domingo, 23 de agosto de 2020

Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas

Uno de los sentidos primarios de la literatura es entretener deleitando. Y con permiso de Robert Louis Stevenson, creador de La isla del tesoro (apoteosis del género), el rey indiscutible de la novela de aventuras es Alejandro Dumas. En concreto, Los tres mosqueteros no ha dejado de deleitar a las sucesivas generaciones de lectores desde 1844, pues posee un valor perenne, al ser una superlativa intriga de gentes de toga y gentes de espada, y la quintaesencia del género aventurero.

Los acontecimientos y peripecias que constituyen el argumento de Los tres mosqueteros se desarrollan principalmente en la Francia del siglo XVII. Son una serie de cuadros de época que tienen como telón de fondo el reinado de Luis XIII y su corte. Y en ellos se desenvuelven los inmortales personajes de la novela, tanto los buenos como los no tan buenos. En suma, Los tres mosqueteros, por decirlo en dos palabras, es una apasionante historia de héroes y de villanos que concluye como debe.


Entre los héroes figuran D'Artagnan y sus amigos: Athos, Porthos y Aramis. D'Artagnan es la cabeza de todos ellos, y uno de los personajes más excepcionales y simpáticos de la literatura mundial. Su creador, al comienzo, establece un paralelo entre D'Artagnan y Don Quijote. «Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación». Cuenta con apenas veinte años, y su mayor ambición es ser mosquetero del rey. Así que al comienzo viaja hasta París, desde el suroeste de Francia, con una carta de recomendación para el señor de Treville (capitán de los mosqueteros del rey) y los consejos de su padre grabados a fuego en su memoria: «No temáis las ocasiones y buscad las aventuras [...] batíos por cualquier motivo [...] sólo por el valor se labra hoy día un gentilhombre su camino». Huelga decir que D'Artagnan en seguida demuestra su valía, pero lo decimos. Además, es un gran acierto de Alejandro Dumas hacer salir airoso a D'Artagnan de todos los peligros.

Respecto a sus amigos mosqueteros, Aramis, que es la dulzura y la gracia en persona, es un joven de profundas convicciones religiosas que es soldado de su majestad provisionalmente, pues lo que desea de corazón es recibir el sacramento del orden y ejercer su vocación como hombre de Iglesia. Porthos, por su parte, es presentado por Dumas como un individuo de gran estatura y extravagancia en el vestir. Y Athos como un hombre de gran hermosura al que nadie ha visto reír, y que juega, aunque sin fortuna, con gran afición a los dados. La vida de los cuatro amigos es alegre, a pesar de cruzar sus armas con los mejores aceros del reino y correr peligros en misiones inciertas. Además, les une una amistad inquebrantable. «Nos hemos jurado, de una vez por todas, confianza ciega y abnegación a toda prueba». No en vano, la conocida divisa que define su admirable amistad y su unidad indestructible es, como sabe cualquiera, «todos para uno y uno para todos».


Para hacer frente a las pérfidas conspiraciones y la red de espías que los envuelven, los cuatro soldados de élite cuentan con camaradas influyentes; el más sobresaliente de todos ellos es su propio jefe, el señor de Treville. De él dice el narrador que el capitán de los mosqueteros era «admirado, temido y amado, lo cual constituye el apogeo de las fortunas humanas». D'Artagnan le dedica, asimismo, unas elogiosas palabras, que dicen tanto del destinatario como del transmisor: «Desde que había llegado a París, no había tenido más que motivos de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande». La bella reina Ana de Austria y alguna de sus damas, como Constance Bonancieux, también juegan un papel importante en pro de los mosqueteros.


Por otro lado, los villanos son al menos tan extraordinarios y atractivos como los héroes, por no decir más. En este bando es obligado destacar al cardenal Richelieu y, sobre todo, a la maligna Milady de Winter. Acerca de su eminencia, uno de los personajes afirma: «Quien dice Richelieu dice Satán». En cuanto a la perversa Milady, la define su propio credo: «Mi Dios soy yo». Y los héroes, que la llegan a conocer muy bien, la consideran un demonio, como el propio Athos, que al principio presiente su vileza: «No la conozco, pero una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo fatal en ella». Sea como fuere, los dos villanos son personajes de gran penetración psicológica que, cuando intervienen o hacen su aparición en escena, además de anudarse la trama, ésta crece enormemente en interés e intensidad.


En realidad el trasfondo de la historia es la disputa soterrada por el poder y el control del propio rey que sostiene el cardenal Richelieu, que aspira a dominar toda Francia gobernando en la sombra. Uno de sus rivales internos es el señor de Treville, y por extensión sus mosqueteros, y en el exterior el duque de Buckingham, que, enamorado de la reina de Francia, Ana de Austria, provoca una guerra entre su reino y el francés, condensada en el asedio de la Rochelle, adonde van a servir los mosqueteros después del apasionante viaje a Inglaterra de D'Artagnan con el fin de recuperar los herretes de diamantes robados por los esbirros del cardenal.


Con todo, más allá del argumento y las vicisitudes que suceden a los héroes, del ritmo ágil que no flaquea, del estilo fresco y deslumbrante, y de las eternas lecciones que reivindica esta obra maestra del folletín, ensalzando virtudes y valores tan estimables como la amistad, la lealtad, el valor y la fe, el inmortal clásico de Dumas está sazonado con sentencias de gran fuste y gravedad, a pesar del tono aparentemente ligero, frívolo o liviano del que narra.


Algunas de estas reflexiones merecen toda nuestra consideración, y nos parecen más actuales y necesarias que nunca.


Entre las máximas pronunciadas por los personajes nos encontramos, por ejemplo, con que es un error juzgar las acciones de una época desde el punto de vista de otra (principio que los fanáticos de la ideología de género deberían considerar, salvo que estén dispuestos a censurar todas y cada una de las obras maestras de la literatura occidental). También se advierte acerca del cambiante humor de la fortuna, a la que se tilda, por medio de una metáfora sencilla, de cortesana: «favorable ayer, puede traicionarme mañana». Se medita acerca de la vida, de la cual se dice que es un rosario de pequeñas miserias que el verdadero filósofo desgrana riendo. Asimismo, no escapa a la consideración del narrador «de qué hilos frágiles y desconocidos están a veces suspendidos los destinos de un pueblo y la vida de los hombres». Por último, los héroes de esta historia, es decir, los buenos, creen en la Providencia, y la fe católica impregna de principio a fin toda la obra, que concluye conforme a la sana moral, porque sus héroes están convencidos de que «con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a los demonios más terribles».


En definitiva, como creo que ha quedado demostrado, Los tres mosqueteros no es un mero pasatiempo. Pero si lo fuera, sería un pasatiempo delicioso. 



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