domingo, 13 de octubre de 2019

El Mago de Oz de Lyman Frank Baum y Benjamin Lacombe

A raíz de que recientemente cayera en mis manos la preciosa edición ilustrada de El mago de Oz de la editorial Edelvives, me vi en la obligación de leer por vez primera la historia de Dorothy y sus amigos. Lo que descubrí entonces, para mi sorpresa, es que El mago de Oz es una atractiva alegoría para adultos, oculta bajo un bello barniz que acaba por concederle al cuento el aspecto de inocente aventura juvenil.

Lo primero que llama la atención de este cuento de fantasía pura es la intención del autor de proponer una fábula, parábola o alegoría. En este sentido, abundan los símbolos y posee semejanzas más o menos notables con El principito. Y no puede resultar muy extraño que así sea, puesto que el autor del maravilloso mago de Oz, Lyman Frank Baum, era un fiel seguidor de las ideas teosóficas.

De acuerdo a lo anterior, es cierto que cuando uno indaga un poco descubre que ciertamente tiene sentido la pretensión de que dicho cuento contiene un trasfondo económico. Publicado en el umbral del siglo XX, resulta sugerente encontrar apropiado el uso de los colores para reflejar la disputa financiera de entonces, en la que estaba en juego el patrón que respaldaría al dolar estadounidense (la disyuntiva se daba entre el oro y la plata). De ahí que se pueda ver en cada personaje del cuento un grupo social determinado (banqueros, clase política, agricultores y granjeros, trabajadores industriales, etc.).

Al mismo tiempo, El mago de Oz es un relato de iniciación, de aprendizaje. Lo anterior resulta evidente en seguida, al ser la narración una sucesión de pruebas (barrancos, ríos de fuerte corriente, brujas y monstruos varios) a superar por los personajes. Los personajes, por su parte, son realmente interesantes. No tengo muy claro si hay un verdadero protagonista, puesto que en realidad los personajes, que muy pronto establecen entre sí una sincera amistad, son un equipo que se ayuda mutuamente, logrando avanzar y superarse personalmente. 

Lo interesante de estos es que cada uno busca un fin determinado. Dorothy, siempre acompañada de su perrito Totó, ansía volver a casa, pues al parecer anda perdida y no sabe cómo regresar. El espantapájaros, que es el más ingenioso del grupo, ansía, paradójicamente, un cerebro. El hombre de metal, Bradley, desea un corazón. Y finalmente, el león, únicamente valor.

Una prueba emotiva y a la vez elocuente de la relación auténtica que establecen los personajes entre sí es un pasaje entenecedor en el que el espantapájaros, con su cuerpo de paja, pretende proteger del peligro a la animada chiquilla: «A lo lejos, se oía un profundo gemido. Los tres avanzaron con cautela. Un nuevo lamento algo más intenso resonó entre los árboles. El espantapájaros se inquietó por su amiga. Su cuerpo de carne y hueso era tan frágil que aquella cosa podía lastimarla. Por eso intentó colocarse delante de ella para amortiguar un eventual golpe».

Desde luego, hay escenas muy sugerentes en este clásico de la narrativa juvenil, que como he dicho posee una lectura más profunda indicada para el público adulto, pero si hubiera de destacar algo, más allá de la inventiva y el fantástico mundo recreado, sería la amistad que une a los personajes. Amistad que es hoy un valor degradado. Y que implica, como encierra su esencia misma, confianza y afecto desinteresado entre afines, afines que se unen de hecho para compartir un destino, siendo ese destino la más grande, excitante y peligrosa aventura de iniciación o de aprendizaje que conocemos: la vida misma. 

Por eso mismo esta aventura singularísima ha de compartirse con amigos que lo sean de verdad. Aunque los que nos hayan desconcertado, hayan sido descartados, o por las causas que fueren los hayamos perdido, según quemamos las variopintas etapas del camino, supongan una enseñanza muy valiosa que sin duda nos ayuda a mejorar, sobre todo para vivir a conciencia y llenos de felicidad.


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