miércoles, 10 de abril de 2013

Reflexiones en torno a la pintura: Caravaggio, entre la luz y las tinieblas

Caravaggio es uno de los mayores genios de la Historia del Arte, y para mí uno de los más emocionantes y curiosos. El artista italiano fue, por encima de todo, un personaje escandaloso preñado de talento. Sus cuadros entran por los ojos con irresistible fuerza, porque son sencillos, puros, magistrales; pero también elaborados, profundos, fascinantes. No he visto en ningún otro artista iluminar a sus personajes con tanta pureza... eso sí, entre las tinieblas de un mundo en estado de pecado y siempre dispuesto a tentarnos. Caravaggio, con su furia creativa, me atrapó irremediablemente cuando me situé frente a varias de sus obras repartidas por la admirable ciudad de Julio César. No obstante, no me dejaría más admirado que a sus contemporáneos cuando, con su maestría con el pincel, dejó atrás el Renacimiento tardío y aplicó en pintura un nuevo y llamativo estilo: el barroco. 


Santo Tomás, 1602
Michelangelo Merisi nació en Milán en 1571. Pero su vida concluyó antes de los cuarenta años, en 1610. Caravaggio fue un personaje oscuro, violento, con mucha dificultad para controlar su carácter, amigo de las disputas, orgulloso, contradictorio, terco, con pecados mortales a sus espaldas, y pese a todo, con una sincera devoción y un profundo respeto a la fe católica. Sin embargo, lo escandaloso de su figura es que, a pesar de su oscuro temperamento y su volcánica vida, en sus cuadros no existe una pizca de violencia. Esto me parece asombroso después de haber paseado por las páginas de su biografía y estudiado su vida. Es como si el maestro hubiera pretendido redimirse de sus culpas a partir del gran arte de la pintura. Como si sus obras fueran una plegaria buscando perdón. O así lo sugiere la contemplación reposada de sus cuadros, puesto que algunas de sus obras maestras son oraciones por su propia alma, escenas en las que el maestro se entregó a la misericordia de Dios y consiguió pintar, con la gracia del Altísimo, cuadros rebosantes de espiritualidad.


Tal vez Caravaggio no fuera tan levantisco como lo pintan. No sería nada extraño. En cualquier caso, todo hombre es mucho más que lo puede consignarse de él en una biografía. El alma de cada cual tiene difícil retrato. Por eso solo Dios conoce el fondo de los corazones. 



Más allá de eso, Caravaggio es indudablemente uno de los grandes genios del arte, una de las lumbreras de la pintura occidental, y otra más de mis debilidades pictóricas. Pero ¿por qué destaca Caravaggio sobre la mayoría de artistas? ¿Qué hay en sus cuadros? A mí me parece que Caravaggio expresa como pocos los jirones espirituales que lo acuciaban. Por ejemplo en la luz brutal que horada esas profundas y densas tinieblas que envuelven a los personajes de sus lienzos. Pero, como es lógico, esa calidad técnica no es más que una peculiaridad sustancial de su genio. Detrás se levanta todo el universo de un maestro. 

Santo Entierro, 1602
La obra de Caravaggio se puede dividir en varias etapas. Algunos críticos hablan de tres, pero a mí me parece que con dos estadios se puede entender suficientemente su pintura sin necesidad de descender a los detalles. El primer período está marcado por la influencia de Leonardo y su técnica del claroscuro con perfiles suaves y su luz serena; y es más colorido que en obras posteriores. Hasta que da el salto a una segunda fase —con ensayos intermedios— para llegar al tenebrismo y la pintura propiamente barroca. Aquí, generalmente, los paisajes desaparecen, las escenas tienen pocos personajes, los cuadros son sobrios, los gestos expresivos, significativas las miradas, decisiva la psicología de los personajes... La composición también es revolucionaria. A Caravaggio le despreocupa el espacio y la perspectiva, pero sus cuadros son elocuentes. Trata de enganchar al espectador con composiciones efectistas, y para ello aprovecha como nadie el escorzo.

Pero al margen de estos aspectos técnicos, me he esforzado bastante por tratar de definir lo que, a mí juicio, hace especial al pintor italiano. Por lo menos a mí estas pocas claves —al principio ideas sueltas— me han ayudado a penetrar sin temor en el embrujo de sus cuadros.

  • Realismo poético
Frente al clasicismo renacentista, Caravaggio no rompe con el idealismo anterior dando el salto a un realismo vulgar. Él es un genio, sus escenas realistas respiran poesía. Y estas escenas, aunque quizá debiera dar más explicaciones, yo las califico incluso de épicas.

  • Sobre los cuadros planea un aire de misterio
Quizá sea el carácter grave, solemne, de los personajes. Hay un gusto en Caravaggio por lo santo y a la vez por lo sencillo. O tal vez tenga algo que ver con ese halo de misterio el agobiante tenebrismo, herido por luz celestial. En cualquier caso, una profunda sabiduría brota del fondo de las obras del pintor italiano.

  • El color queda subordinado a la luz
Caravaggio emplea pocos pigmentos en sus obras hagiográficas y tenebristas. Aunque las sombras siguen rodeando las figuras, dominando la superficie del lienzo, como una seria advertencia para los pobres desgraciados que queden al margen de la luz. Pero para un creyente como el maestro lombardo, «la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la sofocaron».

  • Caravaggio pinta para gente sencilla y no para intelectuales
Atrás queda el Renacimiento y sus cuadros llenos de símbolos escondidos y multitud de referencias clásicas, escenas grandiosas y composiciones llenas de personajes. ¡El arte de Caravaggio se dirige a los humildes! Son obras sencillas. No idealiza la realidad, la enseña como es, pero lo hace con una dulce piedad. (No obstante, en el Entierro de la Virgen yo también hubiera preferido, como sus contemporáneos, mayor dignidad.)

Con estas breves pinceladas, y cuadros que hablan de perdón y redención, Caravaggio alcanza con su pincel algunas cumbres de la espiritualidad en la pintura universal.


Ejemplos de genialidad barroca, tenebrismo y belleza

Vocación de San Mateo, 1601
     
No pudiendo resistirme a destacar unas pocas obras del artista, del tríptico de San Mateo me gusta, sobre todo, La vocación. (Ilustra una escena evangélica: Lucas 5, 27-32.) Quizá porque en él sale Jesús, discreto y humilde, aunque regio y divino. Pero aparece precisamente en un escenario vulgar, tabernario. Sin embargo su presencia es poderosa y mansa. Y este conjunto de rasgos me parece asombroso.


Igual de genial que la presencia irresistible pero mansa de Jesús, me parece el detalle de la luz, que atraviesa el cuadro siguiendo la orientación de la mano de Cristo. Una mano tendida como oferta de amistad y reconciliación con los concurrentes. Es decir, Jesús aquí echa la red para salvar a los pecadores, y con ellos a toda la humanidad. El cuadro, sin lugar a dudas, emociona. Es inmensamente humano. 


Pero si desciendo al contenido de la escena me maravillo por la sabiduría de Caravaggio. Por un lado está Cristo llamando a la puerta de los pecadores, tratando de salvar a las ovejas perdidas, y para eso acepta visitar lugares que están, más si cabe, por debajo de su dignidad. Por otro, la escena es patética. En ella los hombres, ciegos y apegados al mundo, tienen delante al Hijo de Dios vivo y ni se inmutan. Cada uno, como se puede ver, va a lo suyo. Y el ejemplo más elocuente es el hombre que contempla absorto las monedas que se encuentran sobre la mesa. Todos esos adornos, accesorios que separan al hombre de Dios, se identifican con las negrísimas tinieblas que agostan al ser humano en los cuadros de Caravaggio

San Mateo y el ángel
También son admirables los otros dos cuadros del tríptico: San Mateo y el ángel y El martirio. Y los tres forman una obra maestra que implica distintos tipos de colores para cada pintura, un mismo foco de luz para los diferentes cuadros, y sobre todo, el sentido del cristianismo en tres pasos, desde el llamamiento a la conversión (seguir a Jesús) hasta el martirio en último extremo por confesarle. 

Tampoco puedo dejar de lado a La Crucifixión de San Pedro. Es una obra maestra. Sin embargo, si hay una obra que me arrebata por su sencillez e ingenio es San Francisco meditando. El famoso monje capuchino aparece en una postura insólita y con expresión extrañada, mirando una calavera que sostiene con ambas manos.

San Francisco está rodeado —otra figura más aislada y acosada por tinieblas— por la densa negrura que impregna el fondo de los cuadros de Caravaggio. La sencillez de su cabello castaño, la humildad de sus ropas, o el detalle de su mano emocionan. Pero lo que más me perturba de un cuadro que estuve contemplando absorto un buen rato es el esfuerzo que está haciendo en la pintura el monje para comprender el misterio de la muerte. Desde luego, la expresión que imprime Caravaggio a San Francisco no es la de un santo; y no por eso es blasfemo en el tratamiento del personaje histórico, sino muy humano. Porque los santos si son algo en grado elevado es precisamente humanos. Y aquí San Francisco aparece meditando, posiblemente con el cráneo de un viejo compañero entre las manos, sobre los asuntos del más allá. Pero con la duda en el corazón, porque tiene delante de él algo que sus ojos contradicen, como es la esperanza en una vida después de esta, ya que sostiene los únicos vestigios que restan de nosotros cuando nos visita la muerte: huesos y cenizas.

San Francisco meditando
En San Francisco meditando se unen, pues, lo divino y lo humano, el arte y el misterio, el genio atormentado y su infinita sensibilidad, que ansía con más fuerza que un humano corriente la verdad última de todas las cosas. Sed de infinito que un católico como Caravaggio identificaba en el fondo con sed de Dios. 

Al fin, sin su gran fe, Caravaggio no hubiera pintado jamás cuadros semejantes. ¿Quién puede dudarlo?

La crucifixión de San Pedro

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