martes, 18 de agosto de 2015

País de Nieve de Yasunari Kawabata

Comprendo que Yasunari Kawabata despierte en sus lectores sentimientos encontrados. Su estilo detallista, elegante, conciso, de enorme claridad y al servicio del retrato psicológico de los personajes, no admite dudas por su innegable maestría. Tampoco su destreza para dar cuerpo al espíritu del pueblo japonés. Pero tanta delicadeza para describir emociones y ambientes ha de ser compensada por una piedad infinita a fin de soportar la insatisfacción y la melancolía que ungen sus páginas. La soledad, la muerte, las fronteras de la sexualidad, la ininteligibilidad del mundo, los esfuerzos baldíos; temas medulares del primer premio Nobel del país del Sol Naciente. Sin embargo, toda la obra de Kawabata está atravesada por una formidable espina, mucho mayor que las anteriores: el problema del erotismo. País de Nieve expone ejemplarmente este dilema, así como la insatisfacción del alma humana (por un amor que nunca es consumado) y unas descripciones simbólicas y muy hermosas de la naturaleza nipona.

Kawabata es de hecho un autor del siglo XX, nace en Osaka en 1899, pero aunque se deja influir por las vanguardias de su tiempo, vuelve los ojos al siglo anterior para aprender los oficios de su admirado Tolstoi. Su personalidad es compleja y fascinante, tal vez por resultar un enigma a pesar de desnudar su alma al escoger los temas de sus libros. Se suicida tres años después de haber recibido el Nobel de Literatura (1968), a la edad de 72 años, sin mediar explicación por su parte. Quedó huérfano a los tres, apenas durmió durante gran parte de su existencia, y se le consideró en vida un solitario empedernido. El budismo jamás satisfizo su particular naturaleza nostálgica y retraída, y militó, al margen de toda política, un ateismo consciente. Su muerte fue, me atrevo a decir, el lógico paso final de quien ha madurado en su interior la idea de que la vida no tiene sentido en sí misma. Prueba de que el Señor no procura todos los dones a una misma persona.

No en vano pronosticó que la literatura sustituiría a las religiones. Temerario vaticinio siendo la religión el asiento de las culturas. En País de Nieve, a pesar de todo, Kawabata desarrolla con indiscutible calidad su mayor desencanto: la aspiración a un amor pleno que, en razón de la tirantez inherente a la relación entre el hombre y la mujer, no se logra nunca del todo.

En dos partes presenta Kawabata una novela que apenas cuenta con protagonistas ni alcanza las doscientas páginas. Dos amantes por un lado, y unos pocos personajes circunstanciales por otro, soportan todo el relato. El narrador sigue los pasos de Shimamura, un hombre adinerado de mediana edad que huye del estruendo de Tokio hacia el País de Nieve por una temporada, atraído por sus atractivos paisajes y el estilo de vida tradicional que allí pervive. Pero con alguna diligencia por parte del lector es posible percibir cómo el personaje de Shimamura acaba por desdibujarse, en beneficio de Komako, la joven aprendiz de geisha de la que éste se enamora, pues la chica es el pilar maestro de esta agridulce historia. Ella sostiene toda la carga dramática de la obra, y representa, en el fondo, el ideal de mujer japonesa, esa mujer completa que ha sido educada cuidadosamente, por medio de mentoras y un ambiente social y cultural muy estricto, para dar lugar a un tipo de mujer apasionada, atenta y resignada que ama verdaderamente el mundo que la rodea y sufre por ello las consecuencias. En cambio Shimamura, que cae rendido ante la inocente belleza y pureza de la joven geisha, es la viva imagen de la impotencia, de la frigidez emocional más patética, revelándose incapaz de amar al escoger —tal vez uno no escoja del todo este tipo de actitudes— una relación distante con su entorno, como si fuera un observador ajeno a la realidad. El resultado es un cuadro enmarcado por una exuberante naturaleza que proclama también su estado de ánimo según el ritmo estacionario, donde dos amantes acarician un amor que no se entrega del todo y por tanto no ofrece a ninguno satisfacción completa.

Donde hila fino el japonés, por supuesto, es en el esbozo de las pasiones. Diríase que el bordado de País de Nieve es esa sensualidad delicadamente cosida que sudan Komako Shimamura. Es también lo que ha absorbido con mayor fuerza mi atención, porque constituye además el misterio que agitaba a Kawabata: ¿Cómo es posible que el hombre y la mujer se atraigan y opongan al mismo tiempo? ¿Por qué su unión no les garantiza una felicidad completa, si no hay anhelo mayor en principio que el de unir sus cuerpos y sus almas? Curiosamente, aquello que consideraba Kawabata próximo a extinguirse, la religión, tiene algo que decir acerca de la tensión que fundamenta la relación entre el hombre y la mujer. Me refiero, claro está, a la religión cristiana. Religión que en virtud de su fundador presenta diferencias substanciales con el resto de religiones.

El Libro del Génesis, así pues, guarda las claves para desentrañar esta especial ilación entre varón y hembra. El mismo enseña que antes del pecado original el hombre y la mujer estaban desnudos pero no se avergonzaban el uno del otro, gozaban de una relación de profunda intimidad, eran ambos compañeros ideales, cuya amistad no estaba turbada por ninguna desgracia. Después del pecado se ha roto el equilibrio que los ligaba. Experimentan vergüenza ente la desnudez propia y ajena, y se les hace extremadamente difícil mantener bajo control los propios instintos, los sentimientos, los deseos. Se desordena el mundo interior de ambos. El hombre, por su parte, ya no ve más en su mujer a su otro yo, sino más bien a un adversario que conspira contra él y es la causa de todas sus desdichas. En cuanto a la mujer, por su diferencia física, se encontrará en una situación de inferioridad frente al hombre. Antes del pecado, entre el hombre y la mujer hay una total comunión física, de voluntad y de sentimientos, después aquella comunión cede el puesto a la rivalidad mutua y al dominio del hombre sobre la mujer. Antes del pecado, el hombre vive en estado de absoluta inocencia, después, la inocencia se muda en desorden moral.

Pues bien, gracias a ese combate imperecedero, a esa lucha infatigable que libran el hombre y la mujer por dominarse al tiempo que encuentran su ideal complemento, el ingenio humano —a veces sin darse cuenta— concibe obras tan espirituales como ésta. Pero obras al fin y al cabo que, al carecer de fe y por tanto de esperanza, resultan inexorablemente verdaderas tragedias.



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