Alarcón, de orígenes antiquísimos,
reconquistada a los musulmanes por Alfonso VIII en 1184, fue cuna de nobles y
gentes importantes. Dan fe de ello las casas señoriales que hoy se levantan
entre las pocas calles del pueblo, que conservan el sabor medieval en sus
puertas, balcones y fachadas. No faltan viviendas con escudos nobiliarios en el
quicio de entrada, ni los cantos cuidados, que hacen de pavimento en arterias
rurales por las que ruedan de cuando en cuando automóviles de alta gama. Sus
ocupantes buscan un destino exclusivo, idílico y en calma. Lejos están ya en
nuestro siglo XXI las guerras intestinas que sacudieron sus murallas, los
sitios feroces a los que fue sometida la población cristiana. Pues los fieles
de Cristo, para nuestro júbilo, consiguieron imponer la cruz a la media luna islámica…
Con el tiempo, en el siglo XIV Alarcón cambió de dueño,
pasando a formar parte del poderoso Marquesado de Villena; recayó entonces la inexpugnable en
el infante don Juan Manuel, figura eminente de las letras castellanas
inmortalizado a través de la fama que le granjeó por encima de sus otras obras El conde Lucanor. Hoy en día, como es debido, su recuerdo
sigue vivo en el actual Parador y en la principal plaza del pueblo.
Después de cada una de las muchas visitas que
he realizado a este asombroso altozano fortificado, me rondaba la duda de si la
siguiente impresión que me llevaría al toparme de nuevo con este lugar
encantado sería tan potente como la primera. Y siempre la incertidumbre cesaba
de inmediato. La panorámica de Alarcón que surge tras la leve pendiente que
sucede al desvío de la carretera de Motilla del Palancar, es decir, el primer
contacto visual que se tiene del cerro poblado, y que se mantiene según vas
acercándote a su regazo, puede resumirse como un flechazo. Los sentidos quedan
finalmente arrebatados al detener nuestros pasos a los pies de la torre
musulmana que se alza a la entrada, antes de penetrar en Alarcón por las
puertas del Calabozo y el Bodegón, y observar el cuadro majestuoso que nos
regala el horizonte: sobre un promontorio abrigado por verdes pinos, un puñado
de casas hidalgas se erigen, destacando sobre ellas el imponente castillo –con
su Torre del Homenaje como faro contemplativo- y las Iglesias de Santa María
–en el centro- y Santo Domingo de Silos.
Bajo los muros de la soberbia torre musulmana
se cobra conciencia de la grandeza que todavía conserva el conjunto
histórico-artístico, y de la importancia que en su día tuvo la población
solariega. No es la única torre vigía que se ve en los alrededores. Aparte de
la Torre del Homenaje, otra atalaya se encuentra a la derecha del lienzo y es
conocida como la Torre de los Alarconcillos, y detrás de ésta, según miramos en
profundidad desde el mirador de la gran torre de la entrada, vemos la del
Cañavate.
Una vez en el pueblo, sorprende la cantidad de
iglesias que Alarcón hospeda. Cuatro edificios de carácter externamente
religioso hallamos en él. En la parte baja del pueblo, dentro del recinto
fortificado, exactamente en la calle de Santa Trinidad, se encuentra la iglesia
del mismo nombre. Ni más ni menos, cinco siglos de antigüedad la amparan, y de
su riqueza da muestras la portada plateresca, conteniendo detalles de animales
mitológicos y otros motivos vegetales. Lisa y llanamente no tiene nada que
envidiar a iglesias de pueblos cuya población es cien veces mayor.
Como suelo dejar el coche en un espacio
dedicado al aparcamiento que recientemente ha sido asfaltado y que está
precisamente en la parte baja del pueblo, la iglesia de la Santa Trinidad es la
primera que honro con un vistazo. Luego suelo subir por el callejón del Arco, y
torciendo a la derecha en Álvaro de Lara, continuo hasta que, mirando a la
izquierda a las calles que se cruzan, doy con otro templo. Es la iglesia
principal de Alarcón, la Parroquia de Santa María. Se construyó entre los años
1520 y 1565 y en ella intervinieron manos muy competentes. Su portada es un
aperitivo de lo que esconde dentro. Los artistas realizaron en la puerta
principal de la iglesia de Santa María un retablo monumental cobijado bajo un
gran arco triunfal. Pero, como decía, sólo es un anticipo de lo que hicieron
los artistas de puertas adentro.
No hay un templo semejante en muchísimos
kilómetros a la redonda. Aprovechando los cimientos románicos originales, los
maestros que trabajaron en la forja de este monumento lograron por ejemplo uno
de los retablos más maravillosos e importantes de estilo renacentista y
plateresco de la antaño denominada Castilla la Nueva. No es el único elemento
artístico sobresaliente de la misma. El retablo situado tras el altar mayor
queda debajo de una magnífica bóveda gótica que descansa en forma de nervios
sobre majestuosas columnas blancas que quitan el hipo. Pila bautismal de época
y coro barroco enriquecen más aún un conjunto artístico equilibrado, bello y
muy puro.
A la espalda de la Parroquia de Santa María se
encuentra la Plaza de Santo Domingo, donde a su vez se halla otra iglesia del
mismo nombre; hoy Auditorio y Sala de exposiciones. De dimensiones generosas
pero más pobre que los templos anteriores.
Con todo y con eso, en todo momento se tiene presente que el
destino final es el faro que ilumina la villa, el castillo de Alarcón y su
fabulosa Torre del Homenaje. Andando a través de la calle empedrada Capitán
Julio Poveda, por donde los automóviles que paran en el parking del Parador
ponen a prueba suspensiones y máquinas, se alcanza la fortaleza.
Afortunadamente Alarcón es un sitio precioso en el que muchas personas deciden
pernoctar y pasar unos días de descanso entre nobles paisajes y restaurantes
donde se come muy bien. Yo conozco dos, y La Cabaña es mi favorito, por su ajo
cocido y sus vistas espectaculares, frente al collado donde está la población.
La Red de Paradores, al poner aquí su bandera,
dio en el clavo. Siempre que voy a Alarcón alberga clientes. Haga frío o bajo
un sol de justicia. A nuestros contemporáneos, al parecer, les seduce la
posibilidad de dormir entre los muros de un célebre castillo asediado en
tiempos lejanos por hordas moras y cristianas, según los dueños que acapararan
el recinto en cada momento.
Similar lustre ostenta el Hotel Alhacena,
ubicado en la Plaza de la Autonomía, en la cual hay una fuente con el rostro de un ser parecido a una gárgola en el caño del grifo que me gusta mirar cada vez que vuelvo. Son
los más llamativos, pero no los únicos alojamientos para comer y no tener que dormir
al sereno.
En la otra punta del pueblo está el
ayuntamiento, llamado Palacio del Concejo, de evidente sabor manchego. Ubicada
en la Plaza del Infante Don Juan Manuel, señor, como dije al principio, de
aquellas huertas y pazos, hallamos la última de las iglesias de Alarcón. La
iglesia de San Juan Bautista, otro viejo templo católico que ya no se emplea
para el culto y que refugia en la actualidad unas célebres pinturas murales de
Jesús Mateo.
Las mismas son mundialmente reconocidas y
algunos intelectuales han escrito sobre ellas elogiosas críticas, loas en prosa
y verso, e incluso sesudos y sofisticados textos. Debo decir que elogio la iniciativa de Jesús Mateo, su arrojo para superar el estéril y mediocre mundo
cultural español enrolándose en semejante proyecto. Pero no considero su creación arte ni a él un artista. Para mí en ningún
caso se incluyen estas pinturas en lo que se conoce tradicionalmente como las
bellas artes. No me gusta su arte, y no disfruto sus pintadas murales. Tampoco
las entiendo, pero es que ni siquiera quiero.
El arte contemporáneo, reflexionando al hilo de este extrañísimo espacio, ha dado la espalda a la
verdad y la belleza, y ha creado obras rebosantes de fealdad, ininteligibles, retorcidas
y asimétricas. El Museo de Arte Contemporáneo de Cuenca me dejó en su día tan
mal sabor de boca, y me cabreó tanto, que me pareció en su misma concepción una
tomadura de pelo. Los autores que exhiben sus obras en recintos como ése
deberían pagar para que el público fuera a verlas, y no al contrario. No es el
caso de las pinturas murales de Alarcón, aunque tengan a mi juicio un desmedido
eco en comparación con sus verdaderos valores artísticos. Pero publicidad y
mecenas crean los criterios que el público asume y consume porque éste no tiene
criterio. No en vano, las pinturas murales de Alarcón contaron con el
patrocinio de la UNESCO. Para mí no valen gran cosa, ya lo he dicho; aunque tengan su mérito. Ahora
bien, el ambiente recreado en el espacio desacralizado y vacío de la vieja
iglesia, con poca luz, y esas gigantescas pinturas en los muros y techos de la
misma, motivan extrañas sensaciones. No confundamos, sin embargo, la impresión que nos causa la magnitud del espacio, o la elegancia de los arcos, con lo que ofrecen en sí mismas las pinturas. Pues ni los mostrencos dibujos que en
ellas aparecen, ni las informes y equívocas salpicaduras que a lo largo y ancho
de éstas se extienden, son algo bello ni mueven el ánimo a elevarse hacia lo
trascendente; más bien al contrario, a partir de la fealdad suscitan confusión
y rechazo. Que alguna lumbrera mediática aludiera siquiera a la Capilla Sixtina
para relacionarla de algún modo con las pinturas murales de Alarcón me parece
una atrocidad incalificable propia de nuestro afectado pero en el fondo
ignorante, frívolo e inane mundo contemporáneo. Una broma de muy mal gusto. Un
sacrilegio cultural inaceptable.
Paradójicamente, las oscuras pinturas murales
de Alarcón, su ambigüedad y resonancias intestinas, sin referencias claras y
honestas sino ensortijadas y deformes, contrastan ampliamente con la armonía y
belleza natural que transmite Alarcón y su entorno. Mirar con panorámica visión
la villa de Alarcón, subida a un monte abrigado por pinares claros sobre el
trazo azul del agua domada por la presa que detiene al río Júcar, hincha el
corazón de una luz y una delicadeza que no proceden de este mundo y con las que
el espíritu humano también se alimenta. Decía don Juan Manuel en el prólogo de El conde Lucanor que «entre las muchas cosas
extrañas y maravillosas que hizo Dios Nuestro Señor, hay una que llama más la
atención, como lo es el hecho de que, existiendo tantas personas en el mundo,
ninguna sea idéntica a otra en los rasgos de la cara, a pesar de que todos
tengamos en ella los mismo elementos». Pues de igual modo sucede con todos los
pueblos y lugares de la Tierra.
Desde luego, tras cada recodo, en las solanas y umbrías de cada cordillera, en ensenadas y valles, en montañas, alcores y crestas, en cualquier sitio en realidad, puede el viajero encontrar una joya; pues de tesoros está preñada España entera. Y Alarcón es uno de los más bellos e impresionantes que forman su patrimonio.
Desde luego, tras cada recodo, en las solanas y umbrías de cada cordillera, en ensenadas y valles, en montañas, alcores y crestas, en cualquier sitio en realidad, puede el viajero encontrar una joya; pues de tesoros está preñada España entera. Y Alarcón es uno de los más bellos e impresionantes que forman su patrimonio.
Estuve en Alarcón hace quince días con mi marido. Era la primera vez que visitábamos la villa de Alarcón y puedo decir que nos gustó muchísimo. Las pinturas no las pudimos ver porque no se ofrece el servicio en estos meses, pero el entorno tiene mucho encanto. Escribes deliciosamente, con elegancia y sensibilidad, te lo dice una profesora que lleva treinta años en la enseñanza. No he encontrado nada tan bonito sobre Alarcón como lo que tú has escrito. Estoy enamorada de tu sitio web; sigue con los post de viajes, son una maravilla.
ResponderEliminarMatilde, muchas gracias por tus palabras. La verdad es que me dejas sin habla. Tu comentario es una inyección de muchas cosas, entre ellas de alegría.
EliminarSi te gustan especialmente los relatos de viajes que he publicado, no temas: En camino vienen más. Y espero que con el tiempo den vida a un libro que incluya también algunas de estas preciosas fotografías con las que aquí acompaño a los textos.
Un abrazo muy fuerte.