Jean Raspail, con su controvertida y profética novela Le Camp des Saints (traducida al español por algunas editoriales como El campamento de los santos y, por otras, como El desembarco), ofrecía allá por 1973 una alegoría estremecedora sobre el porvenir de Europa. En sus páginas, el autor despliega una puesta en escena de un dramatismo brutal: una flota de barcos desvencijados, cargados con un millón de emigrantes procedentes del delta del Ganges, se dirige inexorablemente hacia las costas del sur de Francia. La escena inicial evoca ya una atmósfera de fatalidad: el mundo observa, paralizado por una mezcla de compasión, cobardía y corrección política, cómo se aproxima lo inevitable. Francia, y por extensión Europa, se halla inerme ante una marea humana que no busca integrarse sino, en palabras de Raspail, «desbordar los diques de la civilización». Medio siglo después, vemos con claridad que cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.
Lejos de tratarse de una simple crítica a la inmigración, la novela se erige como una fábula sobre el suicidio cultural de Occidente. El autor no ahorra sarcasmo ni dureza al retratar a las élites intelectuales, políticas y religiosas, que en su afán por mostrarse humanitarias, renuncian a todo instinto de preservación. «Ellos avanzaban con el paso vacilante de los condenados, pero en sus ojos ardía el fuego de los vencedores», escribe Raspail, aludiendo a los recién llegados, que no llegan como mendigos sino como conquistadores, conscientes de la fragilidad de quienes los reciben.
El profesor Calguès, anclado en su villa provenzal, es uno de los pocos personajes que encarna la lucidez frente a la catástrofe. Intelectual clásico, humanista y defensor de una civilización que sabe perdida, observa con impotencia cómo su país claudica sin resistencia. Su silencio resignado ante el avance de la marea simboliza la derrota del pensamiento frente al sentimentalismo. Junto a él, figuras como el capitán Notaras o el coronel Dragarès representan los últimos intentos de defensa, marginales y condenados al fracaso.
La narrativa de Raspail ha sido criticada por su tono provocador y su visión extrema, pero no puede negarse su carácter anticipatorio. Escrita décadas antes de las grandes olas migratorias del siglo XXI, la obra plantea una inquietante reflexión sobre la identidad europea en un mundo cada vez más globalizado. Lo que en su momento fue calificado de fantasía racista, hoy muchos lo interpretan como una profecía: la incapacidad de Occidente para defender sus fronteras, su cultura y su modelo de civilización. Pero sería más apropiado hablar de traición de las élites que de incapacidad. Ahí está precisamente la impresentable de Ursula Von der Leyen destinando, desde la Comisión Europea, varios millones de euros para promover el conocimiento del Corán en Europa y afirmando en público, sin el menor decoro, que Europa posee los valores del Talmud.
En cualquier caso, la tensión que se respira a lo largo de toda la obra no proviene únicamente del avance de los barcos, sino de la rendición moral que se instala en los corazones de los europeos. La compasión se transforma en debilidad, la apertura en suicidio. La civilización, dice Raspail, no cae bajo el asalto de armas, sino por la erosión de sus propias convicciones, por el agostamiento de sus raíces cristianas.
En este contexto, resulta inevitable aludir al llamado «Plan Kalergi», una teoría que circula en determinados círculos críticos del proyecto europeísta. Esta idea, atribuida al político austrohúngaro Richard Nikolaus Coudenhove-Kalergi, sostiene que las élites promueven una mezcla étnica forzada en Europa con el objetivo de eliminar las identidades nacionales y facilitar un gobierno tecnocrático sin resistencias culturales. Aunque la interpretación contemporánea de este «plan» ha sido desestimada como una teoría conspirativa —principalmente por unos medios de comunicación cuya credibilidad se halla hoy profundamente erosionada— y carece de respaldo académico —aunque los académicos, quizá por instinto de conservación, rara vez abordan cuestiones incómodas—, su mención en la novela de Raspail adquiere una dimensión simbólica. Refleja una inquietud cada vez más extendida: la sensación, compartida por muchos, de que existe un movimiento, ideológico o estructural, encaminado a desarraigar las identidades europeas por un modelo multicultural donde lo europeo queda diluido o incluso criminalizado. Una paradoja que raya en lo absurdo. Repare además el lector en que ningún hombre huye de la guerra abandonando a su familia. Son más bien los que parten a la guerra los que dejan atrás a mujeres e hijos. Y en las pateras hace tiempo que no se ven individuos famélicos, sino a jóvenes varones en edad militar, con dinero en efectivo y buenos teléfonos móviles, a los cuales, por cierto, se les aloja cómodamente y se les da todo tipo de prestaciones, a costa, eso sí, del sudor de la gente laboriosa.
Sea como fuere, Raspail no menciona explícitamente a Kalergi, pero el eco de esa sospecha resuena entre las líneas de su obra. La inmigración no aparece como una mera consecuencia de la pobreza global, sino como una herramienta —intencionada o no— para desestabilizar el equilibrio ancestral de Europa. En un pasaje especialmente crudo, uno de los personajes exclama: «¡Europa no será conquistada por las armas, sino por las cunas!» La demografía se convierte así en una forma silenciosa de guerra.
Más que un panfleto, El desembarco es una meditación desesperada sobre la fragilidad de la civilización cuando deja de creer en sí misma. Su lenguaje es duro, incluso ofensivo para algunos, pero no puede negarse su coherencia interna y su potencia simbólica. El Mediterráneo, convertido en escenario de un nuevo desembarco —no de ejércitos, sino de masas humanas impulsadas en la ficción por la miseria—, recuerda al lector que la historia nunca se detiene, y que ningún pueblo tiene garantizada su permanencia.
En definitiva, esta obra, hoy más que nunca, exige una lectura crítica. No para aceptarla sin reservas, sino para confrontar sus advertencias con la realidad contemporánea. Aunque, más allá de lo que se piense y se diga, todo indica que estamos ante el fin de una era.
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