domingo, 11 de agosto de 2019

Endriagos urbanos

Comentaba Azorín en su hermosa obra Castilla que el nivel de civilización de una sociedad se puede medir atendiendo al nivel de ruido que genera y soporta: "Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo —consiguientemente de civilización— se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. [...] A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria —en las fondas— más silencio, blandura y confortación". La sensibilidad de esta generación de españoles,  y por consiguiente su grado de civilización o educación, decrece gradualmente ante nuestros ojos sin que seamos capaces de atisbar el fin de semejante declive. Y los indicadores o chivatos los advertimos en todas partes. En las comunidades de vecinos, por supuesto, donde gritos y portazos son comunes y frecuentes. Pero sobre todo en las calles, donde no solo escuchamos la música vulgar procedente de algún vulgar coche con las ventanillas bajadas, sino que vemos con espanto y fastidio una hornada de endriagos urbanos estridentes y terribles.

El más temible de los endriagos urbanos son los autobuses. No es extraño ver al paso de esos monstruos urbanos bebés en brazos de sus padres girar la cabeza con sobresalto. Rugen como bestias a las que se les debe algo, hiriendo los tímpanos y el alma, y además de contaminar como demonios, caldean el ambiente hasta extremos irritantes. 

Las sopladoras, limpiadoras de cepillo y barredoras son asimismo espantosas máquinas generadoras de ruido, ineficaces totalmente, por cierto, pues no recogen polen ni ácaros, sino que los levantan (quién sabe si para fomentar las alergias).

¿Y qué decir de los camiones de basura, bramando y tronando a altas horas de la noche, justo en las horas más delicadas del sueño, que son las primeras? ¿Acaso hay un plan para erradicar la tranquilidad del corazón de las gentes? ¿O es simplemente una muestra más de la incapacidad de nuestras autoridades, que en vez de ser verdaderos cargos públicos son en realidad insoportables cargas públicas?

Es cierto que la contaminación acústica ya es contemplada en la legislación vigente. Existen en España una Ley de Ruido y docenas de ordenanzas municipales, legislaciones autonómicas y reglamentos específicos. Sin embargo, son las autoridades las que, como siempre, resultan ineficaces y se convierten en el verdadero problema. ¿O no es verdad que con su complicidad los endriagos urbanos que atraviesan las calles de las ciudades rugiendo y recogiendo cubos de basura superan en mucho los decibelios marcados por las leyes con las cuales consiguen oprimirnos? ¿No son los fragorosos y contaminantes autobuses urbanos, que ofrecen ciertamente un servicio público, los primeros vehículos que debieran ajustarse a las exigencias ecológicas?

Para qué seguir insistiendo. La educación, los buenos modales, la civilización, la sensibilidad... todos ellos son índices que reflejan la calidad de vida de las personas particulares y de las sociedades. Y aunque habrá quien concilie sin problemas su vida con los ruidos y las toxinas de los vehículos más contaminantes, todavía quedamos algunos bichos raros que, siguiendo la estela de Azorín, reclamamos espacios de mayor silencio, blandura y confortación. Por nuestra salud mental, primero, y, en segundo lugar, como muestra de respeto hacia todos aquellos con los que convivimos. Nos guste o no convivir con ellos.



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