Hoy García de Pruneda es un autor conocido solo en círculos muy minoritarios. Fue profesor, diplomático y soldado español. Combatió en la guerra civil española y escribió varias obras notables, siendo la más destacada La soledad de Alcuneza (1961).
La soledad de Alcuneza describe la vida en campaña de un escuadrón de caballería del bando nacional durante la guerra civil española. El protagonista de la novela, Juan Alcuneza, es un joven zapador que narra las vivencias de su compañía, sazonadas por su mundo interior, sus reflexiones históricas y las conversaciones con sus camaradas, a veces anacrónicas, a veces triviales, a veces sublimes. Las sierras y poblados de Aragón, Cataluña y Castilla son los escenarios incomparables por los que transcurre la contienda y que dan pie al protagonista para meditar acerca de la fusión entre el hombre y el paisaje, sobre el hombre y su situación en el mundo, sobre la naturaleza de la guerra y sobre los misterios de la vida.
La novela se divide en tres partes. La primera, titulada Los días y noches en torno a la masía, detalla varios choques en los frentes entre los dos bandos enfrentados y sirve para introducir al lector en la vida de la compañía. La segunda parte, La retaguardia fugaz, es apenas un lapso de descanso que anuncia el inminente clímax. Y en la tercera parte, El río Ebro, se resuelve la suerte del escuadrón que se ve inmerso en la más cruenta y extensa batalla de la guerra.
Esta oposición irreductible que desemboca en lucha armada envuelve completamente la vida de los protagonistas, y se convierte en el gran interrogante. La urgencia de la guerra desplaza a un segundo plano cualquier otro interés o necesidad. Y Alcuneza no deja de preguntarse si es buena o mala la guerra.
«La guerra consistía en cerrar la tapa de los males; en esto su función era noble, pero resultaba que para conseguir cerrarla, se mataba, se destruía. Los hijos tornábanse en huérfanos, las mujeres en viudas, los puentes en escombros, las iglesias en cuadras, los palacios en muladares».
Para Alcuneza, la guerra depura, confunde y destruye. Aunque sus huellas, como las de la muerte, sean efímeras. Además, considera que hay belleza en la guerra, pues a través de ella se revela «la grandeza del humano sacrificio», y el soldado muda en héroe, la muerte en elegía y el combate en epopeya. De modo que «limpia de su inmunda ganga, la guerra adquiría un nuevo significado y había que acudir a ella no sólo por honra, como quería el cura de Sigüenza, sino también por vocación estética».
El cura de Sigüenza es un personaje tremendo, incluso podría considerársele el alma de la compañía, aunque la misma posea otros hombres singulares como el capitán ruso-austríaco o el épico teniente de Farnesio. Pero sin duda, las mejores frases de la novela son obra de este sacerdote bravo y tradicional. Cuando Alcuneza le plantea al páter si la guerra es locura o cordura, éste responde con precisión doctrinal y firmeza.
—Es dura necesidad y, aunque parezca paradoja, la más pacífica de las actividades humanas, pues su única meta, su sólo objetivo, es la paz. Por eso, siendo la causa justa, y en nuestro caso no hay duda de que lo es, no repugna a mi estado tomar parte en ella.
Dicha sentencia, que escandalizaría hoy al clero apóstata, apocado y blando, y a la feligresía tibia y farisaica, pone el dedo en la llaga en la cuestión de la legitimidad histórica del régimen constitucional de 1978. ¿Fue el alzamiento militar de 1936 una reacción justa frente al caos revolucionario del Frente Popular, que había iniciado la guerra en octubre de 1934, o una intervención injustificada contra las democráticas autoridades de la república? En esta novela no existe ni remotamente asomo de duda: Los combatientes nacionales tienen clara conciencia de combatir «por la libertad y la dignidad del hombre», defendiendo «un orden que los otros tratan de echar por tierra».
Al hilo de lo anterior, cuando Alcuneza es interpelado en medio de una tregua pactada por un combatiente enemigo acerca de su alineamiento con los fascistas, Alcuneza le responde que está con los nacionales «por ética y también por estética». Lo curioso de los hechos es que miles de combatientes comunistas, que formbaban las llamadas Brigadas Internacionales, eran extranjeros. A unos de esos brigadistas le pregunta el cura de Sigüenza qué se le ha perdido en España. «La libertad», le responde. A lo que el cura contesta si cree que la va a encontrar en el bando que «profana imágenes, incendia iglesias y asesina sacerdotes». «¿Crees que matando curas matáis el hambre?» Y para despachar la polémica, sentencia: «debe usted saber que las fuerzas que nosotros combatimos el 18 de julio no eran más que una horda desatada que asesinada a mansalva».
Palabras que confirma el capitán ruso-austriaco al condenar el régimen soviético: «La Unión Soviética es la patria del miedo». «Aquel enemigo perseguía la libertad con una furia de la que soy testigo». Y podría servir como remate a sus intervenciones este último y amargo aserto: «Era bella la Europa que el miedo y el rencor han deshecho».
Como se ve, no hay motivos para pensar que García de Pruneda se muestra neutral ante el conflicto y sus contendientes. El autor era muy consciente de lo que había en juego en la última guerra civil española. Se combatía contra los enemigos de la Iglesia y del orden cristiano. En una significativa escena se reitera con claridad el desprecio de los soldados nacionales por las hordas comunistas extranjeras. Ante una columna de prisioneros que avanza delante de la compañía, «como un museo etnográfico viviente», el cura de Sigüenza los denomina «la cloaca máxima» y observa que mancillan con su presencia la tierra que los apóstoles evangelizaron; por eso «irán cuesta abajo, a la sima de donde nunca debieron haber salido». Por su parte, el comandante aragonés se niega a saludar a «esos venados», pues «son militares como yo Obispo». En otro lugar, a los rojos se les llama «desalmados».
Por otro lado, los soldados del escuadrón de caballería del bando nacional despliegan cualidades y costumbres muy diferentes. La más llamativa de todas esas cualidades es la virtud de la religión. Los compañeros de Alcuneza muestran a lo largo de la campaña su deseo de confesarse. Rezan incluso por los caídos del bando opuesto y piden enterrarlos. Reconocen que morir bien es lo que importa. Perciben la creación como obra de Dios. Contemplan la muerte propia con despego y la ajena con resignación, «que es el camino del consuelo». Se conjuga en ellos la piedad y el deber. Les repugna la idea de hacer trampas, debido a su temor de Dios. Y pronuncian frases lapidarias: «Que Dios le tenga en su gloria». «Lo único que cabe hacer es rezar por su alma». Y el propio Alcuneza, sintiendo que la muerte le ronda, reza desalentado un padrenuestro.
En definitiva, los miembros del escuadrón son gentes de bien; entre ellos impera el buen ambiente, y se respira humanidad y compañerismo.
Su actitud frente a la guerra es admirable, y, en casos singulares, heroica (como la del teniente de Farnesio, impecable y soberbio guerrero). Pero la guerra famélica acrecienta los caídos y los compañeros desaparecen poco a poco. En Alcuneza a veces se abre paso el desánimo, si bien las realistas palabras del clérigo lo sostienen equilibrado.
─La guerra es desolación ─le dije al cura.
─La guerra es la guerra. ¿Qué quieres? Lo único que podemos hacer es que termine pronto.
Dicho esto, el protagonista se plantea de nuevo, con la contienda decidida, el misterio de la vida, y reconoce su vértigo ante el futuro inminente. Cree que la paz vendrá acompañada de un vacío espantoso. De modo que la soledad de Alcuneza apenas es aliviada por la victoria de las armas, y por la conciencia de que la paz obtenida, que siempre es frágil, hay que ganarla cada día, mereciendo así nuevas honras. Con todo y con eso, a Alcuneza le pesa el precio, es decir, los sacrificios y las víctimas, y el hecho de que no es el hombre más que un mero sujeto pasivo de la Historia. En cualquier caso, las palabras del cura de Sigüenza subrayan una vez más la necesidad del pronunciamiento militar, pues «no es imaginable que un hombre o varios, deliberadamente, partan alegremente en son de guerra si tienen otra salida. En todo caso, nosotros no la teníamos. Al fin y al cabo, esta guerra, que parece a primera vista una guerra civil entre españoles, no es sino un capítulo, una fase, de la oposición latente en Europa entre fuerzas irreductibles».
Y el capitán ruso-austriaco, que encuentra finalmente una muerte meritoria, y que constata que el español de pura cepa es radicalmente cristiano, observa que el mal de Europa y España no arranca en Versalles, sino con Napoleón, que trató de sustituir las viejas monarquías cristianas y crear un nuevo orden al margen del Creador.
No se ha destacado todavía la presencia de los caballos en esta novela. A lo largo del relato se repite la idea de que ésa será la última guerra donde se vean cargas de caballería. Se alude a la belleza que conlleva luchar junto a esos hermosos animales mientras se evocan tiempos mejores, cuando la guerra era más caballerosa, elegante y bella. Por último, se percibe la sensación de que, gane quien gane, toda una época está a punto de acabarse. Como de hecho así ocurrió.
Como curiosidad, la novela me ha evocado los tiempos parusíacos, pues al final de los tiempos los ejércitos celestes, vestidos de lino blanco y puro, seguirán al Verbo de Dios en caballos blancos, y pisarán en la postrera carga de caballería a las fuerzas enemigas, que no se levantarán jamás.
En conclusión, La soledad de Alcuneza, de un lirismo sobrecogedor, es una novela extraordinaria. Su autor, Salvador García de Pruneda, creó, así pues, una obra admirablemente humana, veraz y piadosa, mostrando un gran domino del léxico militar y una locución culta y especializada, situando a esta novela muy por encima de cualquier creación similar publicada en España en el último medio siglo, a pesar del pretendido vergel literario que prometió el engañoso progresismo democrático.
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