Lo extraño
es que no tardaba más de media hora en regresar a casa. Con la misma sonrisa
inabarcable y los ojos fascinados, como si en ellos bailaran miles de
luciérnagas en la nocturnidad de un bosque escandinavo. Entonces se encerraba
en su habitación y leía sin descanso todo lo que caía en sus manos, que eran
normalmente tebeos y libros de aventuras.
Lo cierto
es que Guillermo llevaba repitiendo el mismo comportamiento durante semanas. Sin
duda el pequeño se las había arreglado bien para escapar durante unos minutos
de la atención de sus padres. Sus repetidas y puntuales salidas se habían convertido
en un ritual que hasta entonces había pasado desapercibido en la familia. Pero
eso, claro está, no podía durar mucho tiempo.
Al principio
el padre del chico, un profesor respetable que pasaba las tardes leyendo a
Homero en su butaca preferida, no percibió nada raro en la conducta del niño,
absorto como estaba en la lectura, ensimismado con los desprecios de Aquiles y
las arengas de Héctor.
Así que
como era de esperar, una tarde cualquiera, en nada diferente a todas las demás,
la huida de Guillermo resultó sospechosa.
Esa tarde
el chico, recién acabado su bocadillo de Nocilla, se había acercado a su padre
para darle un beso en la mejilla mientras éste se deleitaba con las angustias
de Ulises, Helena, Paris y compañía. Acto seguido, y como acostumbraba en los
últimos días, el pequeño salió volando, con una alegría sobrenatural y contagiosa,
que inexplicablemente quedó impregnada en el ambiente de la casa. Fue esa
intensidad del niño la que espabiló a su padre, y le obligó por primera vez en
mucho tiempo a despegar los ojos de las páginas de la Ilíada. De repente, tuvo
una especie de iluminación. Mirando por encima de las gafas de montura con aire
inquisitivo hacia la puerta de la entrada, el progenitor de Guillermo supo
entonces que el pequeño andaba enredado en algún lío.
¿De qué
se trataría? Era cosa de niños, de eso estaba seguro su padre. No era un asunto
que debiera preocuparle en absoluto. Pero era tal la curiosidad que sentía, que
ya no podía obviar el comportamiento del niño. Desde luego ése era un misterio
que tendría que despejar en breve.
Tratando
de unir cabos, y después de no pocas vueltas, el padre cayó en la cuenta de que
Guillermo traía a menudo libros bajo el brazo. Libros introducidos en bolsas amarillas,
como las de la librería de abajo. El niño siempre había leído mucho, y desde
bien pequeñito; ya se había encargado él de transmitirle la afición por la
lectura, afición que en la familia se dilataba en el tiempo, perdiéndose en la
lejanía, como inclinación inveterada de numerosas generaciones de maestros y artistas.
Pero esto era diferente. Guillermo estaba, o eso le parecía a su padre, abducido
por los libros.
Era
seguro, sin duda, que el chico leía con mayor entusiasmo desde que su padre le
comprara en la librería de abajo la última entrega de Astérix: El papiro del César. Se le ocurrió en
aquel momento al progenitor de Guillermo que tal vez su hijo estuviera impresionado.
No en vano había sido la primera vez que pisaba con él esa maravillosa librería.
Existían
de hecho numerosas razones para estarlo. También a él le hipnotizaba esa vieja
librería, y el aroma de sus libros, repartidos en mesas y estanterías con sumo cuidado
y delicadeza, como reliquias veneradas de un culto inmemorial y antiquísimo,
perfumadas asimismo por el incienso de la tinta fresca.
Se
trataba de un lugar donde la magia encontraba su mejor asilo. Cualquier persona
se hallaba allí dentro como en casa, segura, en buenas manos; separada del
fragor de la calle, de la hostilidad urbana, de la discordia y la desconfianza.
Aquel templo rezumaba infinitas historias latentes, palabras de amor y
desdicha, cuentos de sangre, expectación, lágrimas y también alegrías,
leyendas, patrañas, chismes, fábulas, novelas…, y el corazón puesto en ellas de
miles de almas.
En
aquella librería, cualquier espíritu sanaba. Como sana el corazón de quien ora
de verdad en una iglesia donde Dios descansa.
Guillermo,
por tanto, estaría deslumbrado por aquel despliegue de volúmenes y fragancias.
La librería habría seducido a la fuerza al chico, de corazón noble, de imaginación
extraordinaria. Su padre lo imaginó recorriendo los estantes, examinando portadas,
tanteando, entre la admiración y el deseo, todo tipo de libros.
Era
preciso, pues, observarlo en ese trance. Al día siguiente, sin más dilación por
su parte, el padre de Guillermo se propuso vigilarlo en la distancia.
Llegada la
hora de la merienda del chico, la butaca estaba vacía, el libro de Homero cerrado,
y el respetado profesor de pie, inquieto y nervioso, contemplando la biblioteca
familiar con evidente desgana, fingiendo buscar alguna novela, mordiéndose las
uñas mientras tanto, como si hubiera vuelto de nuevo a la infancia y estuviera
a punto de salir con sus estridentes y atolondrados amigos.
Cuando el
muchacho se hubo sentado a la mesa, lo miró. Estaba tan contento que daba
envidia. A su padre casi le saltan las lágrimas en ese momento; esa criatura
era una bendición que no merecía. Podría haberle tocado un bala perdida. Y por
el contrario Guillermo era un sol, un favor proveniente de arriba.
—Cariño,
salgo a dar una vuelta. Tengo que hacer unos recados.
En la
cocina estaban Guillermo y su madre. Los dos se dieron por enterados.
—Vale, mi
amor, no vuelvas tarde —respondió ésta—. Guillermo, ¿qué te apetece? ¿Quieres
bizcocho que trajo esta mañana la abuela y un poco de chocolate blanco?
Mientras
madre e hijo discutían sobre la merienda, el padre salió de casa y se dispuso a
observar a Guillermo. Se sentía mal por tener que esconderles algo, aunque se
tratara de una cuestión tan insignificante. Antes de eso, como tenía tiempo,
entró a la tienda de flores que estaba justo al lado de la librería y compró un
pequeño ramo de rosas azules para su mujer. La cara radiante de su hijo le
había hecho recordar hace un momento que era un ser afortunado, y que a veces,
detalles inesperados, suelen producir abundantes frutos en forma de cariño.
Una vez
con el ramo de flores en la mano, y satisfecho consigo mismo, cruzó la acera y
esperó a su hijo. En seguida se sintió ridículo. Pero entonces apareció el
chico.
Guillermo
asomó por el portal rutilante y decidido, giró a la derecha y, como esperaba su
padre, se dirigió hacia la librería. Cuando llegó a su altura, se detuvo. Era
lo que su progenitor había previsto: Guillermo estaba bajo el hechizo de los
libros.
Sin
embargo, pasaron los minutos y Guillermo no se movía. Estaba rígido, absorto
frente al escaparate. En la muestra, los principales libros publicados recientemente
y artículos de Navidad, pero Guillermo no parecía hacerles demasiado caso.
Miraba
sobre todo al interior. El objeto de su interés sin duda estaba dentro. Y no
era un libro. No era un libro porque Guillermo movía la cabeza e intentaba
seguir los pasos de alguien, y los libros no tienen piernas.
Ese
descubrimiento sorprendió a su padre. Entonces la curiosidad prendió realmente
en el hombre, que se desplazó desde el otro lado de la calle para tener una
mejor visión de su pequeño.
En un
santiamén estaba a su misma altura, en la acera contraria todavía. Desde allí
podía ver sin problemas el interior de la tienda de libros. Y el interior no
ofrecía excesivos alicientes, pues apenas se movían dentro del modesto local
dos o tres clientes. ¿Qué podía atraer de esa manera el interés de Guillermo?
Habían pasado ya quince minutos, y el niño seguía sin moverse.
De pronto,
el padre lo comprendió todo. Una reacción de Guillermo le había hecho
comprender que miraba en efecto a una persona, pero ésta no era un cliente,
sino la dependienta, la chica de la librería.
Nunca lo
habría imaginado. El pequeño estaba prendado de la hermosa dependienta.
Desde luego
no podía culparlo. Cualquier persona con ojos y una pizca de sensibilidad en el
alma entendía de inmediato que esa chica era un encanto. Un tesoro; la fuente
de la fortuna para el dueño de la librería, un amor para todos los suyos.
Era
amable con todo el mundo, paciente hasta el infinito, muy competente, enamorada
de su trabajo, tierna y cercana como muy poca gente lo es en este oscuro mundo.
La chica
de la librería transmitía una confianza primitiva, una fuerza interior irresistible;
derrochaba amor con cada mirada, y a su vez, y por el mismo motivo, con la
mirada pedía amor a gritos. Su mirada, su mirada era un cristal transparente, y
en él se podía penetrar hasta el fondo de su alma, para descubrir un ser
sensible hasta el extremo. Y lo mejor de todo es que ese fondo luminoso se veía
de un solo vistazo. ¿No habría de verlo un niño, de corazón más puro y
auténtico que el de un adulto, envilecido por el disfrute máximo de las cosas
presentes y por tanto efímeras? ¿No estaría nadando en el alma de esa joven
dependienta Guillermo, en total sintonía con ella, como si los espíritus puros
se atrajesen y participaran de la misma felicidad? ¿Qué más veía el niño en la
chica de la librería que su padre no podía ver? ¿No traspasa el amor las apariencias,
y eleva el horizonte de las almas?
El niño,
por lo visto, había sido impactado por otro tipo de fuerza, por una suerte de hechizo
más poderoso y arcano, por un misterio que arrastra los cuerpos desde la cuna
hasta la tumba.
El padre
cruzó la calle y se situó al lado de su hijo. Lo quería más que nunca. Había
brotado de repente en su corazón un amor salvaje por su hijo, una devoción
desconocida, una simpatía perfecta, eterna.
El chico
al principio no lo notó; seguía embelesado, extasiado, mirando a la chica de la
librería, que en esos momentos se colocaba, concentrada en sus cosas, un mechón
de su cortísimo pelo tras una oreja.
—¿Qué
libro es el que te gusta?
Guillermo
se sobresaltó un poco al escuchar la voz de su padre. En seguida se ruborizó
sutilmente, como si lo hubieran sorprendido cometiendo un grave delito.
—Hola
papá. No sé qué libro pedir a los Reyes —dijo el chico, con los ojos caídos.
—Aún
tienes un par de semanas para pensártelo.
—Sí.
Todavía tengo tiempo. ¿Me ayudarás a elegir el mejor?
—Por
supuesto.
Padre e
hijo se quedaron ahí plantados los siguientes segundos. Como el hombre no se
movía, el chico permaneció en su sitio. Ambos miraban los libros del escaparate,
inteligentemente colocados, entre luces y detalles navideños. De vez en cuando
uno y otro echaban alguna mirada furtiva al interior de la tienda; el objeto de
su atención era el mismo.
La chica
de la tienda se movía con gracia. Iba de allá para acá llevando y trayendo libros.
Estaba sorprendentemente guapa cuando se concentraba, cuando buscaba algún
libro entre los estantes, o cuando, detrás del mostrador, agachaba ligeramente
la cabeza para leer alguna nota.
—Es muy
guapa, ¿verdad? —Comentó de improviso el hombre.
El niño
aprobó en seguida el comentario, satisfecho con la idea de que alguien coincidiera
en su pensamiento. No se le ocurrió que se delataba a sí mismo con semejante
muestra de regocijo.
—La chica
de la librería es muy amable contigo, ¿no es así? Sé que la aprecias mucho.
—Es una
pena que yo no sea mayor —dijo el chico, abriendo su corazón totalmente—. Me hubiera gustado ser su novio.
Aquello sí que no se lo esperaba su
padre. Los niños son más libres y sinceros que cualquier adulto. No temía hacer
el ridículo. Hablaba el corazón en lugar suyo.
—Cuando seas mayor, hijo, encontrarás
chicas tan buenas como ella.
El pequeño ya no replicó. Porque tenía
claro que la chica de la librería era a la que él quería. Y no a ninguna otra.
Toma —el padre sacó una flor del ramo y
se la dio a su hijo—. Llévale esta rosa a la chica de la librería. Así siempre
recordará que para ti ella es alguien muy importante. El resto son para mamá.
Al niño se le abrieron los ojos
fulminantemente. Y tras una pausa, motivada por la indecisión y el decoro,
venció la timidez y entró en la librería como un hombrecito dispuesto a
conquistar a su chica.
Su padre se quedó en el umbral, como testigo
privilegiado del momento. Sabía que aquel instante marcaría más tarde la vida
de su hijo. Cuando el pequeño creciera, ese acontecimiento se desdibujaría
seguramente de su memoria y, tal vez, incluso, moriría sofocado entre muchos
otros recuerdos. Pero de forma inconsciente, sin la menor duda, el que un día
fue ese niño, convertido ya en hombre, guardaría en el fondo de su ser resonancias
de ese encuentro. Y con certeza, además, ese hombre sensible sería atraído por
aquellas mujeres en las cuales brillaran, aun pálidamente, los resplandores de
la chica de la librería.
La chica recogió, pues, con su sonrisa
diáfana y triste, la flor que el niño le daba con los ojos húmedos y el corazón
botando descontrolado en su frágil cuerpecito, como si fuera cabalgado por
Pegaso o algún otro caballo montado por inmortales señores del Olimpo. Ella
aceptó la rosa que el niño le entregaba con la naturalidad de un hada, que, sorprendida,
ha sido hallada bailando mientras recita canciones de amor y de muerte; y le
agradeció el detalle con un beso inolvidable y un cariñoso gesto en el pelo.
Cuando por fin el niño volvió por el
pasillo central hacia la salida, donde lo esperaba su padre con los brazos
abiertos, y adonde por cierto se derrumbaría llorando en seguida —sin saber por
qué pero intuyendo que por algo grande—, traía las mejillas bañadas de
lágrimas, y en sus ojos, en sus ojos proyectados mundos paralelos, universos
íntimos y personales.
Muy bello relato.
ResponderEliminarComo padre de familia que soy, me identifico con el padre.
Como niño que soy (sí,con cincuenta años ¿pasa algo? )me identifico con el niño.
Como egoísta acaparador que soy, envidio a Rocío, ninfa de lugares con libros y destinataria de esta belleza.
Haddock.
Gracias Haddock.
EliminarRocío es, como habrá adivinado, la chica de la librería. Un encanto en todos los sentidos. Estoy satisfecho, pues, si he conseguido hacer ver lo bella que es y la confianza primitiva que transmite.
Por otro lado, me ha alegrado mucho saber que siente aún, con sus 50 años, pasión por las cosas de los niños. ¡Que nunca se pierda en nosotros ese mirar!