jueves, 13 de agosto de 2020

Relato: La princesa íbera


Había conducido cerca de tres horas, y era justo ahora cuando inquietantes masas de niebla se habían echado sobre la carretera. En los márgenes ya no se percibían los pardos campos, cuyas lomas aparecían teñidas de verde y calada yerba. Próximos al arcén, tan sólo desfilaban en hilera, de cuando en cuando, desnudos árboles y arbustos despojados. 

Ninguna lucecita roja advertía la presencia de algún coche cercano. Silencio y frío era lo único que se percibía fuera del habitáculo. Además, el conductor se había desviado hacía un instante, abandonando la autovía para incorporarse a una carretera más estrecha y de menor circulación. Su plácido gobierno del volante y la discreción de su motor habían adormecido al perro, que, tendido en los asientos traseros, mostraba plena confianza en su amo.

Al irse adentrando en un medio cada vez más agreste, las nubes bajas se habían ido espesando, dificultando la visión, cerrando el cerco en torno a ambos.

El hombre, un fanático de la arqueología, al que le atraía de modo específico la cultura ibérica, había puesto rumbo, desde el centro aproximado de la península, hacia Levante. Anhelaba conocer in situ uno de los yacimientos íberos que más objetos de culto había regurgitado la tierra. Poseía este sueño desde la pubertad, pero la pertinaz enfermedad de su mujer había impedido durante años cualquier desplazamiento. Ahora, con su nuevo y recién adquirido estado civil, había decidido mitigar su dolor viajando con su perro a uno de sus anhelados destinos de juventud. Pero aunque ya se encontraba muy cerca del yacimiento, se diría que la niebla se obstinaba en hacerle desistir de su empeño.
Delante de su vehículo, a unos cuantos cientos de metros, una urraca en medio de la carretera devoraba con su pico un animalillo molido. Era la primera señal de vida que veía desde que la niebla se había echado sobre ellos. Sin embargo, no le dio tiempo a recapacitar, porque los acontecimientos se precipitaron con una velocidad de vértigo. 
El ave, antes de ser triturada por las ruedas de la mole mecánica, levantó el vuelo y protestó con un graznido premonitorio. Fue entonces cuando se despertó el perro, que de repente se había puesto en guardia, y miraba intranquilo a través de las ventanillas, más allá de la niebla cerrada.  
一Gerión, ¿qué te pasa?
El perro respondió con gemidos prolongados, aullidos nerviosos motivados tal vez por alguna visión o sensación extraña.
Entonces el hombre aminoró la marcha y aprovechó un camino embarrado para apartarse de la vía dispuesta para el tránsito de vehículos. Le vendría muy bien estirar las piernas, respirar aire fresco, y dejar que Gerión correteara un poco. De modo que apagó el motor y se apeó del coche. 
Al principio el animal dudó unos instantes, pero al ver a su amo salir del coche, saltó de su asiento y se decidió a encarar sus propios temores. Afuera, en efecto, un frío terrible cubría todo el llano. Era aquel un escenario perdido y yermo, imposible de explorar con los apretados vellones atmosféricos.
Ante condiciones tan adversas, el hombre consideró volverse. Marcharse a casa. Durante un segundo al menos, esa idea se le pasó por la cabeza. Enseguida sin embargo resolvió continuar adelante. Le dominaba una curiosidad desconocida. Una sugestión atávica, emanada quizá del propio ambiente, del lugar mismo en el que se encontraba. Sí, reconoció el hombre: había allí, indudablemente, un hechizo tan antiguo como las humanidades sin noción caligráfica.
Fueron los ladridos del robusto pastor alemán los que zahirieron el omnímodo silencio que reinaba entonces en el páramo, sacando a su amo por unos instantes de la seducción que ejercía en él aquella planicie hechizada. El perro ladraba hacia una dirección determinada, como si presintiera una amenaza en modo alguno lejana. Acto seguido, crispó su cuerpo y se preparó para sufrir un ataque, o cometerlo; como si hubiera cruzado en su interior esa línea indistinguible en la que el miedo se convierte en desesperación y el instinto de supervivencia ordena cargar contra la fuente que lo provoca. 
De modo que el can se adelantó unos metros, hasta desaparecer por completo de la vista de su amo.
Sin reflexionar demasiado, el hombre se internó en la espesura detrás del cánido. Inmediatamente, dejó de oír sus ladridos. Le llamó, y no obtuvo respuesta. Empezó a sentir escalofríos. Se santiguó. Se culpó a sí mismo por haber sido imprudente. Lívido el semblante, el corazón encogido. El paraje que se había propuesto visitar había sido en otro tiempo foco de ritos terribles. Cuna de pueblos bárbaros. Corrían leyendas. Pero allí ya no quedaba nada de aquellas culturas extintas. Sus huesos deberían estar desintegrados, y las artesanías que hicieran en vida, expuestas en los museos u ocultas bajo muchas capas de tierra. 
El hombre sin embargo se estremecía a cada paso.
Pronto le empezaron a venir a la mente ideas contraindicadas. No sabía dónde se encontraba, qué había sido de su perro ni cómo regresar a su coche. Ver, apenas veía, y escuchar, nada escuchaba. Silencio y nieblas espesas, eficaces combustibles para el miedo que lo acogotaba. 
Anduvo errante un tiempo indeterminado, con el alma caída a los pies, sin atreverse a proferir un grito, hasta que, a punto de desfallecer, volvió a escuchar a su perro.
Con ansias renovadas corrió hacia él como el loco que ha dado con el enigma que cifra su monomanía, y lo halló levantando la tierra en un punto concreto con su hocico adiestrado. Al llegar al sitio en el que estaba el animal, reconoció semienterrado un túmulo mortuorio. No se lo podía creer. Excavó con sus manos, tropezando enseguida con varias estatuillas de piedra caliza y objetos preciosos propios de un rico ajuar funerario.
一¿Será éste el Cerro de los Santos? ¿Me habrás llevado, Gerión, al Llano de la Consolación?
El aficionado al mundo íbero daba ahora manifiestas señales de alegría. Y ya se relamía pensando que había descubierto un tesoro fabuloso, cuando sintió murmullo de voces preternaturales que se aproximaban, voces que lo dejaron petrificado.
Una hilera de espectros en procesión comparecía en aquel preciso instante en torno al fabuloso hallazgo. Era un cortejo fúnebre que llevaba ofrendas y dádivas a la tumba de cierto personaje importante. Al principio, como es lógico, el hombre creyó morir, de espanto. Un segundo después, toda su atención quedó fijada en un punto muy bien definido: la dama que encabezaba la marcha con gesto apesadumbrado, aunque su rostro refulgía como el oro que es bañado por el lucero de la mañana. Vestía túnicas superpuestas, cuyos pliegues eran casi vaporosos, mostrando refinados bordados a la altura del pecho. El pasador de las túnicas, los numerosos anillos, los collares trenzados y la diadema, con adornos vegetales finamente labrados, brillaban también como estrellas rabiosas en la negrura del firmamento.
Tal luminosidad despejó la niebla, hosca e impenetrable hasta entonces, dejando ver los alrededores del túmulo. A escasa distancia del antiguo sepulcro levantando en la tierra, surgió un gran altar de forma cuadrada, y sobre él una enorme pira de madera de pino y lentisco. El hombre se llevó las manos a la boca para reprimir un grito. Dentro del recinto sagrado yacía un cadáver, el de un varón de unos treinta años. La mujer vestida de sol, más joven que él, se acercó a la pira y obsequió al muerto con varios exvotos. Las lágrimas que vertió a continuación brillaron más que los adornos que llevaba encima. Entonces cerró los ojos y aguardó. 
Aguardaba a que otra ánima se le acercara por la espalda y le cortara la garganta. Como así sucedió. Ella era la ofrenda más preciada del príncipe fallecido. Por su parte, el hombre, aturdido, no reaccionó hasta que escuchó un gemido de Gerión, un lamento que anunciaba la muerte del cánido. El espectro que lo había sacrificado con un cuchillo de sílex y lo acababa de depositar en la pira avanzaba ahora hacia él con idéntica aspiración. 
Por supuesto, el hombre tampoco pudo huir. Fue incapaz de abjurar de la trágica visión y de las fuerzas que había puesto en marcha el ritual culminado entonces pero iniciado en su juventud, con su afición desbordada por los secretos arqueológicos. 
Y las nieblas volvieron a cerrarse, a pesar de la voracidad de las llamas, cuando Gerión y su amo escoltaban ya a la princesa íbera en la otra realidad.


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