El teatro de Shakespeare fue seguido masivamente por la Inglaterra isabelina, luego de Jacobo I, reinado en el que desapareció el ingenioso bardo; hoy, por el contrario, a Shakespeare lo leen cuatro gatos: dos especialistas y otros dos tipos raros. Y lo más lamentable de todo no es que no se lea ya al dramaturgo más universal de todos, sino que el lector actual no es capaz de disfrutar de las rimas de Guillermo, ni de apreciar su elevado conceptismo, ni de penetrar siquiera la epidermis de cuantos problemas aborda el genial aedo británico. Primero porque la alta cultura no puede ser gustada por muchos, es ley natural que no puede violarse; y segundo porque la sensibilidad del hombre actual está tan atrofiada y embrutecida, tan adulterada por la cultura audiovisual, y tan avenida a la opinión de los medios, que tener criterio propio (para eso hace falta formarse como Dios manda) y gozar de las verdaderas obras de arte, literarias o de cualquier otra clase, resulta para la gran mayoría, un paso insalvable.
Volviendo de nuevo a la vetusta obra de El Moro de Venecia, se vuelve necesario empezar cualquier comentario de la obra, por muy personal que sea, recordando que ésta no es simplemente «la tragedia de los celos», ni Otelo su único protagonista. Los celos, o «lujuria de la sangre», en expresión del traidor Iago, ciertamente representan un importante asunto. Un tema fundamental que puede dar lugar desde luego a reflexiones fecundas y gozosas tertulias, pues no en vano los mismos personajes shakesperianos son compendios de filosofía, unas veces moral, otras metafísica, y casi siempre moral y metafísica al mismo tiempo.
Quizá la barbaridad más tremenda oída de labios de Otelo sea que «habría sido feliz aunque todos los del campamento, zapadores y todo, hubieran probado el dulce cuerpo de Desdémona, con tal que yo no hubiera sabido nada». Y pudiéndonos quedar en la anécdota, en el exabrupto, ciertamente desmesurado, perder de vista que lo que plantea Shakespeare con este lamento del moro, es si la ignorancia da la felicidad, o, por el contrario, la felicidad nada tiene que ver con el conocimiento de los hechos. Otelo es partidario de la primera idea: «El que ha sufrido un robo y no echa de menos lo robado, si no se le hace saber, no ha sufrido ningún robo». Deliciosa polémica que se reduce a dos frases. ¡Cómo no va a ser Shakespeare un gigante si los 5 actos de esta tragedia están salpicados de coloquios similares!
Uno de ellos, quizá el principal, es el de la maldad absoluta de Iago. Ya lo dije al principio. Desde luego su proceder no se entiende. Busca la venganza personal. El mal por el mal. Y no parará, en consecuencia, de sembrar la calumnia y la riña entre los personajes. La tragedia responde entonces al plan maléfico de Iago, y los demás personajes se mueven al son que él ensaya. Y todo por nada. Como Otelo prefiere a Cassio en vez de a él para ocupar el cargo de teniente, Iago promete su desquite: Envenenará el corazón del moro insinuándole que su nuevo teniente tiene demasiada familiaridad con su mujer. Y así, «el infierno y la noche han de dar a la luz del mundo este engendro monstruoso».
Así pues, desde muy pronto se adivina que los personajes, sobre todo Otelo, van derechos a la catástrofe. En El Rey Lear sucede lo mismo, pero en la caída del empecinado monarca hay más culpa que en el caso de Otelo, porque el moro es azuzado constantemente por la lengua viperina de su subalterno.
Muy a tener en cuenta me parece a mí, y con esto acabo, cómo el mal triunfa incluso cuando apenas tenía posibilidades de lograr éxito. Al plan de Iago contribuyen no pocos azares, y si llega tan lejos, se debe en buena medida a la casualidad. Por lo visto, también el mal, y tal vez Shakespeare pensara en tal sentido, es capaz de aprovechar cualquier desliz para hacerse notar.
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