martes, 12 de mayo de 2020

Dominio: una nueva historia del cristianismo de Tom Holland (I) Prefacio

Descubrí a Tom Holland con su obra Rubicón, que habré leído no menos de cinco veces y describe las fascinantes décadas anteriores al advenimiento del Imperio Romano, es decir, la época de esplendor y agonía de la República de Julio César, Pompeyo, Sila y los hermanos Graco. Continué leyendo Fuego persa, una obra de divulgación histórica no menos fascinante, ambientada nuevamente en la Antigüedad, pero esta vez con protagonistas diferentes: los griegos y los persas.

El principal atractivo de las obras de Holland, más allá de la temática 一que es de por sí interesante, es que su obra es de calidad, porque domina las fuentes clásicas y consigue que se le entienda perfectamente. Pues bien, el reputado historiador británico acaba de publicar Dominio, un atractivo y voluminoso trabajo que pretende ser un nuevo análisis acerca de la influencia del cristianismo en el mundo.

El libro se divide en tres partes. En la primera se examina el cristianismo en la Antigüedad, en la segunda el cristianismo en la Cristiandad, y en la tercera el cristianismo en la Modernidad. La división propuesta resulta muy atractiva, y lógica. En sucesivas entregas iré desmenuzando las ideas principales de este prometedor libro. En la entrada de hoy, empero, me centraré únicamente en el prefacio de la obra, donde Tolland expone la finalidad de la misma, partiendo de una realidad innegable: «los vestigios del cristianismo se encuentran por doquier en Occidente». Y no sólo eso, las sociedades cristianas están completamente saturadas de «suposiciones y conceptos cristianos». La pregunta que motiva todo su escrito, de hecho, es cómo es posible que una religión surgida de la ejecución de un personaje en apariencia insignificante y desconocido en los círculos prominentes del Imperio haya ejercido en el tiempo una influencia tan duradera y transformadora sobre el mundo.

Por supuesto, como era de esperar en un historiador que no quiere ver comprometido su prestigio, Holland intenta responder a su pregunta inicial partiendo de un prejuicio: descartando la Revelación como posible fuente de conocimiento. Y esa es la razón de por qué a Holland le resulta tan difícil explicar ese proceso en apariencia inexplicable: la asombrosa propagación y permanencia del cristianismo, de orígenes tan repugnantes para la mentalidad contemporánea de Jesucristo; pues el culto cristiano tiene por figura central a un dios crucificado (siendo la crucifixión la forma de morir más atroz y despreciable del mundo antiguo).

Holland por tanto trata de explicar ese dominio del cristianismo en el mundo con las herramientas puramente racionales de las mal llamadas ciencias sociales. Su empresa en cualquier caso es laudable, porque remite a «la mayor historia jamás contada». 

Finalmente, creo que merece mucho la pena reproducir la reflexión que llevó a Holland a darse cuenta de que nuestro mundo occidental continúa, a pesar de los pesares, impregnado de cristianismo:

«Cuando empecé a escribir mis primeras obras de historia, escogí como temas los dos periodos que más me habían inspirado y conmovido desde la infancia: las invasiones persas de Grecia y las últimas décadas de la República romana. Los años que pasé escribiendo estos dos estudios del mundo clásico, viviendo íntimamente en compañía de Leónidas y de Julio César, de los hoplitas que murieron en las Termópilas y de los legionarios que cruzaron el Rubicón, no hicieron sino confirmarme en mi fascinación: incluso cuando se sometían a un estudio histórico minucioso, Esparta y Roma retenían su glamur como superdepredadores. Siguieron despertando mi imaginación como siempre lo habían hecho: como un gran tiburón blanco, como un tigre o un dinosaurio. Sin embargo, por espectaculares que sean, los grandes carnívoros son, por su propia naturaleza, aterradores. Cuanto más años pasaba sumergido en el estudio de la Antigüedad clásica, más ajena a mí se me antojaba. Los valores de Leónidas, cuyo pueblo había practicado una forma particularmente asesina de eugenesia y adiestrado a sus jóvenes para matar por la noche a cualquier Untermensch con ínfulas, no eran en absoluto los que yo podía considerar propios; ni tampoco lo eran los de César, de quien se decía que había matado a un millón de galos y esclavizado a otro millón. No solo las brutalidades más extremas me inquietaban, sino la completa falta de cualquier noción de que los pobres o los débiles tuvieran el menor valor intrínseco. ¿Por qué me perturbaba? Porque ni mi moral ni mi ética eran en absoluto las de un romano o un espartano. Que mi fe en Dios se hubiera disipado a lo largo de mi adolescencia no quería decir que hubiera dejado de ser un cristiano. Durante más de un milenio, la civilización en la que yo había nacido era la cristiandad. Las suposiciones con las que había crecido sobre como debía organizarse una sociedad y los principios que debía defender no nacían de la Antigüedad clásica, y mucho menos de la «naturaleza humana», sino que derivaban, a todas luces, del pasado cristiano de esa civilización. Tan profundo ha sido el impacto del cristianismo en el desarrollo de la civilización occidental que ha llegado un punto en que pasa desapercibido. Las que se recuerdan son las revoluciones incompletas; el destino de los que triunfan es convertirse en la normalidad».
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Dominio: una nueva historia del cristianismo
I) Presentación de la obra y prefacio
II) Parte I: Antigüedad
III) Parte II: Cristiandad
IV) Parte III: Modernidad
V) Conclusiones



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