domingo, 9 de agosto de 2020

Entre naranjos de Vicente Blasco Ibáñez

Puede que Entre naranjos sea el mayor tributo de Blasco Ibáñez a su tierra valenciana, o al menos su más conseguido lauro a su paisaje rural, dominado en primavera por la nívea flor del azahar.

La novela en cuestión, publicada en 1900, en la consumación del siglo XIX, sitúa su acción principalmente entre Játiva y Valencia, es decir, en toda la inmensa extensión cubierta de arrozales y naranjos que la gente valenciana encierra bajo el vago título de «la Ribera». Y se divide en tres partes de desigual amplitud. En la primera se conocen los protagonistas y dispara en ellos sus flechas Cupido. La segunda describe la felicidad de los amantes, esto es, la sublimación del goce y el colmo de la dicha. Y en la tercera, que apenas suma treinta páginas, se narra la deslealtad de Rafael, la declinación del idilio y el desquite de Leonora.

Sostienen la obra los protagonistas del tórrido romance, y el Amor, que casi personificado, envuelve e impregna a personajes y escenarios, marcándolos con un fuerte erotismo. Pero aquí el Amor es el Eros griego, el dios fugaz que llega, inflama, colma y pasa, dejando el alma vacía y apenada.

Rafael Brull es un joven alcireño que acaba de estrenar acta de diputado en las Cortes nacionales. Su apellido es conocido en toda la Ribera, y en los primeros capítulos se detalla cómo se han ido abriendo camino en la vida el padre y el abuelo hasta ser conocidos en toda la comarca. Con todo, es la inflexible madre de Rafael, Bernarda, la que más influye en el muchacho. El muchacho es político por vocación pero también por exigencia de la madre, que quiere hacer de él un hombre formal, un hombre de provecho. Sin embargo Rafael tiene un alma soñadora, romántica, por influjo de las novelas leídas y una breve estancia en Florencia. Sueña con ser bohemio y vivir aventuras. Por eso al conocer en el tercer capítulo a Leonora, se despierta en él un embriagador e impetuoso deseo. Por su parte, Leonora es una misteriosa mujer recién llegada a Alcira que, como después se descubre, es una famosa soprano que interpreta a las mil maravillas la obra de Wagner y que retorna a sus orígenes buscando reposo, amigos y tranquilidad; que sólo cree en el amor y busca la belleza hasta en la muerte; y que está desengañada de los hombres por haberse arrojado de cabeza a las llamas de la vida. 

De manera magistral, por medio de metáforas y paralelismos, Blasco Ibáñez describe la naturaleza que envuelve a la pareja para reforzar sus sentimientos y a veces incluso para conminarlos. Algunas escenas son esplendorosas y elegíacas: «Los naranjos, cubiertos desde el tronco a la cima de blancas florecillas con la nitidez del marfil, parecían árboles de cristal hilado; recordaban a Rafael esos fantásticos paisajes nevados que tiemblan en la esfera de los pisapapeles. Las ondas de perfume sin cesar renovadas, extendíanse por el infinito con misterioso estremecimiento, transfigurando el paisaje, dándole una atmósfera sobrenatural, evocando la imagen de un mundo mejor, de un astro lejano donde los hombres se alimentasen con perfumes y vivieran en eterna poesía. Todo estaba transfigurado por aquel ambiente de gabinete de amor iluminado por un inmenso fanal de nácar».

Aprovechando los ímpetus de esa naturaleza lujuriosa, el escritor valenciano realiza un homenaje a una de las ciudades históricas de su patria chica. A las temidas riadas e inundaciones del Júcar a su paso por Alcira les dedica Blasco Ibáñez un capítulo entero, magnífico, en el que Rafael protagoniza una rescate sorprendente.

«Las primeras lluvias del invierno caían con insistencia sobre la comarca. El cielo gris, cargado de nubes, parecía tocar la copa de los árboles. La tierra rojiza de los campos oscurecíase bajo el continuo chaparrón; los caminos hondos y tortuosos, entre las tapias y setos de los huertos, convertíanse en barrancos; paralizábase la vida laboriosa del cultivo, y los pobres naranjos, tristes y llorosos, encogíanse bajo el diluvio, como protestando de aquel cambio brusco en el país del sol». Entonces Blasco Ibáñez presenta a San Bernardo, el patrón de Alcira, a sus hermanas Gracia y María, a la Virgen del Lluch y su leyenda, y mitificando los orígenes moros de la ciudad, hace un repaso de sus hitos culturales, saltándose sin embargo a Jaime I, el rey que verdaderamente embelleció Alcira y la hizo importante.

Pero no todo son alabanzas. El literato, como es natural y a la vez paradójico en los hombres de ideas progresistas y filantrópicas, menosprecia a las toscas gentes de Alcira, así como sus vidas tradicionales y mezquinas. Opone las señoritas de ciudad a las campesinas «disfrazadas» de Alcira, donde se vive una existencia «estrecha como un corral».

También se aprecia cierto desencanto del intelectual hacia la política, de la que él formó parte. Por un lado, se advierte sobre las tediosas sesiones parlamentarias de un Rafael maduro en Madrid. Y sobre los ambientes densos, cargados de gritos y humo, de los casinos y cafés. Por otro, se contempla la política desde una óptica negativa, como «asuntos que provocaban disputas y enfriaban amistades».

Más allá del ambiente recreado, del marco político y la afición por la música, seña de Valencia, interesa el mundo interior de los protagonistas, y sobre todo la tensión de Rafael, que a la postre se ve casi desmembrado frente al dilema de tener que atender a su pasión o a su deber. La decisión tomada por el diputado es condenada por el autor de Entre naranjos, que le hace quedar como un infeliz que ha perdido ese tren que, según Blasco Ibáñez, sólo pasa una vez en la vida. Y, claro está, Blasco Ibáñez se sirve de esa decisión de Rafael, que abandona finalmente a su amada Leonora, para eyacular su desprecio por la moral religiosa y mostrar así la hipocresía social, lanzando de paso algún vituperio contra la Iglesia Católica. Sin embargo, la resolución de Rafael no es un acto de hipocresía, sino un acto de debilidad.

Y es que a pesar de su pluma fogosa y sus pasajes de arrebatador lirismo, de sus vivos personajes movidos como juguetes por las pasiones humanas, al gran escritor valenciano le falta un escalón para alcanzar la grandeza de otros grandes escritores, como Shakespeare, Tolstoi o Cervantes. Él se detiene en la denuncia social, que le es útil para justificar su cosmovisión ideológica, así como su eclesiofobia, pero no ahonda en la complejidad de las pasiones que tan presentes están es sus obras; sin duda porque no llegó a comprender las palabras de San Pablo dirigidas a los romanos, en las cuales el apóstol de las gentes reconoce que es propio de la condición humana no hacer el bien que se quiere hacer, sino el mal que no se quiere. Lo cual apunta directamente a la misteriosa realidad del pecado, por la cual los hombres nacen con las facultades de su entendimiento y de sus voluntades enfermas o debilitadas.


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