domingo, 26 de febrero de 2017

The young Pope de Paolo Sorrentino, una obra mundana para mundanos

Dicen que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Con este refrán castellano, aplicado a esta serie de Paolo Sorrentino, intento expresar a mi manera que por mucho que se esfuerce un autor mundano en profundizar en las cosas del espíritu, su esfuerzo resultará siempre vano. Lamentablemente, ésta es una ley que el «hombre natural» no entiende. El cineasta italiano, sin duda, hizo un grandísimo trabajo en su anterior proyecto, La gran belleza —no lo niego y así lo publiqué en La cueva de los libros—, pero en esta sátira religiosa sólo consigue un producto ridículo, estrambótico y de nulo valor. Y sin embargo tremendamente dañino, aunque su autor no lo crea ni fuera su intención causar perjuicio. La verdad es que es una pena que no disponga de tiempo para meterle mano a este serie como merece. Con todo, haré lo que pueda, por si hubiera algún incauto que la creyera interesante y digna de crédito.


De entrada, los medios especializados han descrito esta serie de una única temporada como la «historia de Pío XIII, un Papa ultraconservador, cercano al oscurantismo y muy valorado por todos, especialmente por los pobres». Lo anterior sin embargo no es más que una presentación interesada e insultantemente mascada de la realidad de este serial. Luego si nos dan ya la sinopsis, para qué hacerla nosotros mismos. Digo esto porque con estos productos ocurre igual que con los libros sospechosos (si hubieran de incluirse todos en el Index Librorum Prohibitorum el catálogo no cabría por su extensión en el Archivo Secreto Vaticano): el veneno, cuanto más sutil, más mortal, y cuanto más disimulado, más digno de temerse. Eso ocurre con esta sátira que en algunos momentos parece genial pero que encierra perniciosas opiniones.

Es cierto en efecto que Pío XIII (Jude Law) es un Papa singular que desprecia las maneras de la corrección política y del pensamiento único (en la línea del doctor House), y en esto resulta irresistible, pero no es menos verdad que su extraña relación con lo sobrenatural es más propia de lo diabólico (precisamente por su capacidad de obrar «milagros»). Pero prefiero centrarme en las insidias que se cuelan a lo largo del metraje, y que tienen por finalidad plantear una Iglesia desnaturalizada y totalmente sometida a las modas del mundo.

A continuación enumeraré, como decía, sólo algunas de las ideas que se lanzan en The young Pope, y que pretenden transformar la Iglesia removiendo sus mismos cimientos:
  • Hay una obsesión en la serie con la antigüedad de la Iglesia y su tesón por conservar los dogmas tradicionales. Y así se presentan sus verdades como verdades sólo válidas para un tiempo, y por tanto como verdades que necesitan revisarse. Por eso se insiste (especialmente en los capítulos 2 y 6) en que la Iglesia se está muriendo de vieja, en alusión a su obstinada pretensión de mantener intacta su doctrina.
  • Los que aman a Dios (sobre todo aquellos que han recibido el ministerio del Orden) lo hacen porque en el fondo son cobardes. Las siguientes son palabras del propio Pío XIII: «Yo amo a Dios, porque es doloroso amar a los seres humanos; amo a un Dios que nunca me abandona o que siempre me abandona; amo a Dios o a la ausencia de Dios [...] Pero soy sacerdote. Renuncié a un compañero o compañera porque no quiero sufrir, porque soy incapaz de soportar las tribulaciones del amor, porque soy infeliz. Como todo sacerdote» (cap. 5). Y sin embargo cuántos no consagrados a Dios querrían gozar del 10% de la paz que poseen muchos sacerdotes. Obviamente lo dicho por el personaje es falso, aunque esté dicho con cierta gracia.
  • Otra afirmación tendenciosa se puede escuchar en el último capítulo, en boca del Secretario de Estado del Vaticano (minuto 38): «¿Quién ha dicho que no se puede amar a una mujer y a Dios al mismo tiempo?». Pero lo cierto es que a nadie se le pone una pistola en el pecho cuando va a recibir la ordenación, sabiendo que eso supone aceptar el celibato; es más, si Jesús fue célibe, y el que se consagra a él totalmente ha de seguirlo, ¿tiene sentido que no lo imite también en esto? Sea lo que quiera, la Iglesia se gobierna desde tiempo inmemorial de esa manera y punto. Quien no comparta el celibato en la Iglesia que no se ordene y lleve vida de laico.
  • Por último, con la homosexualidad hemos dado, amigo Sancho. Pero por mucho que insistan los progresistas, la homosexualidad está condenada en la Sagrada Escritura, y por tanto no tiene cabida en la Iglesia. No obstante, Javier Cámara, con su correspondiente atuendo cardenalicio, se explaya a gusto ante el Santo Padre, con un discurso insolente e hiperviciado, en defensa de la sodomía: «Es un tremendo error no aceptar a los homosexuales. Es un tremendo error compararlos con los pedófilos, como hace usted. Una generalización inadmisible. ¡Pero cómo no puede ver usted, precisamente usted, Santo Padre, el autor de esas conmovedoras cartas de amor, que en la pedofilia hay sólo violencia, y en la homosexualidad sólo amor!»  Lo que ellos quieran, pero un Papa que asuma esta postura, no es Papa.

En fin, en conciencia, que cada cual vea como quiera The young Pope. Pero no debería ignorar que la infinita distancia que hay entre esta obra y los misterios de la fe cristiana obedece a lo que San Pablo enseña en la primera Carta a los Corintios (2, 14), pues solamente el hombre espiritual puede conocer las cosas que son del Espíritu; por eso ésta es fundamentalmente una serie fallida, una obra manudana para mundanos.

Y sin embargo en el capítulo octavo (a partir del minuto 44) oímos un discurso de Pío XIII realmente fascinante en relación con la guerra, la violencia y la auténtica paz. Lástima que Sorrentino, que carece de los dones del Espíritu Santo, no sepa responder a la pregunta que formula él mismo al final de su obra: ¿Quién es Dios?, y en uno de los discursos más flojos de toda la serie se aturulle, para acabar diciendo que Dios sonríe. He aquí la vulgar y lógica conclusión de una obra inane, vacía, sin sentido.

Y es que no saben los mundanos que «el lenguaje de la Cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, es fuerza de Dios» (1 Co 1, 18). 



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