jueves, 8 de agosto de 2019

Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich

El 26 de abril del año 1986 se produjo el accidente nuclear más grave de la historia. Las secuelas de aquel siniestro que acongojó a Europa entera son imposibles de conocer con exactitud incluso hoy en día. Más allá de las malformaciones genéticas y de las enfermedades letales que produjo aquella catástrofe de forma más o menos directa por medio de la radiación, la contaminación de las aguas y de las tierras cultivables quizá trajo consigo males aún mayores. En nuestro días, las centrales nucleares son mil veces más seguras de lo que lo eran entonces, y la energía nuclear, a pesar de lo que piensan mis ignorantes compatriotas, está en auge no solo en Europa sino en todo el mundo. Lo cual no significa que el hombre se haya convertido al fin en dueño y señor de la naturaleza, pues como ocurrió en Chernóbil y después en Fukushima, existen fuerzas descomunales que aun pudiendo ser manejadas por el hombre a veces escapan a su control y le destruyen. Precisamente, el testimonio de un puñado de vidas destruidas por el más grave accidente nuclear de la historia es lo que recoge la Premio Nobel de Literatura en 2015, Svetlana Alexiévich, en un libro que hiela las entrañas y estremece.

Con mucho, lo más escalofriante del relato que compone la autora de Voces de Chernóbil, enhebrando declaraciones de los protagonistas de aquella tragedia, es la inquietud de las personas que vivieron aquel infierno cuando empezaron a advertir que un mal de naturaleza invisible los fulminaba sin demora. La ineptitud del gobierno soviético y su mala fe, no solo consiguen inundarnos de rabia, pues de su calamitosa gestión del desastre, además, extraemos la lección —quien lo hace, por supuesto— de que los gobiernos y las instituciones controladas por éstos pueden ser tan temibles como el mayor de los accidentes nucleares.


Ése es, de hecho, el principal anatema que lanza la serie useña Chernobyl en su reciente versión de los hechos. Hay que advertir sin embargo que esta serie, considerada muy exageradamente por algunos como la mejor serie de la historia (la recreación histórica es impecable, todo hay que decirlo, aunque no es menos cierto que recurre a tópicos y estereotipos), está hecha por useños en el actual contexto político de confrontación entre Estados Unidos de América y Rusia. Pero su crítica tiene un alcance mayor, pues el mensaje central de la serie es ideológico, sugiriendo que más allá de la estupidez y mala fe del gobierno soviético vigente a la sazón, el sistema socialista es el verdadero desastre, pues ahí donde el socialismo impera —nos advierten— sobreviene ineluctablemente el hambre, la miseria, la muerte y la ruina. Por tanto, hay una doble crítica, directa y política una (descrédito de las instituciones y los gobiernos que llegan a representar para los ciudadanos el verdadero y último problema) y audaz, sutil e ideológica la otra (socialismo es igual a penuria y desdicha, gobierne quien gobierne bajo esos principios, soflamas o lemas).

Antes de acabar diciendo unas palabras acerca de la energía nuclear, me gustaría destacar algunas escenas de la serie, tres concretamente: la primera, cuando un grupo de personas observa a los lejos, sobre un puente, el incendio del reactor descapullado vomitando ponzoña incorpórea, sin percatarse de que junto a la brisa inocente cabalga hacia ellos la mismísima muerte. Otra escena lacerante la vemos cuando un hombre agonizante, consciente de su final inminente, trata de entregar al bebé que sostiene en sus brazos a una mujer que acude al hospital para preguntar por su esposo, sin éxito. Finalmente, observamos otra terrible escena cuando unos niños juegan con cenizas radiactivas creyendo que son inofensivas bolas de nieve.

Todo lo anterior, en definitiva, es decir, crónica y serie televisiva, ¿han surgido de la mente de sus autores con la finalidad de demonizar la energía nuclear? A mí no me lo parece. Más bien creo que aquel desastre gigantesco de Chernóbil sirvió para mostrarnos, sobre todo y por enésima vez, que los malos gobernantes pueden ser más abominables y peligrosos que las diez plagas de Egipto. Porque desde que el mundo es mundo los gobernantes se envilecen y se sirven de nosotros, sacrifican hombres a su antojo, mienten como bellacos imponiendo versiones oficiales cada día más desacreditadas, y exprimen y abandonan vilmente a su suerte a quienes deberían amparar y por quienes deberían velar sin descanso, como el buen pastor vela por cada una de sus ovejas. Pero no sé cómo lo hacemos tan mal, sinceramente, cuando sin desearlo, vemos una y otra vez a la zorra cuidando de las gallinas.


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