En un pasaje del célebre libro de los Salmos se lee que Dios reduce al hombre a polvo y lo llama diciendo: «Retornad, hijos de Adán». En el fondo, nuestras vidas —como prosigue el salmista— son apenas un ayer que pasó, una vela nocturna.
Esa certeza de la caducidad humana, que no es simple intuición poética sino experiencia universal, se hizo desgarradoramente real en Nagasaki, cuando la segunda bomba atómica arrojada sobre Japón cayó sobre la ciudad el 9 de agosto de 1945. En cuestión de instantes, miles de vidas se desvanecieron como el rocío bajo el sol de la mañana, y quienes sobrevivieron cargaron para siempre con las huellas imborrables de aquel horror. Lo que el salmista describía como destino inevitable del hombre —retornar al polvo— se convirtió allí en vivencia inmediata y atroz, dejando al descubierto la condición humana en toda su vulnerabilidad y fragilidad.
El testimonio de Takashi Nagai —superviviente de la bomba atómica y protagonista del libro que me propongo comentar— es una de las historias más singulares y conmovedoras que he leído. Su vida quedó plasmada con especial sensibilidad por el misionero marista Paul Glynn en Réquiem por Nagasaki, publicado originalmente en inglés en 1988 (bajo el título A Song for Nagasaki).