jueves, 26 de noviembre de 2020

El explorador Reiner Geist (primera parte)


Los tres aldabonazos retumbaron como las pisadas de un rinoceronte iniciando una embestida. Segundos después, volvieron a vibrar las paredes de la casa, debido a otra ristra inmisericorde de manotazos. Al otro lado de la puerta se oía refunfuñar a un hombre, peleado con los objetos que poblaban su valija: no encontraba las llaves de la puerta.

Con miedo al principio pero con regocijo al final, los habitantes de la casa se acercaron hasta la entrada principal. El primero de ellos fue Teo.

—¡Es el abuelo! ¡Ya está aquí el abuelo Reiner! —exclamó el niño, al saber que su admirado abuelo regresaba por fin después de un largo viaje. Y abrió él, entusiasmado, antes de esperar a que su madre o su abuela se adelantaran. En esas circunstancias no le reñirían.

Por más que había visto a su abuelo, al niño le seguía impresionando vivamente aquel hombre. Sin duda seguía siendo corpulento a pesar de la edad, que su nieto creía legendaria. Parecía medir casi dos metros de alto. De tez albina y cabello rojizo, el niño nunca lo había conocido sin lucir su espesa y sublime barba bermeja o sin llevar elegantes trajes hechos a medida, complementados en todo momento con pañuelos estampados de colores llamativos y corbatas o pajaritas originales. Y raras veces lo había visto, además, sin sus distinguidos sombreros, de los cuales poseía docenas, de todos los modelos imaginables y comprados en los más exóticos países. Con todo, lo que más le impresionaba con diferencia del abuelo Reiner era su potente voz, recia como la de un barítono, que amplificaba su eco poderoso cuando hablaba con pasión inusitada de todo lo que le atraía o interesaba. Y sin embargo aquel hombre era afable y noble, de trato dulce y exquisito, como los dátiles que a menudo les traía de Argelia. De hecho, una pincelada en su rostro revelaba sin lugar a dudas ese talante suave y cordial: unas mejillas sonrosadas que aparentaban polvos encarnados a modo de colorete.

En un primer instante, el abuelo de Teo no percibió que le acababan de abrir la puerta de par en par: seguía revolviendo la bolsa en busca de las llaves, como un explorador chiflado escarbando en las entrañas de un templo perdido.

Pero dio con ellas en un abrir y cerrar de ojos; y rápidamente hizo ademán de entrar, sin reparar siquiera en que su pequeño nieto estaba a sus pies, oculto a su vista por el ala ancha de su chambergo castaño; por lo que el niño abrió los ojos espantado, en un acto reflejo, creyendo que moriría allí mismo abatido por la acometida de aquel rinoceronte. Si Teo pudo retroceder finalmente antes de que su abuelo lo pisoteara, fue por la adrenalina que se le había disparado en la sangre a consecuencia de esa situación de alto riesgo. Sin embargo, no le duró la alegría, viéndose al punto entre la espada y la pared: había chocado sin remedio con su abuela Carmen, que estaba tras él, justo en el quicio de la puerta.

—Cariño, ya no estás en Egipto. ¿Qué haces con ese disfraz? —observó la abuela desde el umbral, con lágrimas de felicidad en los ojos.

—Querida, andas inquieta y pendiente de cosas insignificantes. ¿Es que no me abrazas?

Respondió el hombre, que por fin se había percatado de que lo estaban esperando con los brazos abiertos. Abrazó entonces a su mujer, quedando Teo en medio, aprisionado entre los cuerpos de sus abuelos. Fue precisamente por el contacto, como su abuelo reparó en él.

—¡Pero se puede saber qué haces ahí! —tronó el hombre—. ¡Por qué no me has dicho que estabas ahí abajo!

—¡Abuelo! —gritó a su vez el chiquillo, con una alegría que no le cabía en los pulmones. Y se abalanzó sobre él—. ¿Me has traído un regalo?

—Por supuesto que sí.

—¿Y qué es? ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!

—Y te lo enseñaré en cuanto entremos.

Detrás de Carmen estaba la madre de Teo, con Timoteo en los brazos, el pequeño de la familia, de cuatro meses y medio.

—Hija mía, y mi nieto —dijo el hombre, con evidente emoción—. Os he echado mucho de menos.

—Papá, aunque no hubieras encontrado nada, seguirías siendo el mejor abuelo del mundo. Nosotros también te hemos echado mucho de menos.

Así habló la madre de Timoteo y de Teo. Luego Carmen reunió a sus polluelos y los hizo entrar en la casa, recordando a Howard que debía permanecer fuera; no quedándole otra al perro, que permaneció en el jardín pese a todo loco de contento, meneando la cola.

Una vez dentro Carmen empezó su liturgia particular, dando órdenes.

—Te vas a meter ahora mismo en la bañera, querido, y después te vas a poner el mejor traje que tengas.

—Me he duchado, amor mío, esta misma mañana en el hotel, antes de tomar el vuelo.

—Y no lo discuto, pero aquellas aguas no son éstas y esa camisa de lino que llevas ha perdido su gracia. Si no fueras tú, pensaría que la has arrugado a propósito.

—Abuelo, ¿me enseñas lo que has traído?

—Papá, ¿quieres tomar a Timoteo?

—Claro, dame a mi bollito —lo llamaban así porque la criatura parecía un rollo de manteca; estaba hermosísimo, y pesaba como una maza.

—Reiner, esta tarde te reúnes con el Presidente del Gobierno, no lo olvides —mencionó su mujer—. Y esta noche sales en la televisión nacional. Todo el mundo está exultante con tu descubrimiento.

—Abuelo, ¿me enseñas lo que has traído?

—Sí, en seguida.

—Papá, ¿cómo fue el momento del hallazgo? ¿Qué sentiste?

—Abuelo, porfi. ¿Me das mi regalo? ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!

—Cariño, el abuelo te lo dará en seguida. Ten paciencia. Primero tiene que deshacer la maleta y ponerse cómodo. Hoy tiene muchos compromisos, pero ya te ha dicho que te ha traído algo y que te lo va a dar.

—Ah, Reiner, comeremos en Zalacaín —añadió Carmen desde el dormitorio principal, mientras le preparaba la muda y disponía el baño—. Así que no te entretengas.

—¿Qué pensaste en ese momento, papá? —insistió la hija al explorador—. ¿Qué se te pasó por la cabeza?

—Pues me vinieron a la memoria muchos momentos difíciles —respondió finalmente el hombre, que no sabía muy bien a quién hacer caso primero—; momentos de enorme sacrificio, que al final valieron la pena. Aunque llegamos a correr cierto peligro, no creas, y la misión pendió de un simple hilo en momentos concretos. Es más: mi equipo y yo casi no lo contamos cierto día. ¡Cuántas cosas he vivido en estas últimas semanas dignas de una gran novela!

Reiner era consciente de que Teo lo escuchaba con atención, y de que otorgaba a sus palabras un valor cuasi sagrado.

—Una noche entraron en nuestras habitaciones varios caimanes —prosiguió, mirando de reojo a su nieto, que lo observaba boquiabierto—, y casi nos meriendan. ¡Vaya susto nos dieron!

—Venga, papá, no asustes a Teo. No creo que quiera seguir tus pasos, como estás empeñado en conseguir, por cierto, si le cuentas anécdotas tan horrorosas.

—No es mi intención asustar a nadie, hija mía, y creo que Teo es un chico valiente —dijo, mientras le guiñaba el ojo a su nieto.

—Lo que has logrado es único —sentenció la mujer—. Estoy inmensamente orgullosa de ti, papá. Y me alegro de que hayas vuelto vivo y de una sola pieza.

—Gracias, hija mía. Sin embargo, me temo que parar valorar en su justa medida la importancia del descubrimiento se requiere perspectiva. Y no ha pasado tiempo todavía. Además, desconozco la repercusión que tendrá la noticia en la comunidad científica internacional.

—Papá, la noticia está dando la vuelta al mundo. Es impresionante lo que has sacado a la luz. Parece que vivas en una burbuja.

—La categoría de la tumba que hemos encontrado es sin duda incomparable. Y por eso estoy muy contento. Pero hay colegas que juegan sucio: el trabajo no ha acabado aún…

—Papá, a ti nunca te ha importando esa gente.

—Y siguen sin importarme esos bandidos. Además, hacen que mi actividad sea mucho más divertida.

—Lo sé. Y sé muy bien a qué te refieres. Lo he vivido en mis propias carnes desde que era niña. Soy tu hija, ¿recuerdas? Y sé que perteneces a un gremio envidiado, que eres el hombre más brillante de la tierra y que has descubierto la tumba de…

—Un momento —cortó súbitamente el hombre, que había caído en la cuenta de una omisión sorprendente—. ¿Dónde está Leila?

—Ah, ¿Leila? Leila está es su habitación. Esta mañana tenía unas décimas de fiebre y no ha ido al colegio. Se ha perdido una excursión y no hay quien la consuele.

—Yo fui la semana anterior —intervino Teo, orgulloso de su hazaña—. Fue una pasada.

—No irrites a tu hermana, Teo —lo amonestó inmediatamente su madre.

—Pero si a Leila no le gustan los dinosaurios.

—Ya sabes que Leila tiene que hacer todo lo que hacen los demás, y además no puede evitar llevarnos a todos la contraria. No quiero que vuelvas a chinchar a tu hermana o tendremos tu padre y yo contigo una conversación pendiente. Ya te lo he advertido antes: Si quieres volver a irte con el abuelo de viaje, no debes enfadar a tu hermana.

—De acuerdo, mamá. No lo volveré a hacer. Te lo prometo. Pero es que no sé qué mosca le ha picado a Leila con los dinosaurios…

Mientras madre e hijo discutían de sus cosas, el recién llegado se precipitaba hacia la habitación donde se encontraba la que según él era la niña de sus ojos. Llegó a la puerta y llamó con suavidad, abriéndola, acto seguido, lo suficiente como para introducir su cabeza y anunciar su llegada:

—¿Cómo está mi princesa?

La niña, de momento, no parecía dispuesta a recibir galanterías. Enrocada sobre la cama, escondía su cabeza tras las piernas, flexionadas contra su pecho. Ni siquiera la imagen de ese hombre, tan querido para ella, le había hecho levantar la mirada. Pero Reiner sabía que ésa era otra de sus rabietas. En breve le haría sacar su nevada sonrisa de arcángel, pues nieta y abuelo se adoraban mutuamente.

Leila era una criatura especial de cuatro años y medio, de una inteligencia mayúscula, de una vitalidad fuera de serie y de una belleza única y excepcional. Su abuelo estaba loco con ella. Sus nietos, de hecho, eran su debilidad. Entre los rasgos de Leila destacaban especialmente sus enormes, hundidos y hermosos ojos negros, y su melena de rizos, que cuando llevaba recogida en una coleta, permitía la contemplación total de un rostro que podría servir perfectamente de modelo a cualquier artista para representar en medallones, lienzos o esculturas la imagen de la Madonna. El único inconveniente es que no le duraba mucho el cabello recogido: en cuanto corría, y lo hacía siempre, uno o dos tirabuzones rebeldes escapaban de la férrea disciplina a la que les sometía una simple cinta violácea, rosa o blanca, y se precipitaban en serpentina sobre su frente.

La pequeña, cuando el hombre se sentó a su lado, seguía sollozando.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Le cuentas al abuelo Reiner por qué lloras?

Ningún adulto podría explicar como aquellas palabras, siendo totalmente comunes, rompieron el hechizo que mantenía a Leila hermética y contrariada.

Entonces la niña mostró como un resorte sus ojos, encharcados todavía por los lloros, y entre sollozos, explicó al gentilhombre que venía a su rescate, la causa de su sufrido berrinche.

—Yo quería ir a ver Saurios —arrancó por fin la pequeña—… y… y… y Teo ha ido, y yo… y… y yo quería ir…

Entonces la niña estrechó a su abuelo y redobló su llanto, al acordarse de los motivos que lo habían provocado. Lloraba como lloran los seres inocentes, desde el fondo del corazón y con toda la tristeza que son capaces de expresar las caras de los serafines. A su abuelo le afectaban igualmente las lágrimas de la niña, aun vislumbrando ya el feliz desenlace, y sabiendo como sabía que estaba a punto de surgir la sonrisa nevada de Leila, con sus inmensos ojos tostados regados de lágrimas, que envidiarían las más envidiadas huríes. Y es que al afamado explorador jamás le parecían triviales las lágrimas de un niño, fuera cual fuera el motivo que las produjera.

—Mis amigos del colegio han ido —prolongó sus explicaciones la niña, mientras abrazaba a su abuelo con más ímpetu— y yo me he quedado aquí porque estoy enferma.

—Tú no te pones enferma nunca, cariño; ¿cómo ha sido eso? Pero antes de nada, dime una cosa: ¿qué es eso de Saurios?

Nada más preguntar, apareció en el cuarto la abuela. Quería averiguar por qué su marido se demoraba tanto.

—Reiner, ¡pero qué haces! Nos esperan.

—Déjanos un segundo, Carmen —replicó con tranquilidad el recién llegado—. Leila me está contando un secreto.

Por eso Carmen salió meneando la cabeza, pero sonriendo para sus adentros.

—Vamos, reina, cuéntale ahora al abuelo adónde han ido hoy tus compañeros.

—A ver a los dinosaurios —confesó la niña.

—¡Ibais a ver dinosaurios! Ahora entiendo tu disgusto.

Y, claro esta, la niña, al detectar que su abuelo daba importancia a algo que no había podido realizar, lloró de nuevo con verdadera lástima, derramando lágrimas inmensas que no acababan nunca de brotar.

—Oye, oye, oye —empezó a consolarla Reiner, ligeramente conmovido—, no sabía que habían traído dinosaurios a Madrid. ¿Pero sabes qué? A mí también me gustaría verlos.

—¿De verdad?

—Claro que sí. Y se me ocurre una idea.

—¿Qué idea es ésa, abuelo?

Leila dejaba ver por primera vez sus dientes albos, y por vez primera sonreía con sus ojos maravillados, mudando en sus facciones el pesar por la esperanza. Su abuelo descubrió que ese perfil era más bello que el más primoroso de los retratos de Nefertiti, o que las máscaras doradas de Agamenón descubiertas por Schliemann. Y como el abuelo Reiner tardaba más de lo debido en contestar, embobado con su nieta, Leila volvió a la carga:

—Abuelo, la idea. ¿Se te ha olvidado lo que ibas a decirme? 

—Ah, claro que no —reaccionó éste—. En realidad quería proponerte una cita para esta tarde. ¿Quieres que tú y yo vayamos luego a conocer a esos dinosaurios?

—¡Sííí! —gritó la niña, ilusionada—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que me llevarías!

—Pues iremos. Y espero que para esta tarde estés ya buena. Ahora el abuelo se va a vestir como Dios manda. Después irá a comer al restaurante con la abuela y, cuando vuelva, haremos juntos esa excursión tan interesante. ¿Vale?

—Te quiero abuelo Reiner.

—Y yo a ti, mi vida.

Cuando había entrado en la habitación, la niña pasaba por basilisco; al marcharse de allí, la fiera había trocado en ángel, como algunos fatigados peones que, bien conducidos, se vuelven preciosas reinas.

Por la cuenta que le traía, Reiner salió del baño en un santiamén, reluciente y con sus mejores galas. Ya no parecía el viejo Indiana Jones magullado y quemado por el sol que había llamado a la puerta hora y media antes: Vestía traje gris perla, y panamá de idéntico color, con pajarita de tono rosáceo sobre camisa añil.

A continuación, después de llamar al chófer, repartió a sus niños los regalos que había traído consigo. De momento el más pequeño sólo pedía biberones. A Leila le dio una cruz comprada en el barrio copto de El Cairo, que colgó en su cuello con dificultad, porque ya estaba danzando por la casa y se agitaba como un torbellino. Por último, Teo recibió ansioso su regalo; y al abrirlo, pues iba envuelto en un papel brillante, quedó impresionado.

—Gracias por el puzle, abuelo —dijo el chico, emocionado—; me encanta.

—Es un puzle de los antiguos pueblos del Mediterráneo —especificó su abuelo—. Pero le falta una pieza que yo he sacado. Cuando lo completes y descubras qué ciudad falta, te llevaré a ese sitio.

Al muchacho se le humedecieron los ojos al oír eso, y agachó la cabeza sin decir palabra.

—Papá, no puedes llevarte a Teo todos los meses a Dios sabe dónde; tiene colegio.

—No seas tan estricta, hija. El niño aprende más en esos viajes que con sus maestros. Y eso que los suyos son buenos; sobre todo el de Religión, que es el mejor profesor del mundo y ya tengo ganas de que crezcan para que también les enseñe a ellos en secundaria y bachillerato. Por cierto, esta tarde nos vamos Leila y yo de excursión a ver a los dinosaurios.

—Sí, sí, vamos a ir, vamos a ir —confirmó la niña, que parecía distraída pero en realidad estaba al tanto de todo.

—Y yo, ¿puedo ir con vosotros, abuelo? —preguntó Teo, con evidente ansiedad.

—¡Tú ya fuiste! —intervino su hermana, furiosa.

—No pasa nada, cariño. Nos puede acompañar —concilió el abuelo—. Ten en cuenta que nosotros no sabemos dónde están ocultos los dinosaurios y él sí.

Los dos se dieron por satisfechos con esa respuesta.

La que no recibió con semejante entusiasmo el anuncio fue Carmen. Las ocurrencias de su marido siempre le resultaban peregrinas, sacándola de quicio casi todas ellas, pero lo amaba tremendamente, y reconocía que siempre se las arreglaba para complacer a todas las partes sin dejar de hacer en todo momento lo que le dictaba su conciencia.

Tampoco su hija parecía muy convencida de la decisión de su padre.

—Papá, acabas de descubrir la tumba de Alejandro Magno, ¿y te vas con los niños a ver una exposición que estará montada durante todo el verano y parte del otoño? No lo entiendo. ¿No vas a dar explicaciones?

—Ya las he dado en Alejandría, hija. En el vuelo de regreso, de hecho, he ultimado las publicaciones que aparecerán en edición especial en National Geographic, American Journal of Archaeology y Madrider Mitteilungen la semana que viene. Por lo demás, mañana me reuniré con el editor para ponernos de acuerdo en la presentación del próximo libro, donde hago públicos los detalles del hallazgo del siglo. Me parece que aún no lo habéis asumido tu madre y tú, pero ya soy mayorcito.

—¿Y el Presidente? —agregó Carmen, echando más leña al fuego, sin darse por vencida—. Ha hecho un hueco en su agenda para recibirte. Y ya sabes que…

—Carmen, querida —la interrumpió su marido con toda jovialidad—, salvo que Jesucristo haya regresado a la tierra, y no tenga otra cosa mejor que hacer que convocarme para ver cómo pasa revista a los hombres desalmados que nos cercan, me iré con mis nietos de excursión esta tarde. Las urgencias de los políticos no me conciernen. Y desde hace mucho, como sabes, yo decido cuándo y con quién me hago la foto. Creo que me he ganado a pulso ese derecho, ¿no te parece?

—Tal vez, querido, pero tu descubrimiento… Lo que has logrado esta vez es algo grandioso. ¿Qué le digo ahora a la prensa?

—La verdad, Carmen. Diles que han llegado dinosaurios a Madrid, y que voy con mis nietos a verlos.

—¿Han llegado dinosaurios? ¿Cómo van a venir dinosaurios, Reiner, si hace millones de años que se extinguieron?  Habrán traído monigotes de feria.

—Sí, abuela, yo los vi —terció Teo.

—Y yo —replicó Leila inmediatamente, con tal seguridad que hubiera convencido a cualquier desconocido.

—Carmen, vamos a comer y no discutamos más. El chófer nos estará esperando. Y se me está haciendo la boca agua pensando en la comida española. 

Y sólo con la ternura y franqueza de Reiner, y su sencillez inconsciente, las aguas, que bajaban bravas, volvieron a su cauce.

Así pues, antes de salir por la misma puerta que no mucho antes había aporreado como un gorila encrespado creyendo sus llaves perdidas, Reiner recordó a sus nietos que debían estar preparados, mochila a la espalda y gorra en la testa, para ir a la exposición en cuanto regresara.

Cuando finalmente se hubieron marchado Reiner y Carmen, a Teo pudo verlo su madre, alucinada, construyendo con vehemencia el rompecabezas que le había regalado el célebre descubridor de la tumba del gran Alejandro, que no era otro que su admirado abuelo. A pesar de que el chico ya había ido a la exposición temática sobre los dinosaurios que se celebraba a las afueras de Madrid, y que estaba resultando todo un acontecimiento en la capital, Teo era consciente de que ir con el abuelo Reiner a cualquier sitio implicaba descubrir maravillas extraordinarias que superaban siempre su capacidad de asombro. 

Con todo y con eso, en ese momento Teo no sospechaba lo más mínimo que estaba a punto de vivir la mayor de las aventuras que había vivido nunca un chico de su edad, así como la más excitante y peligrosa.


FIN DE LA PRIMERA PARTE

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