lunes, 30 de diciembre de 2024

Los demonios | Fiódor Dostoievski | Reseña y comentario crítico

[¡Atención! El texto siguiente, como es natural tratándose de un comentario literario, revela detalles importantes de la trama y el desenlace de la obra, lo cual puede reducir o anular el interés de quien aún no los conoce. El libro merece justamente el calificativo de clásico de la literatura universal, de manera que lo recomiendo vivamente a quien aprecie la obra de Dostoievski].

Uno de los rasgos más admirables de la personalidad de Dostoievski es su fina intuición profética. En el terreno de las ideologías, sus vaticinios adquieren su máxima lucidez y profundidad en la obra Los demonios. Por supuesto, en esta novela, como en sus otras obras maestras, se combinan escenas explosivas con personajes volcánicos, controversias enconadas con intrigas rocambolescas, produciendo una tragedia coral que pretende advertir, ante todo, acerca del falso ideal que representan las ideologías ateas y nihilistas que revolucionaron el mundo a partir del siglo XIX, y sobre sus funestos resultados.

Los demonios se editó en San Petersburgo como libro independiente en 1873, habiendo visto la luz previamente, por entregas, en la revista literaria el Mensajero ruso. Dividido en tres partes, este clásico de la literatura universal aborda el peligro de los grupos subversivos que, con ánimo de hacer caer el régimen zarista y perturbar el orden tradicional, esparcieron el pensamiento revolucionario fraguado en las oscuras logias de Europa.

El personaje con el que da inicio la novela, en una desconocida ciudad provinciana, es Stepán Trofímovich Verjovenski. Se trata de un académico maduro de cierta notoriedad al que protege Varvara Petrovna, una mujer de considerable fortuna que ejerce el papel de mecenas. El círculo en el que se mueven constituye un semillero de librepensamiento, cuyas ideas progresistas son promovidas en los ambientes intelectuales que frecuentan. Ciertamente Verjovenski representa el liberalismo descreído, ideología progenitora del socialismo. El socialismo, por otra parte, siendo por su propia naturaleza una forma de ateísmo, es el demonio que encarna su hijo Piotr, un personaje central en la tragedia. Debemos pensar por tanto que no es casual el parentesco entre personajes e ideologías. Respecto a Piotr Trofímovich Verjovenski, éste es un auténtico impostor, un intrigante político, una serpiente que organiza un grupo clandestino revolucionario, portador de una «nueva verdad», empeñado en sembrar el caos, provocar desórdenes e imponer un supuesto paraíso terrenal.

Ahora bien, para llevar a efecto su plan, Piotr necesita un cabecilla que al mismo tiempo sea carismático y se deje manejar. Y cree haberlo encontrado al conocer al hijo de Varvara Petrovna, Nikolái Vsévolodovich Stavroguin. Tampoco en este caso el parentesco es casual, ni el hecho de que su preceptor fuera el profesor Verjovenski. Sea como fuere, Stavroguin es un rico terrateniente de unos 25 años, misterioso y atractivo, bien vestido, elegante y educado, pero que posee un temperamento brutal, una conducta escandalosa y un corazón insensible. Es la personificación del nihilismo, tercer demonio de la tragedia. Asimismo, para el narrador, que como es propio en Dostoievski también forma parte de la acción, «la maldad de Nikolái Vsévolodovich superaba seguramente a la de esos dos juntos, pero era una maldad fría, tranquila y, por así decir, racional y, en consecuencia, la más repulsiva y atroz que pueda haber».

Por supuesto, entre los activistas, que forman un círculo más amplio compuesto por otros hombres como Liputin, Liamshin, Shigaliov, etc., existen serias desavenencias. Lo cual no puede extrañar a nadie, dado el rencor y la envidia que suele anidar en los pechos de quienes son capaces de albergar semejantes ideas. En realidad sólo desentona Iván Shatov, último en entrar en el círculo. Desmañado y tímido, observa el narrador que «su aspecto tosco parecía ocultar una enorme delicadeza de espíritu. Aunque a menudo reaccionaba con desmesura, él era el primero en sufrir por ese motivo». No en vano, es quien posee las únicas ideas eslavófilas del grupo, quien defiende los valores del cristianismo ortodoxo y quien sentencia abiertamente, con gran lucidez y aplastante lógica, que «quienes se alejan de su pueblo y rompen los lazos con él no tardan en alejarse, en la misma medida, de la fe de sus mayores, y acaban volviéndose ateos o indiferentes». Por eso el joven Shatov acaba representando un obstáculo para el cabecilla de los revolucionarios, el intrigante político Piotr Verjovenski, un granuja que justifica matar en nombre de su ideología.

Unas décadas después del terrible desenlace de la novela, en 1917, culminaba en Rusia la revolución comunista. Dostoiévski había advertido la revolución, y la había plasmado en una de sus grandes ficciones, pero a pequeña escala. Por desgracia, los planes de Piotr Trofímovich Verjovenski, y los demás demonios que lo acompañaban, se hicieron realidad a partir de la instauración del nuevo régimen socialista y ateo de la Unión Soviética. Conocer con antelación las disparatas ideas en las que se fundaron aquellos crímenes sigue poniendo los pelos de punta, sobre todo porque son plenamente actuales.

En este sentido, para Piotr, el espíritu maligno que anima el grupo revolucionario, se trata de sembrar una inmensa confusión y «todo se conmoverá en sus cimientos». ¿De qué modo? Mediante el invento de la igualdad. «De entrada, se rebaja el nivel de la educación, la ciencia y el talento. Un alto nivel de ciencia y de talento solo está al alcance de los más capaces, y ¡los más capaces no hacen falta!». Además, se deben suprimir los lazos familiares, el amor y el deseo de la propiedad. Para acabar con todo ello «recurriremos a la embriaguez, la difamación, la delación; recurriremos a una depravación nunca vista; sofocaremos cualquier genio en su infancia. Todo se reducirá a un común denominador: la absoluta igualdad». Así pues, para socavar el antiguo orden «son imprescindibles una o dos generaciones de libertinaje. Un libertinaje inaudito, abyecto, ese que convierte al hombre en un bicho repugnante, cobarde, cruel y egoísta. ¡Eso es lo que hace falta!». En definitiva, se necesita una autoridad implacable que imponga el pretendido paraíso terrenal: «los esclavos deben ser iguales: sin despotismo no ha habido nunca ni libertad ni igualdad, pero en el rebaño ha de haber igualdad». Para lo cual «se requiere una sacudida; de eso ya nos ocuparemos nosotros, los dirigentes. Los esclavos han de tener dirigentes. Obediencia completa, falta completa de identidad»... Es suficiente. ¿Acaso hay algún detalle de este plan que no nos suene?

No cabe duda de que Dostoievski vio más allá de las revoluciones inmediatas que padeció su país. Se le permitió ver el periclitar de este mundo, porque describió las consecuencias lógicas ulteriores de las ideas que condenó en Los demonios, y porque nos describió a nosotros mismos, hombres del siglo XXI, prácticamente inmersos en el corto reinado de la bestia del Apocalipsis. Pese a todo, el gran novelista ruso volvió a abrir esta novela con un pasaje evangélico. Aquel en el que Jesús echó a unos demonios a una piara de cerdos. Ese será el fin del liberalismo y el socialismo, y de todos los demás espíritus inmundos; cuando el Señor vuelva definitivamente y, para siempre, arrebate su poder al príncipe de este mundo. Esa era la gran esperanza de este escritor afligido y genial, y profundamente religioso.

En fin, frente a Stavroguin, que no se deja redimir, Dostoievski nos propone como ejemplo a seguir el del profesor Verjovenski, que acaba renegando de sus anteriores ideas y proclama que Dios le es necesario «porque es el único ser a quien se puede amar eternamente...», siendo para él «el amor la corona de la existencia». En consecuencia, habiendo llamado a un sacerdote, se confiesa y comulga de buen grado. Pero su agitación es muy grande, dada su abrupta conversión. Se humilla ante Dios, reconociendo la «Gran Idea». Y tres días después muere. Sus últimas palabras son una alabanza emocionante. Observa que «cada minuto, cada instante de vida tendrían que ser una bendición para el hombre». Y concluye: «Toda la ley de la existencia humana se reduce a que el hombre siempre ha sido capaz de inclinarse ante lo infinitamente grande». Y sin embargo la lección más importante y equilibrada de toda la obra es proferida por el sacerdote, que muestra el remedio de todos los males a través de una máxima inspirada y sumamente conveniente: «En estos tiempos pecadores [...] la fe en el Altísimo es el único refugio del género humano en todos los pesares y tribulaciones de la vida, así como en la esperanza en la eterna beatitud prometida al justo».

No hay comentarios:

Publicar un comentario