domingo, 12 de abril de 2020

Indicios o pruebas de la resurrección de Jesús


A menudo se piensa que las creencias religiosas arraigan en las conciencias sin fundamento racional, como si fueran espejismos o ilusiones que las personas se forjan para sobrellevar mejor su propia existencia. Pero nadie con un grado mínimo de sensatez cree a ciegas, sin haber reflexionado, sin motivo alguno.

Hasta las puertas mismas de la fe se puede llegar con un acto del entendimiento. Y este acto, finalmente, nos muestra cuán razonable es la creencia cristiana. Pues bien, mi intención con este escrito es exponer al menos cuatro indicios o pruebas que nos permiten conocer o inferir la resurrección de Jesús.
1) El primer indicio que nos permite tener el convencimiento de la Resurrección de Jesucristo es su sepulcro vacío. El testimonio de los Evangelios no deja lugar a dudas: después de haber puesto en un sepulcro nuevo el cuerpo de Jesús, éste ya no estaba cuando al tercer día se retiró la losa que cubría la entrada de su sepultura. 
Los judíos ya habían presumido con malicia que los discípulos de Jesús podrían estar interesados en robar su cadáver, y para impedirlo, solicitaron a Pilato que mandara una guardia con el fin de custodiar el sepulcro. Pero cuando el domingo, María Magdalena fue al sepulcro y vio la piedra quitada, avisó a Pedro, que junto con Juan, fue corriendo hasta el lugar donde había sido depositado el cadáver de Jesús. Y dice el evangelista acto seguido que cuando el joven discípulo entró al sepulcro tras Pedro, vio y creyó. 
La siguiente pregunta, así pues, es obligada: ¿Qué señal habían visto dentro, en un sepulcro vacío, que les había hecho alcanzar el grado más alto de certeza?
Vieron los lienzos que habían cubierto el cuerpo de Jesús, plegados, y el sudario que había envuelto su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, enrollado en otro sitio. 

¿Y qué ladrón se entretendría doblando concienzudamente los lienzos y enrollando minuciosamente el sudario?


Además, si conociéramos los usos y costumbres hebreas de la época de Jesús en torno a la mesa, descubriríamos un signo revelador. Al parecer, las telas que entonces se usaban para limpiarse las manos y la boca podían expresar, en función de la disposición dada por el comensal, significados muy concretos. Hablamos de códigos que permanecen hoy en día —sobre todo en banquetes oficiales o solemnes—, y que permiten por ejemplo comunicarse en secreto entre el servicio y el comensal anfitrión. Como digo, actualmente existe todo un lenguaje oculto con los cubiertos para indicar que el servicio debe comenzar, que se desea hacer una pausa, que estamos listos para que nos sirvan el siguiente plato, etc. Hoy, protocolos de este tipo son seguidos principalmente en ágapes donde huéspedes y anfitriones son casas reales y jefes de Estado, aunque también es frecuente encontrar estos códigos en restaurantes finos o elegantes. Pues bien, la tradición judía a la que nos referimos poseía igualmente una serie de señales o reglas que conocían a la perfección el maestro o anfitrión y el servicio doméstico.
En el caso judío, cuando el maestro había terminado de comer, se limpiaba con la servilleta, y haciendo con ella un gurruño, la lanzaba sobre la mesa. Ese era el momento en el que el criado, que permanecía atento fuera de la visión de los comensales, sabía que su amo había terminado de comer. Por el contrario, si el maestro se levantaba, habiendo doblado su servilleta y habiéndola dejado junto a su plato, el criado entendía que no era el momento de acercarse a la mesa y recogerla. Con esa sencilla señal, el anfitrión manifestaba que no había terminado de comer y que por tanto iba a regresar a la mesa. De ser así, Jesucristo, al disponer aparte el sudario que había envuelto su cabeza, estaría diciendo a Juan y a Pedro que no había terminado su obra, y que efectivamente iba a volver de entre los muertos.
2) El segundo indicio que poseemos los cristianos de la resurrección de Jesús es el hecho de que las primeras personas en dar testimonio del Resucitado fueron mujeres. Este punto es muy interesante, y supone una prueba más que habla a favor de la veracidad de los Evangelios. Y es que si dichos textos fuesen fantasías de los seguidores de Jesús, éstos habrían incurrido en la mayor de las chapuzas, ya que sabían perfectamente que ante cualquier tribunal judío el testimonio de una mujer tenía un valor insignificante, o al menos un valor mucho menor que el testimonio de un hombre.

Por lo tanto, si los seguidores de Jesús hubiesen fingido su resurrección, jamás hubieran divulgado que habían sido mujeres las primeras en verlo.
3) En tercer lugar, de las apariciones de Jesús resucitado, en cuerpo glorioso, fueron testigos varios cientos de personas. Muchos de ellos le vieron hacer incontables milagros antes de morir, y al verlo de nuevo en persona, corroboraron el mayor de sus milagros: vencer a la muerte y revivir.

Y, claro está, el número de testigos que vieron a Jesús resucitado aumenta sin duda el crédito del testimonio.
4) Y en cuarto y último lugar, el indicio más serio, el más evidente. Me refiero al cambio radical de actitud de los apóstoles y seguidores de Jesús después de haberse encontrado con el Resucitado. 
De entrada, la muerte de Jesús fue para sus amigos, discípulos y partidarios una realidad desconcertante. Los suyos lo habían reconocido como Mesías, el Salvador de la nación de Israel, que los iba a liberar primero del yugo romano, y después los conduciría a dominar el resto del mundo. Pero dichas ideas sobre el Mesías, deformadas por sus deseos y aspiraciones políticas, olvidaban las palabras del gran profeta Isaías acerca del Mesías, pues éste se anunciaba por boca del profeta como el siervo sufriente del Señor, el varón de dolores que sería despreciado y desechado entre los hombres. 
Es decir, Jesús se había manifestado al mundo como cordero inocente dispuesto a ser sacrificado. Por eso sus amigos al principio sintieron confusión y pánico, y se escondieron, temiendo posibles represalias de la autoridad judía competente.
De modo que el cambio producido en el ánimo de los apóstoles no se explica si no es a través de una verdadera experiencia de choque. Así, al reencontrarse con su Maestro, tras haberlo visto morir, se echaron a la calle y, arriesgando sus propias vidas, dijeron con firmeza: “ya no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído”. 
Y, digo yo, nadie se deja matar por una historia que ha inventado él mismo.
Finalmente, antes de despedirme, quisiera advertir que la Iglesia tiene la enorme suerte de contar con innumerables santos, personas que han vivido vidas rodeadas de milagros. Las vidas de estas gentes, y de tantas otras, también son un testimonio autorizado de la resurrección del que se llamó a sí mismo el Camino, la Verdad y la Vida.
Pero la Iglesia no sólo ha dado a luz a muchos santos, también a lumbreras que han contribuido al conocimiento y al desarrollo de las letras sagradas y profanas. Quizá el mayor sabio español del siglo XIX, junto con Menéndez Pelayo y Donoso Cortés, verdadero erudito en el campo de la filosofía y las ciencias que tienen que ver con los atributos de Dios y su obra redentora, Jaime Balmes, resumió el asunto que yo he tratado aquí modestamente, en su obra El Criterio, con esta sentencia impecable y redonda:
"¿De qué medios se valieron -decía- los propagadores del cristianismo? De la predicación y del ejemplo confirmados por milagros. Estos milagros, la crítica más escrupulosa no puede rechazarlos; que si los rechaza, poco importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros".
Y por alusiones, el mayor pensador de todos los cristianos, Santo Tomás de Aquino, concluyó acerca de la resurrección de Jesús, que cada uno de los argumentos de por sí que hemos presentado “no bastaría para demostrar la resurrección, pero, tomados en conjunto, la manifiestan suficientemente"...

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