miércoles, 15 de junio de 2022

Flor de Mayo de Vicente Blasco Ibáñez | Reseña y comentario crítico

A lo largo de 1895, tras la publicación de Arroz y tartana un año antes, fue apareciendo por entregas, en el diario republicano El Pueblo, la segunda novela de ambiente valenciano de Vicente Blasco Ibáñez, Flor de Mayo. En la misma se presenta en todo su esplendor, a pesar de su carácter popular y gusto melodramático, la lucha de los hombres con el mar y con sus propias pasiones o perturbaciones del ánimo. Los poblados marineros de El Cabañal y el Grao constituyen, junto al mar Mediterráneo, el escenario, terrible y poético a la vez, en el que se desarrolla, en diez capítulos, una tragedia familiar que más de cien años después, gracias a su frescura y actualidad, sigue invitando a los lectores de nuestros días a acercarse a sus páginas con persuasivo interés.

El primero de los diez capítulos es una descripción del vecindario, sobre todo de los vendedores, «chusma levantisca, educada en el regateo y agriada por la miseria». Al detalle se describen tres caracteres femeninos, tres pescadoras de los muelles de Levante: Dolores la del Retor, su tía Picores y su cuñada Rosario. Las cuñadas, que se llevan a matar, pronto protagonizan un enfrentamiento. Motivado por la competencia y los celos, la riña deviene en escándalo, y el escándalo en algarabía infernal.

Semejante alboroto, que divierte enormemente a los mirones y clientas del mercado, es detenido finalmente por los municipales, «vagos» y «mequetrefes» que, como observa con deliciosa ironía el narrador, «siempre acudían donde no les llamaban», pues «allí nada había ocurrido».

En el segundo capítulo se recuerda un naufragio pasado y entran en escena tres varones. Si en el capitulo inicial conocemos a Dolores, la tía Picores y Rosario, en el segundo se nos presenta a Pascualet, apodado el Retor, Tonet y Martínez. Los dos primeros son hijos de la siñá Tona y Pascualo, un viejo marino que murió en el mar y cuya barca quedó encallada en la orilla de la playa, dejando a su mujer y dos hijos al borde de la indigencia. Pero como según el narrador «Dios no desampara a las buenas personas», los restos de la barca desvencijada son convertidos en próspero cafetín o chiringuito de playa. Y en la dichosa taberna se acaban criando los chiquillos de Tona y Pascualo.

Pascual es el vivo retrato de su padre. «Era su mismo rostro, carrilludo y sonriente, su cuerpo cuadrado y fornido, sus piernas robustas y cortas y aquel aire de sencillez honrada, de laboriosidad cachazuda que lo acreditaba ante todos como un hombre de bien». A los trece años deja la taberna y, siguiendo el oficio de su padre y de su abuelo, se engancha como grumete en la barca de su tío Borrasca. Por el contrario, Tonet demuestra desde bien pequeño escasa afición al trabajo, revelándose al crecer como un bohemio incorregible. Por último, Martínez es un carabinero onubense, guapo y esbelto, que pasa demasiado tiempo en la taberna. Y como el roce hace el cariño, antes de abandonar a Tona deja en su claustro materno un regalo llamado Roseta, lo cual motiva el aborrecimiento que, al margen de sus hijos, la tabernera acaba sintiendo por todos los hombres, pues de acuerdo a las damas de la novela, el que no es un «pillo» es un «imbécil».

El tercer capítulo comienza cuando han pasado varios años, sin que la monótona vida familiar haya sufrido la menor alteración. Sin embargo el negocio no marcha tan bien como antaño. Ocasión que aprovecha el narrador para señalar que «decididamente Dios sólo protegía a temporadas a las personas buenas», pues la tabernera ya solo saca lo preciso para vivir. Con todo, en esta sección de la novela se plantea el nudo o núcleo de la tensión dramática que precede al desenlace, y que conforma un conflicto cuyo desarrollo avanza gradualmente hacia alguna clase de catástrofe.

Es también la parte en la que aparecen las novias. Tras un amorío con Dolores, Tonet, aburrido del Cabañal, pone rumbo a Cartagena para servir en la marina real. En el tiempo que el picaflor está ausente, su antigua novia Dolores se casa con su hermano Pascual, un valiente pescador que obtiene para su mujer un caudal cada vez más generoso. Y una vez de vuelta, Tonet hace lo propio con Rosario, una laboriosa muchacha en la que ya había puesto los ojos su madre. Pero enseguida el canalla derrocha la pequeña fortuna de su esposa. Y al comenzar los apuros, sobrevienen las discordias, y a continuación las brutales palizas a Rosario, mientras va de taberna en taberna y frecuenta a escondidas a Dolores, su antigua novia y esposa de su hermano. El capítulo se cierra con la sospecha de que el niño que espera ésta, Pascualet, es fruto adulterino y no del honrado hombre que a diario se juega la vida en el mar de Levante.

El cuarto capítulo es el del anuncio del golpe de Argel. Pascual, cansado de ganar el dinero lentamente, se decide a llevar a cabo una empresa arriesgada: viajar en secreto a la costa africana y cargar allí un alijo de tabaco Flor de Mayo, fabricado en Gibraltar. Para proyectar su aventura se dirige a una de las barracas del Cabañal, «donde se albergaba la gente pobre sometida a la servidumbre del mar». Y en el café La Carabina encuentra al tío Mariano, que, orgulloso de la propuesta de su sobrino, le asesora en la empresa y la patrocina.

El quinto capítulo sirve para avivar la animadversión de las cuñadas, Dolores y Rosario. Consiste en una descripción socarrona del Encuentro de Semana Santa. En plena procesión, las cuñadas protagonizan un nuevo escándalo, que despacha finalmente la tía Picores.

En el sexto capítulo, de resonancias homéricas, es narrado el viaje a Argel. Muy entrada la noche, Pascual, Tonet y dos hombres de confianza, navegan en la Garbosa rumbo a África, donde cargan numerosos fardos de contrabando. A la vuelta, cerca de las costas de Valencia, les espera un escampavía, que tienen que burlar escondiéndose en Las Columbretas. El resultado para Pascual son doce mil reales que, en el siguiente capítulo, son invertidos en una espléndida barca, la mejor del Cabañal, que convierte a su propietario en patrón y es bautizada con el significativo nombre de Flor de Mayo. Solo la madre, la siñá Tona, tiene un mal presentimiento. Para la tabernera, acostumbrada a las desgracias, «el maldito mar les atraía para para acabar con la familia». Pero Pascual se enfurece. ¡Son escrúpulos de vieja! «¡En un día como aquel acordarse de que el mar tiene malas bromas! ¿Y qué? Si no quería verle en peligro, haberlo criado para obispo. Lo importante es ser honrado, trabajar, y venga lo que venga. Ellos nacían allí; no veían más sustento que el mar; se agarraban a sus pechos para siempre y había que tomar buenamente lo que diesen: el agrio de la tempestad o lo dulce de las grandes pescas».

El desenlace comprende los tres últimos capítulos. En el octavo Roseta insinúa a su hermano Pascual la infidelidad de Dolores y la traición de su hermano. También se estrena la Flor de Mayo, con el tío Batiste a bordo, un viejo pescador considerado por todos un oráculo viviente en cuestiones del mar. Asimismo, Blasco aprovecha para censurar una costumbre absurda de aquella época, pues a menudo el gentío que se agolpaba a la orilla de las playas para despedir a sus marinos se recreaba profiriendo bromas e insultos «a los hombres que marchaban a trabajar y tal vez a morir por el sustento de sus familias», preguntándoles si iban a pescar tranquilos, dejando solas a sus mujeres en tierra. Finalmente, en el noveno capítulo Pascual se convence de la infame pasión que ha provocado su deshonra. Y en el décimo se narra la tempestad en la que se ve envuelta la flota, después de una decisión temeraria por parte del protagonista, cuyo juicio, nublado por el ansia de destrucción y venganza, le hace precipitarse, junto a sus hombres, en la desgracia.

Reflexión final y comentario crítico

Si nos fijamos, en la última escena de la novela, con la obesa tía Picores amenazando con su titánico puño al Miguelete (la torre campanario de la catedral de Valencia), el autor, que no escondió nunca su profunda aversión al cristianismo, parece acusar a Dios del desgraciado final de sus personajes. En este sentido, la culpa de las desgracias humanas, en última instancia, la tendría Dios, no los hombres, las mujeres o los mares. Como si quisiera rebatir con su obra el refrán marinero que asegura que «a barco desesperado, Dios le encuentra puerto».

Pero por un lado, la compunción de Blasco Ibáñez resulta inverosímil. Ese supuesto pesar por el dolor ajeno es, además, postizo, teatral e hipócrita, porque no hay en sus descripciones verdadero amor por sus creaciones, sino sarcasmo y desprecio, burlas sangrientas y mordaces. Por otro lado, es el hombre el que con sus acciones se labra en buena medida su fortuna o su desgracia. Y aquí son Tonet y Dolores los que, con su pecado, engendran otros pecados, representando a esos necios que, de acuerdo con Alexander Pope, «se precipitan donde los ángeles temen poner el pie». De modo que, con su conducta licenciosa, son Dolores y Tonet los que sitúan a Pascual ante un terrible dilema: dar rienda suelta al delirio de la sangre o vivir para siempre en la deshonra. Y el valeroso marino, que en su momento se tiene por el más feliz de los mortales ignorando las lecciones de Sófocles, escoge morir en la mar aunque perezca con él toda su obra. No está por tanto exento de culpa. Y en los instantes de mayor gravedad, en ese momento en el que los truenos y el mar enseñan a rezar, se angustia al comprobar que «su locura había llevado a la muerte a tanto padre honrado».

Dios, simplemente, pone ante el hombre libre dos caminos. Uno conduce a la vida y el otro a la muerte. Todo depende de si vive o no guardando sus mandamientos.

Con todo, Blasco Ibáñez todavía es un autor que llama a las cosas por su nombre. Para un escritor tan progresista como el valenciano, la infidelidad de Tonet y Dolores es una monstruosidad, contra la que el carácter honrado y bondadoso de Pascual se rebela.

Además, en varios pasajes pone en boca de sus personajes una observación que denota un gran desencanto: «Antes la gente era mejor». ¿Y no es esta expresión asimismo el reconocimiento implícito de estar viviendo en unos tiempos en decadencia?

Finalmente, son muy recomendables las descripciones, cáusticas e hilarantes, que hace Blasco Ibáñez de los moros de Argel y sus costumbres, como la del almuédano que avistan desde la barca en su alminar, «que pateaba y gritaba a ciertas horas como si estuviera loco». «¿Y la ciudad alta donde vivían los moros? ¡Redeu! Aquello sí que era notable. ¿Se acordaban del callejón junto al mercado del Grao? ¡Aquel en que se tocan con los codos las paredes!... Pues era una carretera, comparado con las gargantas de lobo que cruzan la parte alta, siempre cuesta arriba, casi cubiertas por los aleros y con un arroyo de inmundicia bajando por los escalones del empedrado». «Había que tomar fuerza en los cafetines del tránsito para subir tales calles y taparse las narices ante las tiendas, miserables tabucos en cuyo umbral fuman en cuclillas los morazos diciéndose Dios sabe qué cosas en su jerga de perros».

Dicho esto, no será preciso añadir por qué desde una doble perspectiva moderna, ecuménica y de género, de Flor de Mayo, que es una de las más soberbias novelas de Blasco Ibáñez, la censura orwelliana no dejaría sin rescribir media página, por muy masón, republicano y socialista que fuera don Vicente.


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