jueves, 5 de noviembre de 2020

Sigüenza


Se ha convertido en lugar común describir los lugares que visitamos y tienen cierto aire medieval diciendo de ellos que parece como si por estos no hubiera pasado el tiempo, y, sobre todo, como si al pasear por sus calles nos hubiésemos trasladado a la Edad Media. En España, sin duda, hay lugares con mucho encanto, y en particular con ese sello medieval tan agradable. Pero nadie debería pronunciarse tan a la ligera si no ha estado en Sigüenza, villa célebre donde se gradúa el cura amigo de Alonso Quijano, y con quien discute acerca de quién es el más grande caballero andante de los libros de caballerías.

Desde Madrid no queda lejos Sigüenza. Tomando la Autovía del Nordeste y pasando Guadalajara, hay que desviarse y recorrer unos veinte kilómetros hasta Sigüenza por carretera de doble sentido, a lo largo de la cual el paisaje alcarreño presenta ─entre campos confiados a la siembra, castizos pinares, y abundantes sabinas y carrascas. También es fácil sorprender a los corzos comiendo las innumerables semillas que quedan en los labrantíos tras las cosechas. Desde luego, la vista que proporciona el conjunto de sierra y campiña recrea los sentidos e impresiona el alma.

Al girar la última curva, asoma en el horizonte la magnífica población, abarcada por los campos de labor y las hoces que son el alma de Castilla. Inmediatamente sobresalen la catedral y el castillo, sitos una y otro en cada uno de los extremos del caserío. En mi opinión, conviene iniciar la visita por la atalaya donde se encuentra encumbrada la fortaleza, durante siglos residencia de los obispos de Sigüenza y hoy Parador Nacional de Turismo.

En mi última visita a la población seguntina, en pleno otoño, hice como digo. Luego descendí andando hasta el arco del Portal Mayor y a través de él comencé a explorar la zona monumental de Sigüenza, su área más histórica y bella. Dejando a un lado el barrio antiguo de la sinagoga, mi ánimo empezó a sentirse dichoso y vibrante. Caminé hasta la Puerta de Hierro y de ahí hasta la iglesia de San Vicente, de una pureza conmovedora. La vista que obtienen los fieles que salen al exterior desde el templo por su pórtico románico es una calleja deliciosa que en forma de cuesta desciende hasta la parte baja del pueblo. 

Un poco más allá, al continuar adelante, pero no por la calle de San Vicente, enseguida surge, de una plazoleta tranquila y hermosa, la famosa Casa del Doncel, de una de cuyas esquinas o cantones nace la Calle de Arcedianos. Pues bien, por esta calle de casonas a medio hundir se ve al fondo una de las torres de la catedral, fábrica primorosa que, al llegar a la Plaza del Obispo Bernardo, maravilla y sobrecoge.

El interior de la catedral es impresionante. Sencilla y espectacular, elevada y firme. Por si fuera poco, la catedral alberga entre sus muros una de las efigies funerarias más bellas que existen, en su estilo gótico y en cualquier otro, suponiendo un símbolo del más acendrado espíritu de Castilla. Me refiero al enterramiento del llamado Doncel de Sigüenza, el Comendador Martín Vázquez de Arce, obra gloriosa e irrepetible.

Después de honrar a la estatua ejerciendo de contemplativo, salí de nuevo al frío ambiente alcarreño, y tras deambular por la Plaza Mayor y sus soportales desde donde se disfruta de una vista espléndida de la catedral, atravesé la Puerta del Toril para tener una panorámica del templo y parte del caserío. Aquella visión elevada fue una delicia; pues desde los alrededores, la gran nave da la impresión de ser un edificio intemporal e inamovible, es decir, de poseer cimientos seguros, pero que a su vez está fuera del tiempo y lo trasciende.

Por supuesto, alargué mi paseo todo lo que pude, declinando oír la misa que en la Capilla de San Pedro iba a celebrarse entrada ya la noche. Entretanto, compré una barra de pan artesano en una tiendecita local hecho en la población cercana de Alcolea del Pinar, y descubrí, frente a la fachada principal de la catedral-basílica de Santa María, una deliciosa librería llamada Rayuela, como el clásico de Cortazar. 

Y, claro está, no pude resistirme.

Dentro, su agradable dependienta me mostró los estudios y obras publicados sobre Sigüenza. Y sin prisa, dediqué varios minutos a hojear la bibliografía expuesta. De repente aquel ambiente me cautivó. Me percaté enseguida de la sensación de dicha que me embargaba, al notar el abrazo de la voz sensual y elegante de Julie London, leyenda del blues y el jazz, que sonaba a través del altavoz del ordenador de la tienda. Al fin compré La nave de los locos, de Pío Baroja, que describe entre sus páginas la villa de Sigüenza, de pasada. Y me marché de aquel escenario de película ebrio de bienestar.

Finalmente, regresé al coche y puse rumbo a la capital madrileña, dando gracias a Dios por haberme permitido disfrutar de una escapada tan linda y gratificante. Por haber podido pasear por esa joya medieval, renacentista y barroca, a la que tengo intención de volver para saborearla mejor y más. Si acaso fuera posible. Y si aquellas horas que ahora rememoro poniendo por escrito no han sido un sueño sublime, en el que sin duda pude sentir la paz y oler el incienso de un mundo nuevo, regenerado, benévolo, tranquilo y veraz.


1 comentario:

  1. No conozco Sigüenza pero me ha sorprendido gratamente lo que relatas de ella y las fotos que has hecho. La catedral y las callejuelas son preciosas, tanto mundo que recorren algunos y no reparamos en lo que tenemos a nivel regional. Gracias por compartir con nosotros tu viaje!!

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