domingo, 16 de agosto de 2020

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson

[Nota: se anticipa y explica el desenlace]

La naturaleza del mal es uno de los temas más predominantes de la literatura universal. Y ninguna cultura del mundo ha profundizado tanto en este asunto 一que afecta especialmente al hombre porque en el hombre hay una malicia oculta一 como la cultura cristiana, que durante siglos ha ilustrado a la humanidad acerca de los abismos del pecado, realidad sobrenatural que condiciona enormemente la existencia humana.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde es un relato magnífico en su línea, un clásico intemporal que muestra a qué clase de peligros se enfrenta el hombre que se deja arrastrar por el deseo de placeres indignos y cuál es, de no arrepentirse y enmendarse, su final, pues «el salario del pecado es la muerte» (Romanos 6, 23).

La historia de Stevenson es conocida. El abogado John Gabriel Utterson descubre por una afortunada coincidencia que su amigo, el acreditado doctor Henry Jekyll, se encuentra bajo la nefasta influencia de un odioso personaje, en el cual la maldad deja «una impronta de deformidad y decadencia en su cuerpo»: Edward Hyde. Con el propósito de proteger a su amigo y librarlo de ese funesto ascendiente, Utterson investiga por su cuenta al repulsivo personaje, hallando al final, gracias a la confesión completa del doctor Jekyll confiada en una carta, una verdad terrible: el doctor Jekyll y el señor Hyde son la misma persona.

El extraño caso tiene lugar en las sombrías calles de un Londres invernal, parece que en el último tercio siglo XIX. Y es una mezcla magistral de terror y suspense, un formidable relato de misterio que encierra toda una lección teológica y antropológica, que va mucho más allá por tanto de las interpretaciones modernas, empeñadas en ver el misterio de los protagonistas como un cuadro clínico, ya sea un trastorno límite de la personalidad o un trastorno de identidad disociativo. 

En realidad, como reconoce el doctor «todos los seres humanos que conocemos son una mezcla del bien y el mal», por eso Hyde no es otro, sino «el lado más perverso de mi naturaleza, al que había dotado de corporeidad». La llave del asunto la proporciona el doctor mismo, cuando reconoce que su maldad, que había estado adormecida, despierta por su ambición; que en realidad disfruta de los placeres secretos que goza bajo el disfraz de Hyde; y que esa tensión debe resolverse adoptando una decisión rotunda: renunciando al pecado o dejándose arrastrar por él:

«Comprendí que tenía que escoger entre los dos. Mis dos naturalezas tenían recuerdos en común, pero todas las demás facultades estaban muy mal repartidas. Jekyll (que era una mezcla) compartía, a veces con aprensión y a veces con deleite, los placeres y aventuras de Hyde, pero Hyde solo sentía indiferencia por Jekyll, o lo recordaba como el bandolero se acuerda de la cueva de la montaña donde se oculta de sus perseguidores. Jekyll tenía algo más que un mero interés paterno y Hyde demostraba algo más que la simple indiferencia de un hijo. Unir mi suerte a la de Jekyll suponía renunciar a todos esos apetitos que tanto tiempo había deseado en secreto y en los que había empezado a deleitarme últimamente. Unirla a la de Hyde implicaba renunciar a un millar de intereses y aspiraciones y convertirme de golpe en un ser despreciable y sin amigos. La elección podría parecer desproporcionada, pero aún había que sopesar otra consideración, pues así como Jekyll seguiría consumiéndose en las brasas de la abstinencia, Hyde ni siquiera sería consciente de lo que habría perdido. Por extrañas que fuesen las circunstancias, los términos del problema eran tan viejos y vulgares como el hombre: los mismos alicientes y temores deciden el destino de muchos pecadores tentados y temblorosos, y a mí me ocurrió como a la mayoría de mis prójimos: que elegí el mejor camino y me faltaron fuerzas y voluntad para seguirlo».

Esta confesión refleja las flaquezas de la criatura humana y la tesitura vital en la que se encuentra, además de su drama, y conduce precisamente a la segunda de las claves de este magnífico relato, que es de una exquisita ortodoxia cristiana. Pues lo que muestra el anterior pasaje es que al doctor Jekyll le falta, para continuar por ese «mejor camino», es decir, para seguir por la senda que conduce al cielo y a la dicha eterna, humildad, fe y perseverancia. 

Así pues, el orgullo es su gran pecado. Recurrir únicamente a sus propias fuerzas, despreciando el auxilio que ofrece Cristo por medio de la gracia. Por eso el doctor Jekyll elabora una pócima, según la cual espera invertir, cuantas veces quiera, el proceso de transformación en el odioso señor Hyde. Hasta que la pócima deja de ser eficaz y su tendencia proscrita empeora. Y es que el doctor espera poder desandar el camino recorrido por esa pendiente fatal por la que voluntariamente ha avanzado a través de innumerables crímenes. Es decir, confía en redimirse con sus fuerzas limitadas. Sin embargo, sin la misericordia de Dios, como Stevenson sabía muy bien, el hombre no puede hacer nada (Juan 15, 1-8).

En definitiva, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, que es un relato magnífico, atractivo y edificante, enseña al menos tres lecciones eternas:

La primera, que la insensibilidad moral o el obrar contra la conciencia es y deriva en un gran mal.

La segunda, que todo hombre cuerdo es responsable de sus actos, también de aquellos que le llevan a la locura.

Y tercera, que condescender con el pecado introduce al hombre en una espiral descendente de la que cada vez es más difícil escapar.



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