domingo, 29 de enero de 2023

Los hermanos Karamázov de Fiódor Dostoievski | Reseña y comentario crítico

Los mejores libros son los más difíciles de comentar. Y Los hermanos Karamázov es una obra maestra en sentido absoluto, si se me permite la hipérbole. Me enfrento por tanto con su comentario crítico a un desafío que a la vez me resulta abrumador y apasionante.

La gran cualidad de Dostoievski, más allá de que posea un genuino talento de narrador, con permiso de su aptitud para exponer y desarrollar ideas, es su capacidad para hacer que sus lectores vivan dentro de sus novelas, compartiendo los sentimientos de sus personajes, sufriendo con sus desencantos y siguiendo con expectación y entusiasmo sus esperanzas. Esos mismos personajes cuyas acciones y pensamientos a veces horrorizan o causan vergüenza ajena. Cuando no emocionan por su fuerza moral, o sus corazones sencillos, abnegados y sin mácula.

Al margen del primoroso estilo del autor ruso, ya comentado, en Los hermanos Karmázov se desarrolla un drama psicológico de resonancias épicas. Nos encontramos ante una tragedia familiar cuya acción transcurre en una pequeña ciudad rusa, en pleno siglo XIX, centuria caracterizada por el acceso de la burguesía al poder, y por el triunfo del liberalismo y sus hijuelos filosóficos y políticos, el ateísmo y el socialismo. 

Esta inmensa novela, la más extensa de Dostoievski, es un conjunto de cuadros de vivas escenas y animados diálogos. Narra, en cuatro partes y un epílogo, las vicisitudes de una familia rusa mal avenida, compuesta por el padre, Fiódor Pávlovich Karamázov, y sus tres hijos varones: Dimitri (también Mitia), Iván y Aliosha (diminutivo de Alekséi). Sus múltiples desavenencias constituyen el meollo del conflicto, cuyo estallido, motivado por los celos, enfrenta sobre todo al progenitor con su primogénito. En la segunda mitad del relato la borrascosa dialéctica familiar se ve condicionada, de modo especial, por el seguimiento de un proceso penal a partir del cual se plantea la relación entre la culpabilidad y la inocencia, la impunidad y la justicia, la mentira y la verdad.

En cuanto a los personajes principales, el padre, Fiódor Karamázov, es un «viejo depravado y huraño», lujurioso y derrochador, cínico y burlón, impío y blasfemador, desenfrenado e inmoral. Este personaje repugnante, indigno padre de familia, reconoce su degradación con una confesión sin pizca de vergüenza: «deseo seguir viviendo hasta el fin de mis días hundido en el lodazal del vicio». Representa al vulgar materialista, que no concibe trascendencia alguna ni admite preceptos morales de ningún tipo, abrasado vivo en su concupiscencia. Es por tanto la antítesis del Dios en el que creyó Dostoievski y revela Jesucristo; un Dios que es el Padre perfecto, fuente de toda misericordia.

Al pretender a Grúshenka, la mujer infernal que seduce a un mismo tiempo a Fiódor y Mitia, padre e hijo, el viejo licencioso atrae la maldición sobre la familia y asegura su triste final.

Del mayor de los hijos, Mitia, podríamos decir, de acuerdo a las teorías de Sigmund Freud, que padece complejo de Edipo. Odia al padre desde que el viejo se fija en Grúshenka, incluso llega a amenazar con matarlo. Es un joven fuerte de 28 años, recién retirado del ejército, donde alcanza el grado de teniente. Posee un corazón ardiente y una naturaleza irascible, sentimientos elevados y un alto concepto del honor. Pero como al padre, le pierden sus bajos deseos. Pese a todo, promete corregirse. Personifica al pecador arrepentido.

Iván es frío y nihilista. Ejerce el papel de abogado del diablo. Intelectual e impregnado de las corrientes ideológicas de la época, el ateísmo y el socialismo, representa a los sabios y entendidos de este mundo, a los que Dios oculta la verdad última y trascendente, por su vanidoso orgullo. Pero Iván no puede vivir sin Dios, porque lo necesita, como todo ateo, hasta para negarlo.

El más joven de los Karamázov, Alekséi, es el héroe de la novela. Conocido por su diminutivo, Aliosha, es un muchacho apuesto y rebosante de salud apreciado por todos, de rosadas mejillas y mirada luminosa. Tiene un corazón de oro, una especial inquietud interior, y se adentra, conforme a su naturaleza, en la senda de la vida contemplativa, única vía «en la que veía, por así decir, un ideal, una salida para su alma, ansiosa de abandonar las tinieblas del mal del mundo y ascender hacia la luz del amor». Vive despreocupado por los medios de subsistencia, «como si no conociese en absoluto el valor del dinero», pero se ve enredado constantemente en las frivolidades y caprichos de sus allegados, que lo usan de recadero, pues actúan siempre por medio de intermediarios. Él sin embargo ve en el drama de su familia una oportunidad. Su misión es unir y reconciliar. Por eso anda de un lado a otro, luchando por la salvación de sus hermanos, siempre al servicio de los demás.

Los personajes secundarios, vivos y afanosos, juegan también un papel importante. Destacan los miembros del servicio de la casa de Fiódor: el viejo Grigori, la vieja Marfa y el joven Smerdiakov: el lacayo, «terriblemente insociable y taciturno», que padece de epilepsia (el llamado mal caduco). Relevantes son también Rakitin, Lise, Grúshenka, Katerina Ivánovna, Fetiukóvich (el abogado defensor de Mitia) el isprávnik, el fiscal, el juez de instrucción, Kolia Krasotkin, Iliusha y los chicos. Y por supuesto lo hieromonjes, siendo los más influyentes de todos el stárets Zosima y el Padre Paísi.

De entrada, la vida monástica ofrece un violento contraste entre el mundo y sus seducciones, sus preocupaciones y dilemas, y la paz sobrenatural y la tranquilidad inefable que se respira en los monasterios. En la obra de Dostoievski se observa sin lugar a dudas un interés especial en la regeneración moral del hombre y en su perfeccionamiento espiritual. Además, ese progreso intrínseco de las personas es el único remedio para los males colectivos. Así se expresa en el libro con rotundidad: «Si hay algo que protege a la sociedad, incluso en nuestro tiempo, y que puede corregir al propio criminal, haciendo de él otro hombre, es únicamente la ley de Cristo, que se manifiesta en el conocimiento de la propia conciencia». Para Zosima la meta del hombre es la santidad. De ahí que afirme que «los monjes no son hombres distintos de los demás, sino que son, sencillamente, tal y como deberían ser todos los hombres en la tierra». Más aún, «de estos monjes sumisos y sedientos de oración solitaria puede que venga la salvación de la tierra rusa», y por extensión de la humanidad en su conjunto.

Esta concepción redentora y trascendente del hombre y de la historia es la que repara en la belleza y la gracia que nos rodea. Por el contrario, el mundo sin Dios presentado por Dostoievski en su más grandiosa novela, se encamina hacia «un futuro poco envidiable», pues «las personas caen en un completo aislamiento», y llevan en sus cabezas y en sus pechos todo un infierno, ahogando su alma en la depravación, sin hallar sentido a la crueldad o el dolor, enfermando de resentimiento y desesperación, a pesar de las máscaras llevadas o las pantomimas vividas. Lo dice uno de los siervos de Dios con claridad: «Para rehacer el mundo es necesario que la gente tome, psicológicamente, otro camino. Mientras no nos convirtamos efectivamente en hermanos de todos los hombres, no habrá fraternidad». «Todo pasa, solo queda la verdad». «Con la mentira uno puede recorrer el mundo, pero después no hay vuelta atrás».

A nivel superficial, Los hermanos Karamázov es una historia de celos y un enredo judicial. En el fondo, la última obra maestra de Dostoievski aspira a demostrar la validez de una idea, aun tratando diversas cuestiones universales y eternas: los pueblos que aborrecen a Dios y viven según su inestable moral, como si Dios no existiera y no hubiera dispuesto los caminos por los que el hombre puede alcanzar la felicidad, han escogido el suicidio y experimentarán su propia destrucción. Solo el amor redime, y el hombre que reza y no se desespera puede cambiar, él mismo y a los demás.

El secreto de esa transformación se encuentra en la cita evangélica con la que Dostoievski abre su última obra maestra: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto». El grano que muere aquí es Aliosha, el hombre nuevo, que, renunciando a vivir como los demás, preocupados únicamente en satisfacer sus propios caprichos, consagra sus fuerzas a hacer el bien a todo el mundo. Por eso al final el puro Aliosha es aclamado por los niños, y su buena fama es reconocida por todos.

Y este hecho, finalmente, es fundamental para captar la mayor preocupación de Dostoievski. En el epílogo, escribe: «Han de saber que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en la casa paterna. Os han hablado mucho de la educación, pero cualquier recuerdo bonito, sagrado, conservado desde la infancia, puede ser la mejor educación que exista».

Más allá de la unión inseparable de Rusia con la fe ortodoxa, y de que el destino de Rusia esté vinculado al desarrollo del cristianismo, como defiende Dostoievski de manera explícita y repetida, la regeneración moral del hombre, y su salvación definitiva, pasa por reconocer que ninguna posesión de este mundo puede sustituir a Dios, y que todos los hombres del mundo son pobres sin Dios. Por suerte, Dios, que se revela como Padre, no es como Fiódor Karamázov. La humanidad está podrida por hombres como éste; la tragedia en torno a la que gira esta novela es en el fondo obra y responsabilidad suya. Con esta consideración en mente, se revela en todo su esplendor la importancia capital de la pregunta de Fetiukóvich en el juicio: «Señores del jurado, ¿qué es un padre, un padre de verdad? ¿Qué significa esa gran palabra?». En esta joya monumental de la cultura europea y universal Dostoievski demuestra que quien se comporta como padre y hermano de todos no es Fiódor, sino Aliosha. Aliosha es el ejemplo a seguir, el hombre modélico, el que deja un buen recuerdo y un legado positivo.

¡Qué diferente sería el mundo, viene a decirnos el genio ruso, si los hombres vivieran en plena comunión con Cristo, como el joven Aliosha, y no con Satanás, como el viejo Karamázov!




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