sábado, 4 de abril de 2020

Zaragoza y el Pilar de la Virgen que permanecerá hasta el fin de mundo: memorias al hijo que no ha llegado


La huella más temprana que poseemos de la fe cristiana en el terrón peninsular nos lleva hasta Zaragoza. Allí, lo sagrado estampó su sello y confirió al lugar un halo sempiterno, atrayendo en torno suyo a gentíos llegados de todos los rincones del orbe durante los últimos dos milenios. 
Por entonces gobernaba el mundo conocido la grandiosa Roma, en la cual regían los emperadores o césares, los más altos magistrados del Imperio Romano. El primero de todos ellos fue Octavio Augusto, que tuvo un papel destacado en España: someter a los aguerridos cántabros, completando así su dominio total sobre la península. Veteranos de aquellas guerras, ya licenciados, fundaron poco después la ciudad de Zaragoza, sobre una ciudad ibérica intensamente romanizada, otorgándole a la nueva colonia el nombre de Caesaraugusta, en honor del primer césar.
Naturalmente, la presencia romana todavía perdura en la capital aragonesa. Entre las principales ruinas que aún pueden contemplarse en ella descubrimos, diseminadas, parte de las antiguas murallas, el foro, las termas y el teatro. Junto a las murallas, figura una estatua idealizada del mismo Augusto, en calidad de jefe militar vencedor, imitando al Augusto de Prima Porta de los Museos Vaticanos, y en recuerdo de la gran personalidad a la que debe su topónimo la urbe baturra.

Nos encontramos, por cierto, en las coordenadas temporales que los profetas llaman la plenitud de los tiempos. Bajo el reinado de dicho césar, y en un rincón ignoto del imperio, nacería el Rey de Reyes, el Mesías, el Salvador, Jesucristo. Como es sabido, Jesús nació en un sencillo pesebre, rodeado de pastores y seguramente de mansos animales de carga, en el preciso lugar señalado por los hombres inspirados de la Antigüedad. Y el césar, máxima autoridad del mundo conocido, que era glorificado por sus súbditos como si de un verdadero dios se tratara, contribuyó sin saberlo a que el verdadero emperador del mundo y por tanto el único Dios vivo, viera la luz en Belén, ordenando la elaboración de un censo en todo el imperio. Dicho censo, en última instancia, estaba ideado para ser un instrumento que facilitara la recaudación de impuestos y el reclutamiento militar. Bienaventuradamente, esta circunstancia motivó que José y María viajaran hasta Belén, población natal del padre adoptivo de Jesús, para cumplir con lo que habían establecido las autoridades. 
Pocos lustros después, con Jesucristo ya ungido e incluso ascendido al cielo, el Altísimo imprimió en Zaragoza un cuño indeleble, origen del culto mariano que se tributa a la Theotokos en todas las regiones católicas. Lo que ocurrió, desde luego, fue sorprendente. Si lo que ocurrió, claro está, fue tal y como nos relatan las fuentes.
La tradición refiere que en tiempos del monstruoso emperador Calígula, concretamente el 2 de enero del año 40, la madre del Resucitado se apareció en las riberas del río Ebro al Apóstol Santiago, que recorría el norte de Hispania predicando la palabra de Dios con éxito incierto. La Virgen María, que aún no había sido elevada al cielo en cuerpo y alma, se habría aparecido a Santiago rodeada de ángeles y sobre un pilar, alentando al «hijo del trueno» a seguir enseñando el Evangelio en España, y revelándole al mismo tiempo su deseo de ver edificado en ese preciso lugar un templo en su memoria. 
Casi dos mil años han pasado desde entonces, y el Pilar sigue siendo razón y ser de Zaragoza. 
A dicho templo, que como es lógico ha variado con el andar de las épocas, siendo la fábrica actual del siglo XVII (la primera piedra se colocó el 25 de julio de 1681, fiesta del Apóstol Santiago), acude el viajero para conocer de cerca lo sagrado; quizá, me figuro yo, con la esperanza de ser irradiado con la paz, la verdad y la belleza que ostentan los espacios en los cuales lo divino ha decidido manifestarse con especial vehemencia.
Pues bien, he de confesarte, hijo mío, que desconozco los motivos que hacían a tu madre soñar con este lugar desde hace tantísimo tiempo. Sé, sin embargo, que se trataba de un viejo anhelo suyo; por eso cuando le hice saber que ya estábamos en Zaragoza, una vez abandonada la autovía Mudéjar, lloró copiosamente. Verla emocionada me emocionó a mí también, pues notarla así de feliz me complacía en grado sumo, de tal modo que ese insignificante momento dentro del coche justificó con creces todo nuestro periplo.
Una vez deshechas las maletas, y convenientemente aseados, bajamos entusiasmados a la Plaza del Pilar, pues nuestro hotel, sin ser el Gran Hotel de Zaragoza —próximo a la bella Plaza de los Sitios—, contaba con una ubicación inmejorable, justo enfrente del templo que cobija la columna de jaspe que de acuerdo a la Virgen permanecerá en ese sitio «hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio».
Así pues, animado por el deseo de saludar en primer lugar a María Santísima, conduje a tu madre hasta la Santa Capilla, donde se encuentra entronizada la imagen chiquita de madera de la Virgen del Pilar, al mismo entrar en la basílica.
La basílica, a pesar de los reparos que puedan hacérsele, impresiona. Y por mucho que digan, es hermosa por dentro, y, sobre todo, por fuera, con su rizado mar de torres y cúpulas de polícromos tejados enseñoreándose y recibiendo todas las miradas. El antiguo templo románico se perdió en un incendio en 1434, perdiéndose también la primitiva imagen de la Virgen; a éste le siguió el templo gótico, y a este último, a su vez, el actual santuario barroco. Es cierto, no obstante, que la fuerza de atracción del Pilar no procede del arte que alberga, sino de la misteriosa corriente religiosa que continuamente la alimenta, impasible ante los zarandeos de las modas y las ideologías.
En fin, después de narrar a tu madre los orígenes de la devoción mariana arraigada en Zaragoza, bajo el magistral templete de Ventura Rodríguez, mientras permanecíamos sentados ante la imagen portentosa, vestida con bellísimo manto blanco, corona de oro y resplandores de piedras preciosas, rodeamos la capilla para besar en su parte posterior la santa columna. Tu madre ignoraba que el pilar en el que se apareció la Virgen es la columna más besada del mundo, y que se conserva todavía, exponiéndose parte de ella tras el camarín de la Virgen como imán para los fervientes fieles y aun para los simples curiosos.
Me resultó evidente en seguida que era un momento propicio para seguir nutriendo el espíritu dócil de tu madre con episodios edificantes. Volviendo a pasar por delante de la venerada imagen del Pilar, pero sin subir esta vez el escalón que separa la capilla del resto de la nave, llevé a tu madre hasta unos bancos solitarios haciéndole levantar la vista. Le quería mostrar las dos bombas que cuelgan sobre una de las robustas pilastras de la basílica, que inexplicablemente no explotaron al ser arrojadas sobre el templo desde un avión del ejército rojo el 3 de agosto de 1936.
Si no me había informado yo mal, un Fokker trimotor lanzó tres bombas sobre la basílica, en la madrugada del día señalado, sin que ninguna de las tres hiciera explosión. Una de ellas se incrustó en la plaza, a escasos metros del templo, levantando varios adoquines y dejando en el pavimento la irónica silueta de una cruz. Los otros dos artefactos, que tu madre contemplaba absorta mientras me escuchaba relatar los hechos, atravesaron el techo del templo, impactando uno contra el nervio de la bóveda de descarga de la cúpula de la Santa Capilla, y perforando el otro parte del fresco de Goya del coreto llamado «El nombre de la adoración de Dios»; cuidada composición en tonos marrones y ocres de estilo clasicista que el genio aragonés pintara con esmero en la cúpula situada justo enfrente de la Santa Capilla. Acción que retrataría, una vez más, el desprecio que siempre ha sentido la morralla izquierdista por la religión y las bellas artes en general.
Como teníamos tiempo y no sería ésa nuestra última visita a la basílica, dejamos para más tarde la contemplación del excelente retablo mayor. Pasé por alto también, deliberadamente, el cuadro en gran formato que alude al indiscutible milagro de Calanda, pues entendí que sería mejor aplazar tan asombroso relato para cuando horas más tarde estuviéramos sentados en cualquiera de las terrazas que pueblan la estirada plaza de las dos catedrales.
Así que invadidos de un gozo sereno, y radiantes de felicidad, salimos del templo echando un último vistazo a la Pilarica dispuestos a tomar un tentempié, acompañándolo de algún vaso de vermú, alguna copa de vino o alguna caña de cerveza. 
Muy próxima a la Plaza del Pilar hay una taberna escondida en una callejuela a la que se accede desde la calle del rey Jaime I llamada Los Victorinos. Yo la conocía de una visita anterior, y había podido averiguar con antelación que en el local se comen unos pinchos deliciosos. Sobresale, sin duda alguna, la tapa de la casa, compuesta de boletus con salsa de Oporto, jamón y foie, y, sobre todo, sobresalen los primorosos huevos escalfados con trufa blanca del Piamonte.
Al acabar nuestro aperitivo nos dirigimos al restaurante en el cual tenía una reserva: La Bodega de Chema, sitio ideal para probar un cabrito lechal exquisito con patatas pochadas al estilo tradicional. Yo lo había probado ya en una ocasión anterior, y a la sazón me había parecido manjar milagroso. Por suerte, en la cata presente el sabor del cabrito me pareció igual de delicioso, resultándome una exquisitez sumamente disfrutable; exquisitez que maridé con buen vino tinto de la tierra del Somontano.
Tras la comida, dimos un agradable paseo hasta el hotel, donde decidimos darle al cuerpo un pequeño reposo y facilitarle así la digestión de los alimentos.
Nuestra siguiente visita se encontraba en cualquier caso a pocos pasos de distancia. La catedral del Salvador, ignorada por los visitantes primerizos, que admiran su fachada y su torre barrocas con perfecta perspectiva desde el Pilar pero a la que no se acercan por desconocer su importancia, sorprende y pasma. Mezcla de barroco y mudéjar, alabastro y ladrillo, limpieza y armonía, alberga en su interior obras que en seguida capturan nuestra mirada. Yo resaltaría el retablo mayor, muy similar al del Pilar, y en especial las hermosas capillas del inquisidor martirizado Pedro Arbués y la del santo niño Dominguito de Val asesinado por los judíos en plena Edad Media y aquí venerado.
No quise abrumar a mi acompañante con la historia de estos dos ilustres personajes, ni le señalé detalles especiales de la SEO de Zaragoza. Únicamente quería que sintiera el abrazo de tanta belleza, consciente de que al recibirlo sin obstáculos su atención estaría más dispuesta a escuchar el principal portento asociado al culto a la Virgen del Pilar del que se tiene noticia.
Estábamos sentados a la mesa de una terraza frente a la puerta principal de la basílica cuando comencé a exponerle el milagro.
—¿Sabes cómo se llama esa calle? —dije, indicando la calle a la que me refería—. La que pega al Pilar y por la que esta mañana hemos accedido con el coche. Se llama Milagro de Calanda. ¿Quieres saber por qué se llama así? Verás.
El 29 de marzo de 1640 un hecho extraordinario desconcertó a toda Europa, requiriendo el interés del rey Felipe IV de España, de la Santa Sede y de la mayoría de los reinos de Occidente. De boca en boca, una noticia inverosímil y desafiante corrió de repente como un reguero de pólvora. Se trataba de algo inaudito. Increíble. Pero lo cierto es que la historia cuenta con una documentación exuberante.
Miguel Pellicer, un joven de unos veinte años nacido en la vecina población de Calanda, en el bajo Aragón, sufrió un accidente en el campo: la rueda de un carro cargado de trigo y tirado por dos mulas pasó por encima de su pierna derecha haciéndola añicos. Era pleno verano de 1637. Tras pasar por el Hospital Real de Valencia, Miguel pidió ser atendido en Zaragoza, donde finalmente le fue amputada la pierna, completamente gangrenada, en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, después de haber honrado a la efigie mariana en el Pilar. Sabemos por documentos de la época que los cirujanos que le atendieron seccionaron la pierna de Miguel cuatro dedos por debajo de la rodilla. Y como era común en aquel tiempo en España, el miembro seccionado fue enterrado en el cementerio del hospital. Si el cuerpo estaba destinado a la resurrección, sus miembros mutilados tenían que ser igualmente respetados. Por este motivo se encargó al practicante del hospital, Juan Lorenzo García, enterrar la pierna, lo cual realizó escrupulosamente «en un hoyo como un palmo de hondo». 
Con semejante desgracia a cuestas, Pellicer se vio abocado a la mendicidad. Pero el Cabildo catedralicio, en un honroso gesto de caridad, permitió al pobre chico pedir limosna a la entrada del templo. De modo que cada mañana, tras oír misa, el joven se acercaba a una de las lámparas de la Santa Capilla, cogía un poco de aceite y se frotaba el muñón a modo de masaje. Entonces salía a la calle y se colocaba a la entrada del templo sin esconder su desdicha, lo cual fue despertando un día tras otro la compasión de las miles de personas que se acercaban al Pilar. Naturalmente, el mozo acabó siendo conocido por todos los zaragozanos y aun por las gentes extranjeras. Con todo y con eso, un buen día Miguel decidió poner fin a su vida de mendigo y puso rumbo al hogar de sus padres en Calanda. Habían pasado dos años y pico. No es difícil imaginar las oraciones que el desdichado habría dirigido a la Pilarica día tras día durante esos dos largos años, pidiendo insistentemente un milagro. Pero los milagros se hacen realidad si Dios así lo dispone y sólo cuando Él lo determina.
Finalmente, cerca de la medianoche del 29 de marzo de 1640, mientras Miguel dormía plácidamente, su madre notó una fragancia agradable y un olor suave que emanaban del dormitorio de su hijo. La mujer, que no pudo evitar asomarse, quedó atónica al observar que Miguel volvía a tener los dos pies, «uno encima de otro, cruzados».
Imagina la cara que puso tu madre cuando rematé el relato diciendo que existe acta notarial de dicho milagro, recogida en el expediente completo incoado por el entonces Arzobispo de Zaragoza, con las declaraciones de veinticinco testigos.
En la basílica hay diversas alusiones al milagro que suelen pasar desapercibidas a los turistas, y que adornan la historia imprimiéndole intensidad.
A continuación me mantuve en silencio unos minutos contemplando a las multitudes pasar por la arteria principal de la ciudad. Rumiando aquellas historias, la cena fue un simple trámite que enlazó ese momento con el siguiente, en el que llevé nuevamente a tu madre hasta el Puente de Piedra para observar a distancia el contorno del Pilar. Por debajo pasa el río, portando un hálito recio que refresca los sentidos. Y dice una jota popular que al pasar por el Pilar, justo en ese punto del recorrido, el Ebro guarda silencio, pues la Virgen está dormida y no la quiere despertar. Hermosa letra que denota el fervor de los aragoneses por su reina celestial.
Zaragoza palpita sin duda por la milenaria tradición mariana que a tantos visitantes atrae a lo largo del año. Es su corazón y su alma misma. Pero la capital no carece de otros atractivos, como el edificio de la Lonja, el Museo Goya, el Palacio de la Aljafería o el Monumento de los Sitios, que se yergue en la plaza de idéntico nombre y hace referencia a la feroz invasión napoleónica y a la patriótica resistencia del pueblo mañico. 
Tan lamentable episodio aún nos sobrecoge cuando releemos el magnífico Episodio Nacional de Galdós, que hace convivir a personajes históricos como el bravo general Palafox con otros ficticios como el tío Candiola, Mariquilla, Miguel Araceli o su compañero Agustín Montoria.
En fin, aquella resistencia épica imprimió en el escudo de armas de la ciudad un rosario de títulos que resonarán hasta el fin de los tiempos, cuando aún se mantenga erguida la columna sobre la que se apareció la Virgen allá por el año 40. Así que de la Muy Noble, Muy Leal, Muy Heroica, Muy Benéfica, Siempre Heroica e Inmortal ciudad de Zaragoza me acabé despidiendo, tras despertar oyendo los gloriosos rumores de las campanas de la agraciada basílica, hasta la próxima visita, habiendo cumplido un viejo anhelo de tu madre, que, por supuesto, regresaba a casa a mi lado, henchida de felicidad.

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¡Nuestra Señora del Pilar, sustenta nuestra fe, que es la que ha vencido al mundo!


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