lunes, 29 de julio de 2019

La frutería del barrio

Durante los primeros e hibernales meses del año, fueron muchas las tardes que pasé por delante de la frutería del barrio. Pasaba de largo, después del trabajo, de camino a la panadería, la tienda de ultramarinos o la capilla de la parroquia San Vicente Mártir.

En ese trayecto de ida y vuelta, siempre echaba un vistazo al interior de la frutería. Era, sin embargo, una mirada inocente, superficial y ligera. Quería, supongo, valorar la calidad de los tomates y las peras, de las manzanas y las acelgas. Tal acción de mirar no era motivada, por tanto, por una curiosidad ociosa, o lo que es lo mismo, por el deseo de saber lo que no nos concierne, pues mi mirada era más bien espontánea, instintiva, impensada, inconsciente, refleja. Sea como fuere, una tarde cualquiera aquella mirada rápida y trivial capturó todo un mundo, y se convirtió de repente en una de esas brevísimas porciones de tiempo en las que se percibe lo esencial de las cosas.

Lo que ocurrió es que me crucé con unos ojos tristes hasta la muerte que me ocasionaron una indecible punzada de pena. A través del escaparate, se veían cada tarde las frutas y verduras ordenadas con esmero y aspecto apetecible. Adentró, algún que otro consumidor muy de vez en cuando. Y atendiendo, una chica de aspecto árabe de ojos deprimidos, oscuros como la noche, el cabello igualmente oscuro y recogido, y una faz llena de angustia y desesperanza. En fin, la visión de aquellos ojos avasallados por el desánimo y tristes hasta la muerte, que se revelaban más y más humillados en ausencia de clientes, conseguía día tras día afligirme y recogerme en mis adentros.

Así que tarde tras tarde, al pasar por aquella frutería de barrio, al cruzarme con aquellos ojos tristes y abatidos, aunque solo fuera un instante fugaz y pasajero, pensaba en aquella muchacha y en el origen de su pena. Más tarde entendí, o así lo creí, que no vendía lo suficiente. Pero en aquellos instantes mi corazón conmovido aprehendió en un relámpago que la frutería del barrio era el teatro de una dura batalla, donde se representaban, sintetizados en unos ojos brunos desolados, los grandes dramas humanos y sus grandes esperanzas.

Hoy todavía paso por delante de dicha frutería. Pero ya no hay nadie dentro. La fruta ha desaparecido de estantes y cajas. Las verduras se han ocultado a la vista. Hay bolsas de plástico desparramadas. Hay también soledad, suciedad y errabundos fantasmas.

Después de todo, no sé qué habrá sido de la mujer que atendía la frutería del barrio. Es innegable que ya no podré comprarle manzanas. Sinceramente, no sé, tampoco, si habría valido de algo. Pero aquellos ojos tristes hasta la muerte me siguen lastimando cada vez que paso por delante de ese escaparate vacío, deslucido y sin alma.




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