domingo, 24 de mayo de 2020

Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes (VI): La fuerza de la sangre

La fuerza de la sangre es otra deliciosa novelita de Miguel de Cervantes, la sexta de su docena de Novelas ejemplares. Es una de sus narraciones más breves, y en ella triunfa finalmente el júbilo y la dicha de dos venturosos desposados que se conocieron por una acción infame.

La acción se sitúa en Toledo. Al inicio de la misma, una bellísima chica de diecisiete años es raptada y posteriormente deshonrada por Rodolfo, un hidalgo de veintidós movido por un ímpetu lascivo que al final de esta historia acaba desposado con su hermosa víctima. 

Para desflorar a Leocadia, Rodolfo la lleva a su casa, donde a la postre, cuando descubre el sublime recato de la mujer raptada, siente remordimientos y la devuelve a sus padres. Él entonces marcha a Italia, y ella lleva en secreto su embarazo hasta que da a luz a un hermosísimo niño, de condición mansa e ingenio agudo: Luisico, que «cuando iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones». Éste finalmente une a sus padres, por medio de un desgraciado, y providencial, accidente, siendo lo acontecido 一como dice Cervantes一, «permitido por el cielo y por la fuerza de la sangre».

Lo que Cervantes pretende con esta bonita historia de amor en apariencia superficial es demostrar que a las personas virtuosas, cuando Dios les da la llaga, también les da la medicina. Asimismo, Cervantes afirma con este relato, una vez más, la actuación de la Providencia, es decir, el cuidado que Dios tiene de la creación y de sus criaturas. Por tanto, las almas bondadosas pueden confiar en la justicia divina. 

Por último, Cervantes muestra que la actitud decente, pulcra y en definitiva virtuosa es una disposición íntima que no tiene por qué coincidir con el linaje, y que en algunas almas está más misteriosamente grabada que en otras. Las palabras del padre de Leocadia hacia su hija son elocuentes, y revelan, por enésima vez, a un Cervantes profundamente identificado con la doctrina católica:

«La verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios, y pues tú ni en dicho ni en pensamiento, ni en hecho, le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo».


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