domingo, 4 de agosto de 2019

Nostalgia del Paraíso Terrenal

Hace muchos años ya que Pascual es un hombre hecho a sí mismo. Es un hombre algo romo, como es natural dado el medio en el que habita, pero no hallará nadie en él sombra de fatuidad en sus ijares. Una resolución insólita tomada décadas atrás cambió radicalmente su destino. Un buen día Pascual decidió abandonar su trabajo de toda una vida para regresar al campo, a su querido pueblo de apenas unos centenares de almas. Trabajaba a la sazón en una fábrica de calzado, donde el buen hombre se marchitaba como el fruto que jamás es cosechado del árbol. Y allí se hubiera quemado si no hubiera resuelto cambiar la uralita de su nave industrial por la bóveda estrellada, la anodina estampa fabril por la bucólica campiña de su pueblo insignificante.

Según confesión propia, Pascual siempre había querido ser pastor, siguiendo así los pasos de su padre. Guardar, guiar y apacentar rebaños era por tanto su vocación secreta. Y como antaño Abel, Paris, Efialtes o Abraham, Pascual conduce hogaño ovejas y cabras, recorriendo con ellas cerros y caminos en busca de pastos y en pos de una verdadera sensación de libertad.

Al contrario que Eróstrato, que se sentía a disgusto en su rol de boyero y soñando con alcanzar honra y fama quemó el templo de Artemisa en Éfeso, Pascual no persigue laureles ni ambiciona homenajes. No ha recibido una llamada divina para poseer un pedazo de tierra; ni caprichosas divinidades lo han escogido para dictar espinosas sentencias; ni tampoco se ha visto obligado a delatar a los suyos descubriendo sendas ocultas como hizo el tullido de las Termópilas para desgracia de los hoplitas. Pascual solo busca algo de paz; y estar, como Manrique en El rayo de luna, en cualquier parte menos en donde esté todo el mundo, ya sea bajo el patrocino de Hermes o el de San Antonio Abad. Y la suya es una decisión respetable. Incluso digna de admirar.

Así que por los caminos polvorientos y los cerros de su pueblo lo vemos aún hoy con sus ovejas, gozoso y satisfecho, ejerciendo un oficio tan antiguo como el mundo y sin más limitaciones que las que ha impuesto a lo largo de los siglos la madre naturaleza.

Pero Pascual no es un hombre distinto a cualquier otro hombre. Todo ser configurado a imagen y semejanza de Dios aspira a un estado de grata satisfacción física y espiritual. Y a mantenerlo en el tiempo todo lo posible. Y es que no existe, en efecto, ser consciente que deteste ser feliz y no prefiera ese estado a cualquier otro. Pues unos y otros, en tanto hijos de Eva y Adán, vivimos en tierra de exilio, sintiendo a veces un vacío muy hondo, un gran pesar, o lo que es lo mismo, una profunda nostalgia del paraíso terrenal, donde alguna vez hubo orden, alegría y paz.

De modo que con el Edén clausurado tiempo ha, el hombre, nómada y trotamundos, se ha visto condenado desde tiempos remotos a construir sus propios paraísos artificiales y a buscar sin descanso la esquiva felicidad; perseguida por unos aquí, por otros allá, y por otros tantos acullá. Pero con resultados inciertos siempre, como sospecha incluso el intrépido conductor de ganados Pascual.


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