viernes, 16 de septiembre de 2016

Historia de la vida del Buscón de Francisco de Quevedo

Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños es el título completo de una de las principales novelas picarescas en lengua castellana, siguiendo en el tiempo al Lazarillo de Tormes y al Guzmán de Alfarache. Su autor, Francisco de Quevedo (1580-1645), escribió también obras filosóficas, ascéticas y políticas, siendo sin embargo su poesía la que le concediera inmortal renombre. Ahora le llega el turno de pasar por La cueva de los libros a una de las personalidades más originales y desaforadas del arte español. Y esta novela es perfecta para detenernos en él, pues es un ejemplo soberbio de estilo barroco, una obra de ingenio cuya forma eleva el fondo y lo convierte en algo más que un texto vulgar protagonizado por personajes de ínfima condición.


Para no hacer muy extenso el comentario de la obra, haré tan sólo tres consideraciones, y las tres serán lo más breves posible.

La primera tiene que ver con la propia naturaleza del texto. El género picaresco deforma la realidad, porque es una parodia de la misma, y nunca su espejo. Por eso es absurdo pretender que este tipo de obras reflejan la sociedad de su tiempo, la auténtica realidad de un país y su época. Así, El Buscón no responde al espíritu del siglo XVII, sino que es su caricatura, su hipérbole, sin que pueda hablarse por tanto de una obra realista, sino de una sátira, y en consecuencia de una composición moral.

En segundo lugar hay que destacar el estilo rumboso de Quevedo, preñado de gracia y de humor negro, que provoca carcajadas y remueve la conciencia, que resulta inclemente y prometeico. Fabricante a granel de palabras nuevas, el exceso de su prosa y de su mirada, centrada en este caso en lo grotesco y vulgar, ha dado pie a unos cuantos escritores españoles a seguir la estela del genio y cultivar esta forma desequilibrada de mirar la realidad, como Larra, Valle-Inclán o más recientemente Juan Manuel de Prada, que han dado vida literaria a personajes antiheroicos y lejos de cualquier ideal elevado, como Don Juan, Max Estrella o Pedro Luis de Gálvez. En definitiva, en estas creaciones brilla la forma, aplicando a sus respectivos fondos unas lentes de aumento.

Por último, El Buscón revela la mirada agria de su autor, su pesimismo radical, emborronando su espíritu cristiano con el determinismo de Séneca y el resto de los estoicos. Quizá Quevedo llegara a esta conclusión por el abuso de esas gafas deformantes, que ven la sociedad como un todo absolutamente podrido y determinado por múltiples fuerzas biológicas y sociales en la que no cabe el dinamismo ni la posibilidad de ser mejor de lo que ya se es. Para Quevedo sus personajes son lo que son. O eso parece a simple vista. Sin embargo, una mirada atenta a la infausta existencia del pícaro don Pablos de Segovia, hijo de ladrón y hechicera, descubre el ensañamiento del autor con su criatura, su desapego hacia lo que éste representa. Su protagonista es un vulgar truhan condenado a ser vulgar toda la vida, sin que pueda aspirar a nada mejor que a representar dignamente su papel, que es el de rufián y sinvergüenza. Y así, cuando se da aires y pretende escalar alturas que no le son propias, el literato madrileño enseguida lo humilla. Pero después de todo resulta que su determinismo no es tal, pues al final de la obra el propio protagonista, en un momento de lucidez, reconoce que «nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres». Aquí está la clave de la obra. En su final.

Luego Quevedo no insinúa en El Buscón que no es posible progresar socialmente, sino que su personaje está cómodo en el último escalón, que se siente a gusto y como pez en el agua siendo un ladrón. Y así resulta evidente que el progreso, ya sea moral o espiritual, social o de cualquier otro orden, exige esfuerzo, sacrificio y abnegación. Por eso, tal vez lo que se preguntara el genial poeta madrileño al escribir esta obra fue si un rufián que solo aspira a ser eso, debe despertar en nosotros risa o conmiseración. ¿Pues que lástima puede mover un estafador que sobrevive del candor de otros? Tal vez El Buscón fue concebido con esto en mente, y así se proyectara como un ejercicio literario en el que su autor pretendió lucirse y reírse un rato.


2 comentarios:

  1. Como usted muy atinadamente indica, la obra de Quevedo no refleja la realidad de la época. El XVII, al que Daniel Rops en su obra -la menos mala de las historias de la Iglesia publicadas- califica como "el siglo de las almas" fue, sobre todo en España, un período de más luces que sombras. D.Francisco vivió el 12 de marzo de 1622 cuando Gregorio XV canonizó de una tacada a Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús, Felipe Neri e Isidro Labrador ¡Toma ya!
    Bien es cierto, que Cervantes se hace querer y Quevedo no.Pero el enorme don que tuvo D.Francisco, tanto para la poesía burlesca como para los poemas religiosos de honda inspiración, causan respeto.
    Le dolió la ruina de España (como a todos)cuando a pesar de descender de lo más alto a un nivel alto (Miré los muros de la patria mía etc) jamás pudo imaginar en qué iba a acabar.Como excelente esgrimista que fue, hoy habría hecho un pincho moruno con los presidentes de nuestra "democracia"

    Yo no le habría afeado la conducta.

    Haddock.





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    1. Comparto absolutamente sus palabras. Y sonrío imaginando su imagen final.

      Como decía, El Buscón es una creación de genio, una obra de ficción burlesca que tiene en lo formal su principal mérito. A mí Quevedo me parece un auténtico titán de las letras, un coloso en toda regla, al que por cierto disfruto a menudo revisitando sus inigualables poemas.

      Sus aportes, como siempre, son exquisitos. Suerte la mía. Pero antes de acabar, una mención a la obra de Rops, pues el primer volumen de su Historia de la Iglesia (Jesús y su tiempo) es una de las mejores biografías sobre Jesús que pueden leerse en nuestros días.

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