sábado, 20 de agosto de 2022

La colmena de Camilo José Cela | Reseña y comentario crítico

Camilo José Cela ha sido estimado como uno de los mejores escritores en lengua española. Alcanzó el máximo reconocimiento internacional con el premio Nobel de literatura en 1989, y su obra La colmena es para muchos entendidos la mejor novela española del siglo XX. Se le atribuyen méritos innegables, como la creación de ambientes (bancos, cafés, casas de citas, tiendas, etc.) y de una compleja estructura donde pululan unos trescientos personajes, así como el uso, o dominio más bien, del lenguaje. Sin embargo, a mí La colmena me parece una novela insustancial, aburrida, exagerada y de mal gusto.

Publicada en Buenos Aires en 1951, La colmena presenta, en pequeños fragmentos, la vida de un extenso número de personajes en el Madrid de los primeros años de la década de los cuarenta, es decir, inmediatamente después del fin de la guerra civil española, para otros «cruzada» o «guerra de liberación». Y lo hace siguiendo sus pasos, hasta en inodoros y aposentos domésticos, durante apenas dos o tres días de invierno, en seis capítulos, más uno final a modo de epílogo. En resumen, la novela pretende reflejar el supuesto clima amargo y asfixiante de aquella sociedad y de aquel tiempo, a modo de testimonio y denuncia de sus males. Pero en realidad Cela, que dijo que su novela era «un grito en el desierto» y que se lamenta en ella de que «nadie piensa en el de al lado», deploraba en buena lógica a la misma sociedad que él mismo había caricaturizado, y de la que se burla con un humor macarra, grosero, de mal gusto. Mal gusto que pone de manifiesto en los diálogos, forma lingüística predominante en La colmena, pero sobre todo en las escasas descripciones y en la narración propiamente dicha, como mostraré más abajo con algunos ejemplos o botones de muestra.

Nada más hay que pensar en el título, para entender que el Madrid de la posguerra es visto por Cela como una colmena, esto es, un lugar donde vive maquinalmente, o vegeta, una muchedumbre apelmazada, vulgarizada y trivial. En efecto, la mucha o poca miga del texto la aporta un numeroso conglomerado de personajes anodinos y grises, carentes de atractivo o singularidad.

En cuanto a las singularidades, destacan doña Rosa, dueña de un café y de muy mal carácter, que trata a empleados y clientes a patadas y sin embargo «va todos los días a misa de siete»; la señorita Elvira, una mujer infeliz que pasa ratos perdidos en el café de doña Rosa; Julita, a cuyo extraño novio tuberculoso no le importa que la chica se acueste con otros para ganar un dinero con el que comprarle medicinas; y Martín, un «hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada». Tiene ciertos estudios y traduce algo el francés, y va a visitar los restos de su madre en el aniversario de su fallecimiento sólo cuando se acuerda. Martín está desencantado, y piensa que «todo el mundo va a lo suyo». A pesar de todo, es suya la frase más relevante de la novela, siendo las descripciones del cementerio las más entrañables de Cela, pues ante la tumba de la madre, Martín reza: «Madre mía que estás en la tumba, yo te llevo dentro de mi corazón y pido a Dios que te tenga en la Gloria eterna como te mereces. Amén».

Al respecto de la historia en sí y de lo anterior, Cela afirmó que esta novela «no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable, y dolorosa realidad»; (...) «un trozo de vida narrada paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre». Pero ni en el Madrid de los años cuarenta eran todos paletos y grises ni la vida carece de escenas candorosas, memorables y de perfecta dignidad, como cualquiera sabe por experiencia y como he puesto de manifiesto en recuerdos publicados como el de Un beso en la frente y En los brazos de Ester. En definitiva, Cela se fija exclusivamente en momentos caseros insustanciales, describiendo alcobas y relaciones íntimas, a través de burdas y lacónicas descripciones.

Así pues, el talento del autor no justifica la grandeza de una obra, y del mismo modo que Dalí y Picaso hicieron cuadros grotescos siendo grandes maestros, Cela en La colmena divorcia a su historia del bien, la verdad y la belleza, resultando irreverente, extremada y sardónica. Por no hablar de la obsesión libidinosa del grandullón de Iria Flavia reflejada en sus obras; una obsesión, desde luego, ajena a toda consideración estética, por no decir moral.


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Algunas perlas sueltas:

«Doña Matilde pone los ojos en blanco. Es gorda, sucia y pretenciosa. Huele mal y tiene una barriga tremenda, toda llena de agua».

«Doña Asunción tiene un condescendiente aire de oveja».

«Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo».

Para dar la impresión de desesperanza, Cela describe a unos niños «jugando al tren sin fe, sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber». Y la historia, más adelante, sigue: «Los niños que juegan al tren han parado de repente. Un señor les está diciendo que hay que tener más educación y más compostura y ellos, sin saber qué hacer con las manos, lo miran con curiosidad. Uno, el mayor, que se llama Bernabé, están pensando en un vecino suyo, de su edad poco más o menos, que se llama Chús. El otro, el pequeño, que se llama Paquito, está pensando en que al señor le huele mal la boca.
Le huele como a goma podrida.
A Bernabé le da la risa al pensar en aquello tan gracioso que le pasó a Chús con su tía.
Chús, eres un cochino, que no te cambias el calzoncillo hasta que tiene palomino, ¿no te da vergüenza?
Bernabé contiene la risa; el señor se hubiera puesto furioso.
No, tía, no me da vergüenza; papá también deja palomino.
¡Era para morirse de risa!
Paquito estuvo cavilando un rato.
No, a ese señor no le huele la boca a goma podrida. Le huele a lombarda y a pies. Si yo fuese ese señor me pondría una vela derretida en la nariz. Entonces hablaría como la prima Emilita gua, gua, que la tienen que operar de la garganta. Mamá dice que cuando la operen de la garganta se le quitará esa cara de boba que tiene y ya no dormirá con la boca abierta. A lo mejor, cuando la operen se muere. Entonces la meterán en una caja blanca, porque aún no tiene tetas ni lleva tacón».

«Filo sonríe. En uno de los dientes de delante tiene una caries honda, negruzca, redondita».

«Escolástica, la vieja y sucia criada a la que todos llaman Tica, para acabar antes, fue a abrir la puerta».

«En el Café, doña Rosa sigue explicándole a la señorita Elvira que tiene el vientre suelto, que se pasó la noche yendo y viniendo del water a la alcoba y de la alcoba al water».

Finalmente, mostrando verdadero desdén hacia sus criaturas, o evidenciando la común vulgaridad de las masas, el narrador, cerrando así el capítulo sexto, observa lo siguiente: «La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.

La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena.
¡Que Dios nos coja confesados!»


2 comentarios:

  1. Es un hecho que Cela presenta al Madrid de la posguerra como un lugar opresivo, por la vigilancia de la policía, las dificultades económicas y la mediocridad moral e intelectual de los residentes. Y señala el contraste con la vida natural fuera de la colmena:
    "Martín nota que la vida, saliendo a las afueras a respirar aire puro, tiene unos matices más tiernos, más delicados que viviendo constantemente en la ciudad ".

    Naturalmente, donde hay trajín y crispación, es difícil encontrar paz. Pero esto era así entonces y ahora.

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  2. Otra observación interesante que ofrece Cela, y ésta sí responde a una una realidad histórica, pues ya hemos dicho que Cela exagera y ridiculiza la sociedad madrileña de principios de los cuarenta, es la que presenta un contraste entre la vida estrecha de la capital y la vida más holgada del agro. Lo cual es lógico dadas las secuelas de la guerra allí donde ésta se concentró.

    "A la mujer le salieron mal sus cálculos, creyó que en Madrid se acaban los perros con longanizas, se casó con un madrileño y ahora que ya las cosas no tienen arreglo, se dio cuenta de que se había equivocado. En su pueblo, en Navarredondilla provincia de Ávila, era una señorita y comía hasta hartarse; en Madrid era una desdichada que se iba a la cama sin cenar la mayor parte de los días.

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