domingo, 22 de septiembre de 2019

Los guardianes del Louvre de Jiro Taniguchi

Arrastrados forzosamente a una vida acelerada en la que soportamos una aglomeración confusa y creciente de sucesos, personas y cosas en movimiento, los espacios y momentos donde el tiempo parece detenerse resultan pequeños paraísos restauradores. La belleza, por ejemplo, implica cierta forma de orden. Y el bienestar, armonía o paz interior, también; un orden que en ocasiones es fruto de la contemplación de algo bello, ordenado y pacífico. 

Las narrativas del maestro japonés ya fallecido, Jiro Taniguchi, poseen todos estos ingredientes sanadores. Por eso la lectura de sus obras, en las que ciertamente no parece hacer mella el paso del tiempo o la vorágine de la vida, se traduce en ratos de auténtica felicidad.

El origen de este tebeo delicioso, Los guardianes del Louvre, se remonta a un encargo del propio Museo del Louvre para dar a conocer sus colecciones a través del dibujo de uno de los grandes maestros del manga de los últimos tiempos. De carácter autobiográfico, al abrir las páginas de este tebeo fantástico de líneas puras y colores salutíferos, el autor nos presenta a un dibujante japonés que, al término de un viaje colectivo a Europa, decide hacer una última parada en solitario en París, con la intención de visitar los museos de la capital francesa. 

En lo formal, no hay una sola mancha que reste valor al contenido. Pero el relato en sí es pobre, y cuenta con una última parte innecesaria en la que los nazis vuelven a ser presentados por enésima vez, y ya cansa, como los responsables de cualesquiera fechorías del último siglo, incluso en el ámbito de las bellas artes.


Yo destacaría, sin embargo, al margen del dibujo espléndido y evocador, la capacidad de fascinación del protagonista, que se deja asombrar y sorprender por paisajes y obras de arte realmente maravillosos. Y así descubrirá lugares poco frecuentados, ciudades y pueblos a pocas horas de París, verdaderamente hermosos. Y esto me resulta especialmente emocionante cada vez que abro las páginas de Los guardianes del Louvre. La capacidad de asombro de su protagonista, por ejemplo ante la iglesia de Auvers Sur-Oise, o ante los trigales que pintara Van-Gogh, o ante la Victoria de Samotracia, que tan desapercibida pasa en el Museo del Louvre a los legos (que suelen ser siempre simples turistas).

De todo ello resulta, finalmente, una obra apacible y bella (al menos sus dos terceras partes) que, gracias a la calidad de su dibujo y a su propuesta (un hombre en solitario buscando en la belleza del mundo la felicidad), hace que nos sintamos al leerla como Van-Gogh ante los suaves paisajes que eligió para pasar sus últimos meses de vida: tranquilos y en paz.


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