miércoles, 10 de julio de 2019

La remodelación del Museo del Prado de Norman Foster y Carlos Rubio


La más importante pinacoteca del mundo, el Museo del Prado, se somete en estos días a la penúltima remodelación de su bicentenaria historia. El precedente más inmediato, la ampliación del arquitecto Rafael Moneo llevada a cabo en la década anterior, dejó el sello de la actual arquitectura vanguardista en el claustro de los Jerónimos: fealdad, vulgaridad e insolencia. Por eso el presente proyecto de remodelación del Museo del Prado, encargado a los arquitectos Norman Foster y Carlos Rubio, así como a sus respectivos equipos, siembra temores insospechados entre los amigos de tan querido museo.

No en vano, el horrible rascacielos que Foster proyectaba para la capital inglesa (The Tulip) acaba de ser rechazado por antiestético*. Y no hace falta que un alcalde musulmán nos dé clases a los europeos de buen gusto arquitectónico. Lo feo es feo incluso para los más cosmopaletos.

En fin, tres son las líneas maestras del proyecto elegido para esta penúltima remodelación del insigne Museo del Prado:

1) Por un lado, elevar la altura del edificio para obtener mayor superficie expositiva.

2) Por otro, convertir la fachada sur en un gran atrio, dotando así al inmueble de un aspecto más abierto.

3) Finalmente, peatonalizar el espacio circundante para conectar el histórico edificio de Villanueva con el Salón de Reinos y el Casón del Buen Retiro.


Las ideas fundamentales del proyecto, en principio, me parecen interesantes y correctas. Pero finalmente serán los resultados los que determinarán el éxito entre el público, y su correspondiente aprobación o rechazo. El atrio planeado, concretamente, me parece una intervención arriesgada, polémica y tal vez, también, necesaria. Una fachada sur más diáfana e impactante podría multiplicar el atractivo del campus y concederle a ese perfil del edificio una admirable entrada monumental, conforme a la categoría del museo. Pero eso implicaría derribar la fachada actual, que pertenece, por cierto, a un edificio histórico de fama internacional. Las imágenes de estudio que han trascendido no permiten sin embargo lanzar las campanas al vuelo: un muro rojizo dividido en tres alturas moteado de vanos ciegos y ventanas, al que se le integra un alto cobertizo plateado de columnas esmirriadas y sin gracia, es lo más fascinante que han sido capaces de idear el célebre arquitecto británico Norman Foster y su adlátere.

Y aunque al fin y al cabo echo de menos en el proyecto alguna pirámide masónica u obelisco luciferino, que andando el tiempo no descarto que se vean por los alrededores del Museo del Prado, la colección permanente sigue reuniendo la mayor cantidad de obras maestras en el género de la pintura que puede contemplarse hoy en el mundo. Pero de unas autoridades que han consentido que la presentación de dicho proyecto se haga en Londres en vez de en Madrid —en el mismo mes en el que el Jefe del Estado español besaba las alpargatas de alguna doble de la reina Isabel II, jurando fidelidad a la corona británica—, se puede uno esperar cualquier cosa. Y no precisamente buena.


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