martes, 15 de septiembre de 2020

Jesucristo, el Hijo de Dios (I)

Alrededor del año 748 de la fundación de Roma, aconteció un hecho que mudaría para siempre el carácter de los siglos venideros y de las generaciones futuras.

En un lugar distante del poderoso Imperio Romano, regentado a la sazón por el primero y más eminente de los césares, Octavio Augusto, nacía un niño destinado a redimir al género humano, a alcanzar su salvación definitiva.

Al niño le impondrían el nombre de Jesús, que significaba «Dios salva». De inmediato, las multitudes se encaminaron hasta sus pies para adorarle; las mismas multitudes que lo aclamaron después y que más tarde instaron a que se hiciera efectiva su sentencia de muerte. A pesar de ello, dicho acontecimiento fue ignorado por las más altas magistraturas de la opulenta Roma. Y sin embargo la vida de Jesús supondría una revolución sin precedentes en la historia, llegando sus testigos, y con ellos su mensaje, hasta los confines mismos de la tierra.

Repasemos ahora de forma sucinta los orígenes de este hecho trascendental que cambiaría de manera irreversible la faz de la creación en su conjunto.

Hace aproximadamente dos milenios, el Imperio Romano se extendía a lo largo y ancho del mar Mediterráneo, desde Britania hasta el Desierto Arábigo. Roma dominaba por tanto la ciudad santa de Jerusalén, enclavada en la provincia latina de Judea y escenario principal del drama más asombroso protagonizado por el hombre. Allí, desde hacía décadas, los hebreos o judíos, esto es, los naturales de Judea, soportaban a regañadientes el yugo romano, traducido en asfixiantes tributos y en una rigurosa disciplina capaz de sofocar ipso facto cualquier revuelta extemporánea. Entretanto, los judíos albergaban la esperanza, motivada por una especie de presentimiento, de que pronto nacería un rey, el mesías, que les libraría de una vez por todas de las encarnizadas garras de sus adversarios...

Y el redentor prometido y anhelado por fin se manifestó e hizo presente. Pero no lo hizo sin un precursor que lo anunciara.

El sublime pórtico del nacimiento del mesías lo protagonizó el anuncio de un ángel. Gabriel, enviado por Dios a una ciudad de Galilea, al norte de Judea, llamada Nazaret, tenía la misión de comunicar a una joven virgen llamada María, desposada con un hombre justo de nombre José, que quedaría encinta del divino lactante, es decir, del salvador prometido al pueblo de Israel. La criatura, además, sería llamada Hijo del Altísimo, recibiría el trono de su Padre y su reino no tendría fin. María aceptó el designio divino, y aguardó expectante.

Cumplido el tiempo necesario, un mandato imperial contribuyó al curso favorable de los acontecimientos. En aquellos días, el César promulgó un edicto para que fuesen empadronados todos los habitantes del Imperio Romano, la parte más principal y más importante del mundo entonces conocido. Dichos censos respondían con frecuencia al aumento de cargas económicas y a levas militares. Sea como fuere, si bien en el resto del imperio era costumbre hacer el censo en los mismos lugares de residencia, los judíos lo hacían por tribus, familias y casas; de modo que María y José se vieron obligados a acudir al lugar donde se conservaban las tablas genealógicas de sus ascendientes. Ambos eran de la casa del rey David, cuya cuna se encontraba precisamente en el pueblecito de Belén, a escasa distancia de la ciudad santa. Así que hasta allí se desplazaron María y José, cubriendo una distancia de unos 120 kilómetros. Fue entonces cuando sobrevino el parto.

A causa del empadronamiento, que había provocado la movilización de numerosas gentes, a los esposos les resultó imposible alojarse en una posada, o en cualquier cuarto para huéspedes decente, por lo que hubieron de refugiarse en alguna de las grutas naturales de las cercanías, donde a la postre nacería el Hijo de Dios.

En aquellos contornos, por cierto, velaban grupos de pastores que pasaban las noches al raso. Los pastores de Palestina, para guardar sus rebaños y descansar algo, dividían la noche en cuatro partes o turnos de tres horas, relevándose unos a otros. A ellos se dirigió el ángel en primer lugar para anunciarles una gran dicha: en la ciudad de David había nacido el Salvador. Si ansiaban conocerlo, lo hallarían envuelto en pañales y recostado en un pesebre.

Dios era tan grande, tan incomensurable, que no solo fue capaz de hacerse chico, sino de romper, al género humano en su conjunto, los esquemas mentales. No nacía en ostentosos palacios ni entre delicadas sedas, lo hacía entre pajas y animales.

Naturalmente, de acuerdo a las costumbres judías el niño fue circuncidado y presentado en el Templo de Jerusalén, al octavo día de su nacimiento. Poco después le rendirían pleitesía unos magos o sabios, tal vez reyes, que habían llegado desde oriente hasta el niño siguiendo una estrella refulgente, una luminaria que emitía un fulgor único, trayéndole como presentes oro, incienso y mirra. El oro por su realeza, el incienso por su carácter divino y la mirra por su condición de hombre mortal

Entonces reinaba en Judea un rey vil y deprevado: Herodes. Los Magos debían informarle acerca del lugar donde se encontraba el niño Jesús, antes de regresar a sus lugares de origen. Pero un conveniente aviso, y seguramente también su propia intuición personal, les hizo despreciar la orden del rey ーque temía perder su tronoー, volviendo a sus casas por otro camino, sin revelar al terrible monarca dónde descansaba el Cristo, el Ungido, el Hijo de Dios. Es decir, el verdadero rey de los judíos. De modo que sabiéndose burlado, Herodes montó en cólera y ordenó a sus soldados matar a todos los niños de Belén y su comarca de dos años para abajo.

Afortunadamente un ángel del Señor previno a José y le mandó huir a Egipto, donde José permanecería junto a María y el niño hasta la muerte de Herodes.

Antes de morir, el rey había dividido su reino entre sus cuatro hijos, habiéndole tocado a Arquelao las regiones de Judea, Samaría e Idumea. Por desgracia, Arquelao era tan cruel como su padre, y habría sido peligroso para la vida del niño regresar a Beleń, ciudad que entraba en su jurisdicción. Así pues, fue mucho más lógica la decisión de los protectores del niño de marchar, cuando fue posible, hasta Nazaret, estando Galilea regida por Herodes Antipas, de naturaleza indolente y apacible. Por ese motivo a Jesús se le llamaría más tarde Nazareno, como por otra parte habían dicho los profetas.

A los doce años, los hijos de Israel eran considerados mayores de edad a efectos de la ley; en consecuencia, asumían la obligación de guardar los preceptos y las fiesta religiosas. Para llevar a cabo dicha formalidad, Jesús y sus padres subieron a Jerusalén, la ciudad santa, donde se congregaban las multitudes en aquellos días de celebración. Finalizada la visita, y ya de camino a Nazaret, José y María descubrieron angustiados que Jesús no regresaba con ellos en la caravana, entre la hilera de gentes y animales que se desplazaban anualmente para la importante fiesta de la Pascua. Sorprendidos, lo hallarían poco después en el Templo de Jerusalén, sentado en medio de los sabios, oyéndolos y preguntándoles; ocupado, en definitiva, en las cosas de su Padre

De vuelta a Nazaret, Jesús siguió creciendo, en sabiduría, edad y gracia, delante de Dios y de los hombres, hasta que cumplió los treinta años. Entonces dio comienzo su misión, iniciando así su vida pública, que fue convenientemente proclamada por Juan el Bautista.

La aparición de Juan el Bautista fue un hecho famoso en los fastos del pueblo judío. Juan irrumpió como un portentoso profeta por toda la religión del Jordán y el desierto de Judea predicando la necesidad del bautismo para recibir la remisión de los pecados. El bautismo de Juan, oficiado mediante una inmersión completa en las aguas del Jordán, era un rito externo que significaba el cambio de vida y la limpieza de corazón a la que aspiraban los que acudían hasta Juan y confiaban en su palabra, pues el Reino de Dios, aseguraba, estaba muy cerca. Tan cerca que en aquellos días Jesús se presentó en el Jordán, cerca de Jericó, donde Juan bautizaba, y a pesar de su santidad de vida, y de las reticencias de Juan, se hizo bautizar por él. Y acto seguido, alzándose Jesús del agua, se abrieron los cielos, el Espíritu de Dios descendió sobre él en forma de paloma, hasta posarse en su hombro, y sonó una voz potente en las alturas que dijo: «¡Este es mi hijo amado!»

Naturalmente, las funciones que Juan ejercía, los discípulos que arrastraba, y los hechos maravillosos ocurridos en el Jordán tras el bautismo de Jesús, hicieron que las autoridades religiosas de Jerusalén intervinieran, requiriendo del Bautista el testimonio de sí mismo. «¿Quién eres tú?», le preguntarían. Y Juan les contestaría que él no era el Cristo. Él era la voz que clamaba en el desierto, pidiendo a los hombres que se prepararan interiormente para la venida del Señor, del Mesías, del Salvador, que ya estaba entre ellos, y que les bautizaría no sólo con agua, sino con el fuego del Espíritu.

Por su parte, inmediatamente después de su bautismo, Jesús, el Señor, se retiró al desierto, donde sería tentado por el diablo...


FIN DE LA PRIMERA PARTE


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