¿De qué sirve luchar contra el destino? Esta es la gran pregunta que se hace el Claudio de Robert Graves al final de su obra de mayor enjundia. Y yo me pregunto lo mismo. Él no quiso ser emperador, y le tocó serlo. Mis creencias no me permiten creer en el destino, ciertamente, pero algo debe de haber detrás de cada signo, de cada niño venido al mundo, pues los hay a los que Fortuna parece sonreír de forma caprichosa, y otros a los que pareciera haberlos mirado un tuerto. Los romanos de antaño no son diferentes a los hombres y mujeres de ahora. Soñamos, amamos, deseamos y nos inquieta lo mismo. Y de la misma manera que las generaciones se suceden, con mayor o menor ventura en el examen de la vida, las civilizaciones nacen, crecen, se envalentonan, y sobre todo sucumben. ¿Quién puede, entonces, hacer justicia contando su historia?
La vida del hombre sobre la tierra es la pugna entre sus pulsiones y las fuerzas internas y externas que hacen de él un ser que perpetuamente se contradice. En Yo Claudio, Robert Graves presenta al cojitranco emperador interesado por la Historia, mediante la ficción de ser el propio Claudio el que narra en primera persona cómo se desarrolló su vida hasta ser elevado a la máxima magistratura del Estado. En relación con la introducción, una de las cuestiones más interesantes que se plantean en el texto es la forma correcta de escribir Historia. Un personaje sostendrá que la Historia es un registro veraz de lo que ha sucedido, de cómo vivió y murió la gente, de lo que hizo y dijo. Se opone, por tanto, a los que defienden el estilo épico, pues a su juicio esta forma de transmitir el pasado deforma los hechos. Esta última es la postura de Tito Livio, para el cual importa más que el hecho narrado sea cierto en espíritu que verdadero en el detalle. Claudio, con buen criterio, mostrará el atajo de en medio: «hay dos formas diferentes de escribir la historia: una consiste en llevar a los hombres a la virtud y la otra obligarles a ver la verdad». Valdría mucho la pena seguir este filón, sin duda, pero dejaría de comentar otras muchas cosas.
Por ejemplo que en esta magnífica narración histórica resulta patente el progresivo declive de Roma a través de la sucesión de Julio-Claudios a la cabeza del Imperio. Augusto, Tiberio y Calígula. El padre de la patria, su resentido sucesor —a pesar de ello buen gestor— y el monstruo que antecedió al viejo Claudio. Escalofría el número de asesinatos políticos que contabiliza la Historia en este período, donde los jefes de Estado empezaron recibiendo honores divinos y acabaron creyéndose dioses. No por casualidad, barrunto, Jesucristo nació en estos días. Fue engendrado cuando el primer César dominaba el mundo, Augusto, murió cuando el poder era ostentado por un depravado sexual poseído por el rencor, Tiberio, y empezó a ser conocido como el Hijo de Dios cuando un loco glorificó a su propio caballo y exigía a sus súbditos un tratamiento acorde con su divinidad, Calígula.
En Yo Claudio no se habla de Jesús. Sí le dedica en cambio su atención Robert Graves en la continuación de esta obra, Claudio el dios y su esposa Mesalina. Jesús fue, no obstante, un personaje que preocupó especialmente al escritor británico afincado en Mallorca, como atestiguan sus obras, aunque dibujara de Cristo un retrato nada convencional y seguramente interesado.
Además de todo esto, se trasluce en esta obra perfectamente la idiosincrasia de Roma. Su brutalidad, la cosmovisión mágica de sus gentes, la consciencia de grandeza y su agradecimiento público a los héroes, la rusticidad de la plebe, el artificio de senadores y caballeros, la capacidad de sacrificio y disciplina de las legiones, el gusto por los espectáculos, su carácter ruidoso, vital, lascivo y feroz, su descarnado realismo, su estoicismo, su apertura a cualesquiera dioses y fuerzas naturales.
Del Senado de Roma, para acabar, dirá el Claudio de la ficción algo que es posible actualizar. «¿Qué era el Senado, a fin de cuentas? Un hatajo de ociosos inútiles, la mayoría de los cuales se morirían de miedo si viesen alguna vez un escudo enemigo o una espada blandida coléricamente». Y en otro lugar, como sabia sentencia para el hombre de antes y de ahora, comenta el futuro emperador: «Con las riquezas vino la pereza, la codicia, la crueldad, la deshonestidad, la cobardía, el afeminamiento y todos los otros vicios no romanos».
¿No es esto el ambiente, que erosiona al hombre y lo embrutece? ¿Qué hace caer a las naciones? ¿No será la debilidad de sus gentes y la vulgaridad de sus clases dirigentes?
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