miércoles, 20 de marzo de 2019

Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela

Cela describió su Viaje a la Alcarria como un libro de «andar y ver». Y dijo muy bien, pues quien viaja suele hacerlo para ver algo, y no es posible ver nada si no se anda. Lo curioso del turista moderno, contaminado por una idea indecente y falsa de progreso, es que cree que sólo se ve algo cuando se alcanza el destino apetecido, mientras que lo que aprendemos de libros como éste es que la visión más trascendente, esto es, el panorama realmente atractivo, se nos ofrece a cada paso, pues caminando es como realmente se hace el camino.


No es posible, sin embargo, andar sin avanzar, ni por eso mismo viajar sin rumbo o sin tomar una dirección determinada, aunque la orientación que demos a nuestros pies sea dispuesta sobre la marcha o incluso resulte involuntaria. En su caso, Camilo José Cela resolvió contar su viaje a una región singular de la península ibérica, la llamada Alcarria de Guadalajara, un hermoso país, a decir del escritor gallego, «al que a la gente no le da la gana de ir». Y esa apuesta por un medio rural, cercano a la capital y apenas conocido, se plasma en cierto desencanto del viajero hacia el mundo urbano, donde el ajetreo cotidiano y el bullir de aceleradas gentes empezaban ya a ser evidentes.

Con todo, las andanzas del viajero (Cela mismo, que se describe a sí mismo en tercera persona) remontan al lector a tiempos y escenarios más saludables, agradables y felices, sencillos y naturales, auténticos y alentadores. Contrasta por ejemplo el extrarradio de aquel Madrid, sembrado de verdes campos, bajo un cielo límpido y puro, con el actual, infestado de polución, ruido, desconcierto y horrendos edificios falofórmicos. Por eso el viaje del protagonista resulta tan grato al lector, y no sólo por la prosa de Cela, de la que luego diré algo. Resulta grata esta narración, principalmente, por los tiempos y escenarios que evoca, y por la sensación de orden y libertad real que transmite, una sensación del libertad difícil de describir y más difícil aún de apreciar por nuestros contemporáneos, cada día más esclavizados por las modas, la apariencia y la Santa Iglesia de la Corrección Política. Lo que experimenta el lector con esta lectura, a fin de cuentas, es esa libertad y ese gusto por un tiempo pasado que indudablemente sí fue mejor. Saben realmente bien los madrugones del viajero, los paisajes que describe, las impresiones que le llegan, las reflexiones y preguntas que se plantea, y todas aquellas observaciones que consigna sobre la fauna y la flora y las propias gentes con las que entabla conversación o simplemente se cruza.

Así pues, el viajero, lleno de buenos propósitos, emprende el ilusionante viaje «un poco a rumbo, un poco como el fuego en una era: a la buena de Dios y a la que salga». Condición que aún vuelve, si cabe, más intenso y especial cada viaje. Aunque nuestro protagonista, antes de partir, ha estudiado mapas y ha hecho sus propias cábalas, habiendo decidido, además, que recorrerá la Alcarria de Guadalajara y no, por decir algo, la Vía de la Plata.

Finalmente, regresamos al autor de esta obra magistral que entrelaza prosa y poesía, para decir que más allá de su temperamento o sus ideas, Cela fue un narrador excepcional, como en su Viaje a la Alcarria demuestra sobradamente. Disfrutamos aquí, en resumen, de un castellano claro y cristalino, clásico y rico, musical y realista. 

Pero sobre todo disfrutamos de una obra que traslada al lector a un mundo donde el tiempo no asfixia y parece detenerse, donde los ritmos ordinarios envuelven a sus protagonistas de inmensa paz y regocijo, donde la anchura del mundo parece infinita y los más mínimos detalles del entorno agreste y sus rudas gentes reconfortan y alivian. Al fin, el viajero de este relato, me parece a mí, no anduvo por estos andurriales desconocidos para saciar su hambre de conocimiento, sino para recuperar una paz que en ambientes más abigarrados y agobiantes, artificiales y banales, ruidosos y horripilantes, se convierte en alucinación y quimera, esfumándose, como de entre los dedos el agua clara de un riachuelo sin aluminio u otras sustancias químicas con las que nos bautizan a diario, de nuestras almas atareadas, grises y pequeñas.


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