Las protagonistas de esta tragedia clásica son 50 mujeres que huyen de Egipto, rechazando a sus 50 maridos, que también son sus primos. No aceptaron en su día el compromiso, y prefieren morir a vivir esclavas de unos hombres a los que no aman. En consecuencia, deciden poner rumbo a su vieja patria, Grecia, con la esperanza de encontrar auxilio. Así, las Suplicantes se echan al mar acompañadas de su séquito y de Dánao, el padre. Saben que las siguen. Sus maridos exigen que éstas vuelvan: son sus pertenencias. Finalmente, las Danaides recalan en las cosas del Peloponeso y encuentran la protección del pueblo de Argos. Lógicamente el rey, Pelasgo, pide explicaciones. Cuando es informado por boca de éstas y escucha la petición de auxilio, sabe que se encuentra en una encrucijada: Si no asume la protección de esas mujeres exiliadas, parecerá impío ante los dioses. Y si decide defenderlas, conducirá a su pueblo a la guerra.
Sorprendentemente, Argos prefiere ir a la guerra a despreciar a los dioses. Encuentra en menor estima la muerte de muchos de sus hijos en una guerra que aparentemente no les concierne, que violar el sacrosanto deber de la hospitalidad. Es heroica esta decisión. Los argivos, por su piedad, gozarán de inmortal renombre en la historia. Pero también es una decisión anacrónica. Hoy ya no se valora la virtud ni la piedad. Occidente es un conjunto de naciones salvajes. Un amasijo de pueblos sin identidad. Una civilización entregada a la molicie, al ocio y la voracidad. Un revoltijo de idólatras. Un inmenso jardín donde se cultivan necios, que ya no entienden que «más fuerte que una torre es un altar».
Esquilo, por otra parte, no aprecia excesivamente el valor de la mujer. Como el extraño Sherlock Holmes, que tampoco es un profundo admirador de las féminas. Salvando las distancias, Sherlock y Esquilo coinciden en una cosa: el hombre y la mujer no son iguales. Ninguno aceptaría, por todo ello, la maligna ideología de género. El dramaturgo griego, sin ir más lejos, recuerda que la mujer no vale para la guerra. Históricamente la mujer no ha tenido valor ni fuerza par defenderse por sí misma. Cuando las cosas se ponen feas, viene a decir Esquilo, se revela lo que somos unos y otras. La guerra es un acontecimiento terrible, una cosa muy seria. Y el hombre y la mujer no representan papeles distintos en el teatro de la vida por condicionamientos culturales, sino por imposición de la naturaleza.
En cualquier caso el drama de fondo de Las Suplicantes es, como decía, el drama de los refugiados. Y, claro está, el compromiso moral al que obliga el dolor ajeno. La realidad compromete. Por eso, con estas gentes, o somos argivos, o somos bellacos que prefieren mirar para otra parte. La grandeza de autores como Esquilo radica antes que nada en su compromiso ético. Pero hoy los refugiados ya no son tales. Los criminales que gobiernan los países nos están dando gato por liebre. Y entre el trigo, ciertamente, se ha sembrado mucha cizaña; por no decir que lo que se ha sembrado ha sido cizaña y se ha disfrazado de trigo.
La voz del rey Pelasgo, dirigiéndose al heraldo egipcio, si retumba por algo, es por su pureza. Y las autoridades de hoy en día no son precisamente decentes:
«Ésta es la decisión que la ciudad ha tomado con el voto unánime del pueblo: jamás entregar, cediendo a violencia, a esta comitiva de mujeres. [...] No está escrito en tablillas, ni sellado en un rollo de papiro, sino que estás oyéndolo con toda claridad de una lengua que tiene libertad para hablar. ¡Quítate de mi vista cuando antes!».
La religiosidad de Esquilo es impresionante. En todas sus tragedias se enseña una verdad inapelable: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres».
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