lunes, 31 de marzo de 2014

Julio César de William Shakespeare


La más conocida de las grandes tragedias romanas del genial William Shakespeare, Julio César, es entre otras cosas una vuelta de tuerca a las viejas tragedias clásicas. Si en éstas el hado inflexible avasalla la vida de todos los hombres, en la versión shakesperiana del asesinato de César, el destino del hombre pasa a un segundo plano -lógicamente por el influjo del pensamiento cristiano en el autor inglés-, y entonces lo que explica el acontecimiento histórico que precipitará la irrupción del régimen imperial en la ciudad de Roma y por extensión en el resto de sus dominios, es simplemente la maldad humana. 



Como el título de la tragedia indica, la acción de la obra gira en torno a Julio César. Al comienzo de la misma, la plebe romana festeja las glorias del principal personaje de la ciudad y pretende hacerlo rey, escandalizando a algunos patricios. Acto seguido se descubre una conspiración encabezada por Casio y otros nobles que convencen a Bruto para unirse a la conjura. César, sin embargo, muere a mitad de la obra y es por eso que los tres personajes principales de la misma son Bruto, Casio y Marco Antonio, siendo el discurso de Marco Antonio a la plebe el momento álgido de esta historia, cuando el populacho, previamente dispuesto contra César por sus asesinos, es dirigido en contra de éstos por las palabras del lugarteniente de César. 

Aunque el argumento es sencillo y el lenguaje sobrio y directo, la riqueza temática -como es propio de Shakespeare- hace de esta obra un tesoro inagotable. Señalaré tan sólo seis jalones para profundizar en ella. 

Pretexto para acabar con César 

Los conspiradores acusan a César de querer gobernar Roma en solitario, de volverse rey y en consecuencia tirano. Al matarlo ante el Capitolio los conspiradores exclaman: "¡Libertad, libertad!" Y Bruto sentencia con sus palabras: "Está pagada la deuda de la ambición" (III, 1). La justificación de sus actos ante la plebe no deja lugar a dudas: "Si en esta reunión hay algún afectuoso amigo de César, le digo que el cariño de Bruto a César no era menos que el suyo. Entonces, si ese amigo pregunta por qué Bruto se levantó contra César, mi respuesta es ésta: No es que yo amara menos a César, sino que amaba más a Roma. ¿Preferiríais que viviera César y todos fuerais esclavos, en vez de que César haya muerto y todos viváis como hombres libres? Puesto que César me quiso, le lloro; puesto que fue afortunado, me alegro por ello; puesto que fue valiente, le honro; pero, puesto que era ambicioso, le he matado. Aquí hay lágrimas, por su cariño; alegría, por su suerte; honor, por su valentía; y muerte, por su ambición. ¿Quién hay aquí tan vil que quiera ser esclavo? Si lo hay, que hable, porque a ése es a quien he ofendido. ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? Si lo hay, que hable, porque a ése es a quien he ofendido" (III, 2). 

Tras las excusas de Bruto, luego de explicar que ellos son purificadores y no matarifes, Marco Antonio, valiéndose de una astucia digna de su carácter, se dirige a las masas para volverlas contra los verdugos de su amigo. El discurso completo es una de las piezas oratorias más brillantes que atesora la literatura. Aquí reproduzco el texto capital de Marco Antonio al pueblo, su réplica a los conspiradores: "Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos: vengo a sepultar a César, no a elogiarle. El mal que hacen los hombres, vive después de ellos; el bien, muchas veces, queda enterrado con sus huesos: sea así con César. El ilustre Bruto os ha dicho que César era ambicioso: si así fue, fue una grave falta, y César la ha pagado gravemente. Aquí, con permiso de Bruto y de los demás (pues Bruto es un hombre honrado) vengo a hablar en el funeral de César. Él fue amigo mío, fiel y justo conmigo, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Trajo a Roma muchos cautivos cuyos rescates llenaron las arcas públicas. ¿Pareció César ambicioso en esto? Cuando los pobres clamaban, César lloraba: la ambición debería estar hecha de materia más dura. Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Visteis todos que en el Lupercal le ofrecí tres veces una corona real, y él la rehusó tres veces. ¿Fue eso ambición? Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y, por supuesto, él es un hombre honrado. No hablo para desmentir lo que dijo Bruto, sino que estoy aquí para decir lo que sé: todos vosotros le quisisteis antes, no sin razón. ¿Qué razón, entonces, os impide llorarle? ¡Ah juicio! has huido a las bestias irracionales, y los hombres han perdido la razón" (III, 2). 

El brillante alegato continúa, y es gratificante descubrir cómo enreda al pueblo, que antes pensaba una cosa y ahora otra distinta. El pueblo es precisamente el siguiente jalón que hay que seguir muy de cerca. 

La plebe de Roma 

Shakespeare muestra en Julio César cuál es su visión del populacho, o cuando menos de la propia naturaleza humana. En esta tragedia hay varios diálogos en los que se cuela una opinión completamente negativa del pueblo, del colectivo ignorante y caprichoso que es movido a su antojo por los poderosos. Así, uno de los nobles conjurados (Casca) tiene palabras terribles para la plebe, a la que considera un rebaño: "la canalla aullaba y aplaudía con sus manos magulladas, y echaba a lo alto sus sudados gorros de dormir, y lanzaba tal cantidad de aliento hediondo, porque César rehusaba la corona, que César casi se asfixió, porque se desvaneció y cayó por tierra al sentirlo. Por mi parte, no me atrevía a reír por miedo a abrir los labios y recibir el aire malo" (I, 2).

Hay razones suficientes para creer que si bien este personaje representa una corriente concreta de la época, Shakespeare no está muy lejos de ella. No parece que el dramaturgo inglés tuviera una visión muy optimista del ser humano. 

La inclinación al mal del ser humano 

En Julio César, como en las demás tragedias de Shakespeare, las pasiones humanas mueven los acontecimientos e impulsan la acción hacia finales dramáticos. En este caso se hace más evidente que nunca que la maldad del hombre está por encima del destino que tiene reservado. Aquí no conquista la historia la fatalidad, por eso no es propiamente una tragedia clásica en la que el destino insuperable somete a los personajes, sino una tragedia humana, donde los propios vicios de éstos aran sus caminos. Vemos que la tentación es una constante en toda la obra, que los impulsos egoístas y destructivos dominan las escenas. Paradójicamente, Casio, quizá el personaje más ruin de la obra, confirma la inclinación de los hombres al mal: "la culpa no está en nuestras estrellas, sino en nosotros" (1, II). Y en la siguiente escena, Shakespeare se vale de sus labios, recurriendo a uno de sus maravillosos anacronismos, para recordarnos que la tierra está llena de pecados. Entre los cuales la envidia es el motor de esta historia. 

La envidia, ¿razón última del tiranicidio? 

No he leído nada acerca de Julio César donde la envidia cope el papel protagonista de esta historia, al menos en el plano individual. Pero en mi opinión esta pasión es el pecado capital de la obra. Los motivos para pensarlo no son escasos. En primer lugar porque varios personajes corroboran lo que digo. Y sin ir más lejos el propio César. Así pues, cuando al principio de la obra éste se encuentra con Casio, César comenta: "Ese Casio tiene aire macilento y hambriento: piensa demasiado. Hombres así son peligrosos (...). Los hombres como él nunca tienen el ánimo en paz mientras observan a alguno mayor que ellos mismos" (I, 2). Sobran los comentarios. 

Pero es que el propio Casio se expresa en este sentido un poco antes, conversando con Bruto, mejor dicho, corrompiendo a Bruto: "Bruto y César: ¿qué tendría que haber en ese «César»? ¿Por qué ese nombre ha de resonar más que el tuyo? Escríbelos juntos: tu nombre, es igual de bueno: hazlos sonar, le sientan igual a la boca: pésalos, y pesan igual: conjura con ellos, y Bruto atraerá un espíritu tan pronto como César". Se hace evidente, pues, el cariz sibilino de sus palabras. 

Otro nombre se suma a los anteriores para respaldar la tesis de que detrás del asesinato de César se esconde la terrible envidia. Artemidoro, un amigo de César, comenta angustiado: "mi corazón lamenta que el valor no pueda vivir a salvo de los dientes de la envidia" (II, 3). Y finalmente Marco Antonio, ya en el final de la obra, también insiste en esta idea: "Todos los conspiradores, menos él, hicieron lo que hicieron por envidia del gran César: él fue uno de ellos sólo pensando honradamente en todos y en el bien común de todos" (V, 3). Pero todas estas palabras serían meras opiniones particulares si no las refrendara el propio Casio con su lengua y sus acciones. 

Fortuna, hado y providencia 

A pesar de que Julio César es una tragedia estrictamente humana, una obra sin cabida para la fatalidad, los presagios están muy presentes a lo largo y ancho de los cinco actos. Los tienen las mujeres que aparecen en la misma, Porcia y Calpurnia, los tiene Artemidoro, incluso el propio César. Si bien el glorioso general se cree por encima de cualquier contingencia proveniente de los cielos, y el propio Bruto es descreído con las cosas de la fortuna, al final los presagios se cumplen. A mí este asunto me parece especialmente atractivo, porque es común a muchos acontecimientos de relevancia histórica o íntima. Son conocidas las vivencias de episodios relacionados con misteriosos anuncios o presentimientos que superan el orden natural, recogidos desde la Antigüedad hasta en el 11-S, y relacionados como digo con el fallecimiento de familiares o con desgracias nacionales. En fin, considero que este asunto es uno de los más bonitos y enigmáticos que se pueden estudiar, el de las relaciones sobrenaturales entre los mortales y las "señales" de los divino. 

También Bruto expresará al final de su aventura, antes de darse muerte con una espada, su asombro y extrañeza por estas incomprensibles leyes supremas: "Hay un flujo y reflujo en los asuntos de los hombres, que, si se toma en la subida, lleva a la fortuna, y si se descuida, toda la travesía de la vida queda encallada en bajíos y miserias" (IV, 2). Evidentemente es Shakespeare el que habla por él. El espíritu genuino del escritor inglés, que impugna el optimismo del Renacimiento para, afín al ambiente barroco de sus días, mostrar una historia de maldad y de hombres caídos. 

Y si el hombre no es del todo de fiar, el poder lo ha de ser menos

Por último, para concluir este comentario a la gran obra romana de Shakespeare, he dejado el asunto del poder. Si bien Julio César escudriña las pasiones individuales y los comportamientos colectivos, unas y otros son vistas a través de sus relaciones con el poder. Poder que asume más caras, autoridad, competencia, mérito, excelencia... Por eso la envidia de Casio y los demás conjurados, salvo Bruto, es la causa del tiranicidio. No soportan que César reciba toda la gloria. No conciben los méritos de a quien desean dar muerte. Y por ello no reconocen a los hombres superiores a ellos. En absoluto aceptarían por ejemplo lecciones de alguien que sabe más que ellos. Nobles o patricios, ¿en el fondo qué les diferencia de la plebe que tanto desprecian si no admiten la guía de quien es mejor que ellos? 

De la otra parte, el honor y el amor a la patria. Cuando el poder excede sus límites se convierte en un monstruo, y para derribar al poderoso que machaca y esclaviza a la gente hay que escudarse en esos otros conceptos. Es Bruto quien en este sentido enuncia la frase más redonda de toda la obra, la que resume e inmortaliza Julio César: "El abuso de la grandeza se da cuando se separa del poder la misericordia" (II, 1).






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