[¡Atención! El texto siguiente, como es natural tratándose de un comentario literario, revela detalles importantes de la trama y el desenlace de la obra, lo cual puede reducir o anular el interés de quien aún no los conoce].
Desde hace tiempo, no me fallan las lecturas porque, con deliberada cautela, evito las novedades. Me limito a los libros que el tiempo ha cribado con severidad. Pero con La Bestia cometí un error. Mi interés inicial por esta obra fue académico: el año 1834, eje cronológico de la novela, coincide con un periodo que he estudiado con intensidad en el marco de mi tesis doctoral. Pero mi lectura ha sido una profunda decepción. La Bestia no es una novela histórica; es una caricatura grotesca del pasado, desprovista de rigor, de respeto y, por añadidura, de belleza.
Que en 2021 el Premio Planeta se entregase a esta obra no habla mal sólo del jurado, sino de un mundo editorial que ha sustituido el gusto por la sordidez, la sobriedad por la chabacanería, y el conocimiento histórico por la propaganda. A su éxito masivo cabe añadir esa capa de inquietud que produce ver cómo miles de lectores, como moscas, acuden al estiércol creyendo que es una flor.
Todo en La Bestia gira en torno a un Madrid de pesadilla. Un Madrid que, en boca del narrador, alcanza este tipo de preguntas retóricas: «¿Qué cuadro puede ser más horrible que este Madrid?». Nada escapa a esta visión deformada: ni las calles, ni las gentes, ni las instituciones. Es una ciudad sin redención, poblada de «cuervos histéricos», «carroñeros», «lobos», y demás bestiario humano salido de algún rincón del subconsciente progresista posmoderno.
La novela narra la búsqueda desesperada de una niña desaparecida en un Madrid devastado por el cólera, donde circula el rumor de que alguien —una bestia, humana o no— está asesinando niñas en serie. La protagonista, Lucía, adolescente de catorce años, recorre los arrabales más sombríos de la capital junto con un periodista y un policía, mientras descubre la existencia de una sociedad secreta de tintes religiosos que estaría detrás de los crímenes. El relato se despliega en medio de conspiraciones, violencia explícita, abusos, anticlericalismo y una atmósfera continua de miseria física y moral. A lo largo de más de quinientas páginas, los autores desarrollan una trama que aspira a ser vertiginosa y socialmente comprometida, pero que acaba resultando grotesca, predecible y, sobre todo, profundamente falaz en sus premisas históricas.
La vida de Lucía, marcada por la marginalidad, la obliga incluso a ejercer la prostitución —detalle narrado con esa mezcla de sordidez y ligereza tan característica del tono de la novela—, pero termina por redimirse no mediante un acto moral, sino comprándose vestidos. Al final, se convierte en una especie de pequeña burguesita feliz, como si el trauma y la pobreza pudieran olvidarse entre telas y escaparates.
El periodista Diego Ruiz, que escribe bajo el pseudónimo de El Gato Irreverente en El Eco del Comercio, representa al prototipo de liberal ateo que no tiene dónde caerse muerto y anhela convertirse en un columnista de postín. Es un personaje construido para el lector contemporáneo, no para el Madrid de 1834. Su lenguaje, su actitud y sus gestos pertenecen más al presente que al pasado que supuestamente retrata. Donoso Gual, agente del orden y amigo del gacetillero, es un personaje inane, desencantado, sin profundidad.
Ana Castelar es la aristócrata ambigua, primero presentada como una figura frívola, caprichosa, y luego revelada como una pieza clave del engranaje político revolucionario. En un giro tan inverosímil como moralmente confuso, se la termina justificando por haber participado en el horror con el fin de «luchar contra el carlismo», al que «siempre había visto como el mayor peligro para el futuro de la sociedad». Aquí se nos dice, sin pestañear, que su «aportación ha sido sacar algo bueno del horror. Acabar con esas personas, los carlistas, que no permiten a los españoles volar libres, desprenderse de las adherencias medievales y construir una sociedad más justa». Se mata, sí, pero por una buena causa: acabar con quienes creían en Dios y en los valores tradicionales. Toda una lección de moral utilitarista.
Tomás Aguirre, por su parte, es un agente carlista disfrazado de fraile —un juego de identidades que, lejos de hacer complejo al personaje, lo reduce a otro engranaje funcional de una novela que sólo tolera tipos, no personas—. Su rol permite a los autores seguir emponzoñando la imagen de la Iglesia: el carlismo, el clero, la fe... todo se presenta como sinónimo de oscuridad y barbarie.
El mayor problema de La Bestia no es su lenguaje vulgar ni su trama truculenta, sino su descarada falsificación del pasado. El trío de autores que firma como Carmen Mola se permite reinterpretar el siglo XIX español desde los presupuestos ideológicos de una izquierda contemporánea profundamente anticlerical. La novela se complace en denigrar sistemáticamente la Iglesia católica, no con argumentos, sino con insinuaciones, lugares comunes y escenografías repugnantes.
Decía que desde las primeras páginas, se dibuja un Madrid de 1834 cuya atmósfera recuerda más a una antesala del infierno que a una ciudad histórica. Y en medio de ese caos, la Iglesia no aparece como amparo, sino como amenaza. El lector no encontrará un solo personaje eclesiástico que actúe con caridad, inteligencia o dignidad. No basta, sin embargo, con ridiculizar al clero. Se va más allá, al atribuirle una falta absoluta de caridad. La novela insiste, sin matices, en que la Iglesia no se ocupaba de los pobres. Se llega a afirmar que «la Iglesia nunca se ha preocupado por darles alimento», una acusación que, más que injusta, es históricamente insostenible. En el siglo XIX, en una España donde el Estado liberal acababa de comenzar su camino y donde las instituciones públicas eran escasas, frágiles y muchas veces inoperantes, la beneficencia dependía en gran medida de la Iglesia. Fueron las órdenes religiosas, las cofradías y las casas de caridad quienes sostuvieron hospitales, hospicios, asilos, casas de expósitos y escuelas. La imagen de una Iglesia indiferente al sufrimiento social no solo es falsa: es profundamente deshonesta. Que una novela la difunda, bajo apariencia de reconstrucción histórica, revela más del sesgo de sus autores que de la época que pretenden representar.
La falsificación histórica alcanza niveles alarmantes cuando se aborda la matanza de frailes del verano de 1834. Lejos de presentarlo como lo que fue —una masacre injustificable azuzada por el fanatismo y la manipulación política—, la novela lo presenta como una especie de estallido comprensible, incluso catártico. Se dice que la Iglesia ha responsabilizado de la peste a los pobres, y se llega a afirmar que la matanza fue un «desahogo». Se insinúa que los sermones encendieron la furia popular, y se desliza la idea de que, en el fondo, la Iglesia se lo había buscado. Este tratamiento no es solo una tergiversación: es una banalización de la violencia. El pueblo de Madrid, en su mayoría creyente y profundamente respetuoso del clero, quedó horrorizado con aquella matanza. Los asesinatos fueron promovidos desde arriba, no desde abajo: por autoridades civiles en connivencia con sociedades secretas, no por vecinos piadosos en busca de justicia. [ver nota abajo]
También los ricos son tratados como caricaturas. «A los ricos no parecen haberles llegado las restricciones de reunión impuestas por el cólera, como si su sangre azul fuera inmune a la enfermedad», se dice con sarcasmo. Pero lo que podría haber sido una observación sutil sobre la desigualdad social, se convierte en un martillo ideológico que golpea sin precisión. Y cuando mezclan al pueblo con los pobres, lo hacen sin compasión. Los habitantes de la Villa y Corte aparecen como una masa lasciva y violenta, sin redención. El pueblo, lejos de ser el depositario de alguna dignidad, es una turba ignorante.
Por supuesto, tampoco podía faltar el cliché feminista de brocha gorda. «Las opiniones femeninas son como nuestros deseos: algo de lo que no se habla, que es mejor dejar a oscuras en la alcoba». Una frase que se pretende crítica, pero que ignora por completo el peso real de las mujeres en la política española del momento: Isabel II, María Cristina, Luisa Carlota... mujeres con poder, con voz, y con influencia. Pero todo eso es demasiado complejo para un guion donde sólo se acepta la narrativa del victimismo plano.
La obsesión por asociar lo religioso con la monstruosidad alcanza su culmen en la descripción de uno de los asesinos: «se flagela», «reza en latín», y —faltaba más— «seguro que, si le quitas los pantalones, en el muslo tiene las marcas de un cilicio». El simbolismo es tan burdo que casi hace gracia. Todo lo que huele a religión debe oler también a podredumbre.
Además, toda la novela se construye sobre un relativismo moral de fondo, donde los valores tradicionales son objetos de burla o desprecio, y las únicas formas legítimas de conducta son aquellas que responden a la lógica de la supervivencia individual. «¿De qué sirve ser decente?», se pregunta Lucía. «Los principios morales son perfectos para una tertulia, pero no calientan cuando hace frío», reflexiona el narrador. Se trata de un mensaje que, lejos de ser una crítica social profunda, resulta una renuncia cínica a toda forma de exigencia ética. La moral es inútil, y el mundo es de quien se adapta al fango. En este marco, no hay compasión verdadera por los pobres, ni denuncia real de la desigualdad. Sólo hay una explotación estética de la miseria, pensada para provocar en el lector una conmoción superficial, sin reflexión.
Para rematar este despliegue de miseria moral, después de más de quinientas páginas de basura urbana, degradación y pesimismo, la novela concluye con una frase que sólo puede leerse con perplejidad: «Lo más bello de Madrid está en sus calles». No deja de ser irónico que después de haber pintado la ciudad como un estercolero humano, se pretenda dejar al lector con una nota de esperanza. El efecto es ridículo, como si el verdugo abrazara a su víctima después del castigo.
En definitiva, La Bestia no es una novela histórica, ni una novela negra. Es un panfleto que se disfraza de intriga para predicar una visión sombría, simplista y tendenciosa del pasado. No hay en ella ni belleza literaria, ni hondura psicológica, ni rigor documental. Hay, eso sí, una voluntad clara de alimentar el resentimiento, de denigrar sin matices, de escandalizar sin propósito y de complacer al lector contemporáneo con el viejo truco de confirmar sus prejuicios. Que haya sido leída por miles de personas en una España que se descompone, no sorprende. Lo inquietante es que haya sido premiada como si de una obra mayor se tratara. Porque las flores siguen existiendo. Pero hay quienes, como las moscas, no las distinguen del estiércol.
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(*) Para quien desee informarse seriamente sobre la matanza de frailes de 1834: Carmen Pérez Roldán, «La matanza de frailes. Prensa y propaganda». En La Albolafia: Revista de Humanidades y Cultura, n.º 17, 2019, páginas 153-176.
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