El hombre —varón y mujer, se entiende— es uno de los misterios más grandes que pueblan el universo. «Grieta sedienta de infinito», lo llama el filósofo existencialista Soren Kierkegaard; Gustav Thibon, por su parte, lo define como el «único ser en guerra consigo mismo». No hay pensador destacado que no haya reflexionado sobre el hombre, observador, y al mismo tiempo, sujeto observado. Especial en todo caso. Un enigma insondable. Un misterio en sí mismo...
Pensemos un instante en la siguiente imagen. Si encerrásemos entre vallas a una vaca, y le facilitásemos suministro de agua y forraje para alimentarse durante muchos años, y en otro lugar, también entre vallas, hiciésemos lo mismo con un hombre, la vaca no se preguntaría nunca qué hay más allá de las vallas, pero el hombre sí.
Existe
hoy una corriente de pensamiento, acerca de la cual es muy difícil medir su
aceptación real pero que está muy presente en los medios de comunicación y el
ambiente actuales, según la cual el hombre es, en última instancia, un animal
más. Pero como es natural, esta observación supone de principio a fin una
visión superficial y disparatada del ser humano.
Volvamos pues al hombre encerrado que imaginábamos al principio. Éste, al contrario que la vaca, el perro, el buey, la mula o la jirafa, antes o después acabará preguntándose, no sólo qué hay más allá de las vallas que lo cercan, sino qué hace allí y por qué está en esa situación. Además de otro millar de preguntas que son exclusivas de los que comparten su misma naturaleza, pues sabemos que es universal la inquietud existencial del hombre. Todo hombre, así pues, pregunta inevitablemente por el origen y la finalidad de la vida. Tarde o temprano, siente la necesidad de saber de dónde viene, adónde va y quién es. Quiere saber por qué sufre, por qué ha de morir, cómo es posible que haya nacido sin su intervención o consentimiento, y que de sus primeros años de vida ni siquiera se acuerde. Se preguntará también por qué hacemos daño a otros pudiendo no hacerlo. E incluso meditará por qué son relevantes para él este tipo de preguntas y por qué no puede simplemente dejarlas a un lado. En fin, mil y una cuestiones inseparables del hombre, que a poco que estemos atentos nos insinuarán la apertura de éste a la trascendencia. Preguntas, en última instancia, que ponen de manifiesto precisamente una facultad propiamente humana: la conciencia. Facultad que nos distingue, por tanto, radicalmente de los animales.
Si
nos fijamos ahora en la conciencia, descubrimos otros muchos rasgos de la singularidad
humana. Por ejemplo la identidad. Que de hecho sólo puede predicarse del ser
humano. Pues los animales no tienen identidad ni pueden tenerla. Así pues, por
más cariño que le tengamos a nuestra mascota, o por muchas veces que la
llamemos por su nombre, el animal no se reconocerá a sí mismo como ser independiente. Tratar a los animales como a personas no los convierte en eso. Por
ello, no pueden darse problemas de identidad en un perro, pero sí en una
persona. La persona puede sentirse desplazada, vacía, incomprendida,
perseguida, rara, pero un animal no puede sentirse incomprendido. El animal
podrá estar “triste” porque tiene emociones, pero no dudará de sí mismo. No
puede preguntarse el animal quién es, ni tampoco cómo es. Por eso el hombre es
el único ser en guerra consigo mismo.
De
ahí que los animales no tengan derechos ni puedan tenerlos. Para tener derechos en primer lugar hace falta poder ejercerlos. Además, los derechos se
compensan con las obligaciones. Y las obligaciones para ser tales deben ser
asumidas. Y para asumir algo hace falta ser libre. La acción humana
efectivamente no se entiende sin esta premisa.
El
hombre, por otra parte, también es capaz de concebir categorías morales; entiende los conceptos de bien
y de mal, y por eso es responsable de sus actos. El animal, en cambio, ni es
libre ni actúa de acuerdo a la disyuntiva humana del bien y del mal, que le es
totalmente ajena, ya que actúa determinado por sus instintos, sin posibilidad
alguna de torcer sus inclinaciones, sin opción de cambiar su modo de proceder
básico. Por ejemplo, si el animal está en celo, copulará. Pero si el hombre se
excita, podrá doblegar su voluntad y actuar de acuerdo a promesas que para él tengan
un valor elevado. El animal si tiene hambre, y puede hacerlo, comerá. En
idéntico caso el hombre podrá, si así lo ha decidido, no comer. Bien porque desee
ayunar, tal vez por motivos religiosos, o bien porque se encuentre gordo y haya
decidido seguir cierto régimen. Los animales, seamos serios, ni hacen huelgas
de hambre ni guardan la línea. Sobre esta forma de sufrimiento, propia del ser
humano, volveremos más adelante.
Lo
que debe quedar claro es que el animal no es responsable de sus actos, y que por
tanto no puede ejercer ningún tipo de derecho. El derecho sólo le corresponde
ejercerlo al hombre, de igual manera que únicamente al hombre le corresponde
asumir obligaciones.
El
animal, hilando con lo anterior, no es libre. El hombre sí lo es. A una persona
con la que estuviéramos discutiendo si el hombre es realmente libre, y nos
negara la libertad humana, podríamos pegarle un puñetazo tras otro y decirle
que no podemos parar porque no somos libres de hacerlo. Tampoco podría el otro
echarnos en cara nada porque al negar la libertad humana tendría que comprender
que actuamos determinados por un instinto violento. ¿Sería lógico que tratara
de convencernos de que podemos parar de pegarle puñetazos, si él no cree en la
libertad humana?
Bien
es cierto que el hombre está condicionado y sufre limitaciones evidentes, pero
puede decir la última palabra y ordenar su vida de acuerdo a decisiones
personales. El animal no puede hacer de su vida un proyecto, no aspira a nada,
a nada tiende, y el mundo es para él un lugar en el que sobrevivir comiendo y
reproduciéndose. Todas sus capacidades mentales, su inteligencia animal, están
encorsetadas y orientadas a tal fin: la supervivencia. A la suya y a la de su
prole. Los animales reconocen la realidad, y actúan en consecuencia, pero según
el patrón con el que cada animal ha sido diseñado.
Con
esto en mente, el animal no puede improvisar. Actúa, como decíamos, en función de
sus códigos internos; de ahí no sale. Al hombre lo distingue la improvisación
de cualquier otro ser de la realidad. Su complejidad, unida a su libertad, lo
hace, además, imprevisible, a pesar de los muchos estudios que se han hecho
sobre el hombre y que afirman que es posible prever la respuesta de cada uno de
nosotros ante circunstancias muy bien definidas al 99 %. Aun así, el 1 %
restante nos convierte en especiales. En cualquier caso, ni éstas son cifras
reales ni siempre pueden tenerse controlados todos los factores que influyen en
la vida humana. Por tanto, podremos ser previsibles en algunos momentos y en
determinados ambientes, pero no hasta el punto de ser reducidos a simples
autómatas. El gran Sherlock Holmes, parafraseando a Winwood Reade en El signo de los cuatro, concluye, con rotunda claridad, que «mientras el individuo es un enigma sin solución, el conjunto de los seres humanos es una certeza matemática»[1].
Por
cierto, ¿qué sabe el animal de la muerte? ¿Acaso puede preocuparse? ¿Hay en
realidad algo que angustie más al hombre que la muerte propia o la de un ser
querido? ¿Por qué nosotros sí sentimos esa angustia y el animal no? ¿Por qué el
animal no tiene miedo al futuro? ¿Es que puede tenerlo? El animal en realidad
no tiene pasado, porque no tiene memoria, no tiene presente, porque no tiene
conciencia, y desde luego no tiene futuro porque no puede hacer de su vida una
obra. El hombre sin embargo es un ser histórico.
La
historia está hecha por el hombre. El hombre, de esta manera, hace suyo el tiempo, y es el único
ser que puede en rigor perderlo. Es más: Puede dedicarse a lo inútil, a lo
superfluo. Por eso se ha llegado a decir del hombre que es la nada capaz de
Dios.
¿Es
ciertamente el hombre un animal si es capaz de concebir la justicia cuando los
animales no pueden forjarse esta idea? Los animales se rigen por leyes
internas, cada uno según sus instrucciones y códigos particulares, pero en el
reino animal no hay justicia. No hay justicia ni puede haberla. Los buitres se
pelean por la carroña, y no entienden de cortesía. Llegan las hienas y los
espantan, sin importarles que éstos hayan llegado primero. Ni unas ni otros se
preguntan si es justo que el león que devoró a la gacela dejara tan poco para
ellos. Sin embargo, todos hemos oído decir a los arbitristas que el mundo está
muy mal repartido. ¿Será porque entienden que las personas son capaces de mérito?
¿Y
es que no son las creencias e ideologías también exclusivas del hombre? ¿Han
descubierto los biólogos o exploradores especies animales que discutan sobre
cuál puede ser el mejor modo de gobernarse, de cómo administrar mejor la justicia,
de qué hay que hacer para ser más felices?
¿Es
la felicidad acaso un deseo animal? ¡Cómo va a serlo! El animal no choca con la
realidad, pero el hombre sí, constantemente. De ese choque, entre otras cosas,
el hombre descubre una verdad indudable: que sus aspiraciones últimas no son
satisfechas. Existe una tensión entre los apetitos humanos y su satisfacción
real. De ahí que el hombre se frustre y desilusione. ¿Nos indica esto que al
hombre le conviene dominarse? ¿Es un indicio también que nos lleva a pensar que
la plenitud del hombre no se encuentra en las cosas materiales ni en la satisfacción de los apetitos? ¿Por qué no
encuentra el hombre satisfacción completa? ¿Por qué nunca se siente saciado del
todo, y no consigue mantener en el tiempo esos contados momentos de
embriagadora felicidad con los que le obsequia la vida?
El
hombre, a diferencia del animal, concibe su cuerpo y entiende que tiene valor.
Esa experiencia de corporeidad se muestra con toda claridad en la sexualidad
humana. El sexo como sublimación del amor, como deseo de unión infinito, como
anhelo de plenitud. ¿Por qué el hombre y la mujer se unen tratando de llenarse,
de rebosar, de fundirse para completar sus insuficiencias, de cubrir todos
aquellos huecos que cada uno de nosotros siente arder y no le dejan tranquilo?
¿No se siente el hombre más de una vez en su vida vacío por dentro como si
fuera una berenjena a la que se le hubiera arrancado su pulpa, y notara que
necesita, que precisa, como el aire que respira, que algo colme sus lagunas,
que algo rellene hasta la última de sus grietas?
Más
aún: ¿Qué sabe el animal de belleza? ¿Y del bien o la verdad? ¿Qué es para
el animal ahondar, desgarrar el velo de las apariencias buscando las causas
primeras? Sencillamente, no sabe nada porque nada de esto le incumbe. Y en
tanto el animal no entiende las ideas de verdad, de bien y de belleza, inquietudes
propiamente humanas, se observa una distancia insalvable entre ser humano y
animal, una diferencia esencial y no evolutiva, como se pretende con malicia desde ciertas tribunas.
¿Qué
ocurre por ejemplo con el arte? ¿Está el arte al alcance del animal? ¿No está
vetada a la naturaleza animal toda forma de abstracción y de conocimiento
racional? ¿Puede el animal maravillarse ante un cuadro, o ante la naturaleza
misma? ¿Qué sabe de estética? ¿No es impensable que conciba el término sublime
y lo distinga de lo bello? ¿Se emocionan los gatos viendo una pintura? ¿Han
hecho alguna vez un viaje los osos polares para visitar los Museos Vaticanos?
¿Imaginación,
entonces? Tampoco. El animal no tiene ninguna. Si imaginación es la habilidad
para disponer de otro modo las cosas que se han observado en la realidad, puede
afirmarse que sólo el hombre imagina. La araña ve la realidad a su manera, pero
no puede imaginarla de otra. El toro de lidia ve el mundo de manera distinta de
la araña, pero tampoco puede representársela de otra forma. Los animales, ya
deberíamos habernos percatado, no están pensados para ir más allá. Su
comunicación con la naturaleza o el cosmos es rudimentaria. Sólo el hombre
encierra dentro de sí una sofisticación tal que es en sí misma un milagro.
Pero
sigamos explorando la singularidad humana. ¿Acaso busca el animal el sufrimiento? ¿Encuentra algún sentido en él?
¿Y no «sufre» el creyente ayunando, y el ateo machacándose en un gimnasio? ¿Qué
animal tiene hambre y no come teniendo alimento a su alcance? ¿Qué animal
padece corriendo kilómetros y kilómetros para estar en forma?
Asimismo,
en la medida que el animal no hace nada distinto de aquello para lo que está
programado a hacer, no puede ser acusado de cometer ningún crimen, heroicidad o
estupidez. El escorpión pica cuando se siente amenazado, pero no se pica a sí
mismo. La abeja clava su aguijón en la carne porque está diseñada para hacerlo,
aunque al obrar así se destripe a sí misma, seguramente sin saber que si clava
su aguijón morirá, pero, una vez más, no pudiendo dejar de hacer lo que le
ordena su manual de instrucciones. En cambio, el hombre puede suicidarse,
siendo consciente de qué le espera si se tira de un vigésimo piso, y también rivalizar
con Dios elevando al infinito su estupidez. Por eso no hay leones majaderos,
pero sí hombres estúpidos y necios.
Aun
cuando alguien pudiera discrepar de lo dicho hasta ahora, o incluso haberse
ofendido porque se siente animal y ser animal le parece lo más digno del
mundo, o porque ama a su anaconda más que a su propio cónyuge, otra persona podrá
estar riéndose a mandíbula batiente de la estupidez humana, soportando con
humor los desvaríos de sus semejantes. El humor es propio del hombre, y totalmente ajeno al animal.
Un
detalle más quisiera apuntar antes de concluir este texto. Me refiero al
dilatado período de embarazo de la mujer, y sobre todo al largo período de
desprotección en el que se halla todo niño desde el momento de su
alumbramiento. ¿Por qué las crías animales son capaces de valerse por sí mismas
prácticamente al momento de su nacimiento? ¿Y por qué en cambio para el ser
humano es absolutamente imposible sobrevivir a su nacimiento si no cuenta con
la protección de alguien? ¿Querría quien nos diseñara que fuésemos acogidos en una
familia? ¿Nos hizo de esta manera «el innombrable» —repárese en el humor con el
que es llamado aquí a Dios— para que experimentáramos el don de una vida que
nace y que necesita protección, alimento y cariño? ¿Se entiende la creación
entera, y el ser humano especialmente, sin amor? ¿Y se puede amar sin ser
persona?
Antes
de acabar, habiendo hecho sólo un recorrido por algunos indicios relevantes que
muestran indudablemente la diferencia cualitativa entre el ser humano y el
animal, un salto infinito en realidad, y habiendo omitido otros como el lenguaje
simbólico, debería repararse en que al mismo tiempo que se niega hoy la singularidad del
hombre, rebajando su condición especial, existe una corriente que trata de elevar la inteligencia
artificial emparejándola a la humana. Lo que supone una significativa paradoja.
Significativa, en efecto, porque equivale a un indicio que confirma
precisamente la particularidad humana. Pues no se llevaría a cabo este intento si no se partiera del hecho de que el hombre es un ser especial.
Muchos
de los indicios que demuestran la especial naturaleza humana en contraste con
la animal, sirven para distinguirla también de la inteligencia o vida
artificial. Jamás una máquina será una persona. Nunca a una máquina le afectará su muerte. Jamás se interrogará acerca del problema del mal.
Nunca sabrá la máquina qué es el sufrimiento ni lo elegirá. ¿Acaso tendrá interés una
máquina en resolver un problema por sí misma? ¿Afán por conocer? ¿Es que podrá hacer algo
que no estipule su software? ¿El amor, por el contrario, puede programarse? ¿La libertad? ¿La
estupidez?
En
fin, en el
fondo rebajar al hombre a la condición animal, o elevar a la máquina a la
condición humana, es afrentar a esa inteligencia suprema que ha creado todo y
que ha dotado al hombre de conciencia y libertad, haciendo de él un ser
personal capaz de amar, ciertamente complejo, y, según el conjunto de datos aquí reunidos, claramente dotado de espíritu.
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