después: «humana grey, para volar nacida, ¿por qué sois por un soplo derribados?».

Para los envidiosos —cuyos ojos están cosido para que no puedan envidiar, y que se encuentran en el segundo escalón—, Dante se muestra igualmente duro. Las almas del Purgatorio son para él objeto de crítica, no como las del Infierno, que le ofrecían compasión y a su vez desprecio, porque éstas ya habían sido juzgadas por quien verdaderamente debía hacerlo y sus horribles suplicios habrían de seguir, con toda razón, más allá del tiempo. Contra los iracundos, del tercer graderío, Dante se despacha nuevamente a gusto: «Los que vivís estáis siempre culpando de todo al cielo, igual que si movido todo hubiera de ser bajo su mando. Si fuera así, sería destruido el libre arbitrio, y no habría justicia si el bien goza y el mal es afligido. Vuestros actos el cielo inicia, no digo todos, mas aunque lo diga luz tenéis para el bien y la malicia y libre voluntad; que si fatiga luchando con el cielo se procura, vence cuando con brío se castiga. A mayor fuerza y a mejor natura, libres, estáis sujetos; y ella os cría la mente, de que el cielo no se cura. Mas si el mundo presente se extravía, que cada cual en sí la causa vea». Así se suceden las imágenes, un peldaño detrás de otro. Continúan Dante y Virgilio ascendiendo escalones. Tras el de los iracundos, que caminaban entre una densa humareda, viene el de los perezosos, que aparcaron su tensión espiritual mientras vivían y no se esforzaron por conocer la doctrina salvífica de Jesús Resucitado. Ahora corren y gritan en el Purgatorio. En el quinto graderío los avaros, dispuestos boca abajo y atados. En el sexto, los que pecaron generosamente de gula, obligados ahora a pasar hambre y sed. Y en el séptimo peldaño los lujuriosos, que caminan y cantan sobre llamas. 

Al atravesar un paso de fuego se produce la conmovedora despedida entre Virgilio y Dante: «El temporal, y el fuego eterno has visto; y has llegado hasta esta parte en la que por mí mismo no discierno. Te he conducido con ingenio y arte; desde aquí, tu deseo te conduce: de escarpas y estrechez logré sacarte. Contempla al sol que frente a ti reluce, de hierba, flor y arbustos los destellos ve, que la tierra de por sí produce. Mientras llegan los ledos rojos bellos que junto a ti lleváronme, llorando, puedes sentarte, o bien andar entre ellos. Ya mi tutela no andarás buscando: libre es tu arbitrio, y sana tu persona, y harás mal no plegándote a su mando, y por eso te doy mitra y corona». Virgilio se despide de Dante con estas palabras y éste se encuentra por fin con Beatriz. Ha obtenido por fin la felicidad, la fruta de la que hablaba el maestro, simbolizada por el Paraíso Terrenal. Frente a ella Dante puede sentirse plenamente dichoso y confesar: «Ante esta dama, cada dracma de sangre me ha temblado: conozco el fuego de la antigua llama». O como reconoce en otro sitio: «Amor de todo bien es la simiente». Ha llegado al Paraíso. Su recorrido ha culminado en el mismísimo cielo. 

Con la comentada despedida y el anhelado reencuentro se cierra el Purgatorio, treinta y tres cantos magníficos llenos de saber escolástico, sublime poesía, y duras imágenes. Y enlaza así con la última parte de la Divina Comedia, el Paraíso, quizá la más exigente de las tres partes y la más ajena a nuestra sensibilidad actual, pero recorrida por ligazones de versos preciosos y de una luminosidad incomparable. 



DIVINA COMEDIA
2. Purgatorio