jueves, 20 de octubre de 2016

True Detective 2 Ya es de noche para el mundo

Creo que nadie en su sano juicio piensa a estas alturas que los productos culturales son inocentes. Sin duda los productos librescos y cinematográficos, el arte degenerado y el show business, imprimen su sello en el alma de cada usuario. A veces para bien, otras para mal. En consecuencia, las almas que toman estos alimentos, o bien se oscurecen a partir de ellos, o bien se purifican. En concreto True Detective 2, serie de la que apenas se ha hablado (porque toda la tinta ha sido gastada elogiando a su antecesora), es quizá el ejercicio más desesperanzador con el que me he encontrado nunca, y el más mórbido y penoso, al menos entre las creaciones generalistas con cierta preocupación o elegancia formal. Desde luego estaría loco si recomendase esta serie a alguien, pero en lo que a mí respecta, a veces sufrir el flagelo de obras como ésta me precipita naturalmente a los brazos de Dios. Porque es tan denso el mal en algunos espacios de este mundo, y su oscuridad tan profunda, que, como reacción, el alma busca inmediatamente el aire puro y la luz del verdadero Sol. No importa que hoy ese faro sufra un eclipse. O que para el mundo ya sea de noche. 

Decía que pocas obras me han dejado un sabor tan amargo, sin ser la historia más traumática que se ha escrito para ser llevada a la pequeña pantalla, ni la más trágica, perturbadora, feroz, sangrienta o insalubre. Es todas estas cosas y más, pero no en mayor medida que otras creaciones. Hay sin embargo una dosis de abatimiento, de pesimismo, de decadencia, y sobre todo de injusticia, que estremece, aturde y provoca nauseas. Eso la distingue. En realidad es su tono luctuoso y fatídico lo que conturba y deprime el alma.


Ray Velcoro, Ani Bezzerides y Paul Woodrugh son tres personajes malhadados que el destino reúne para aplastarlos después con mayor ahínco. Hay bondad en los tres, hay nobleza y buenas intenciones, hay un pasado que los acosa y remuerde, y un ambiente corruptor y corrompido que los envuelve y asfixia. Por eso ante tal coyuntura, lo que mortifica de True Detective 2 es que Nick Pizzolato abuse de ellos. No hay indulgencia para sus criaturas. Ni tampoco se muestra magnánimo con el espectador, al que de hecho se esfuerza por atribular, haciéndole participar en las estructuras de pecado que engullen a los protagonistas y son fruto de la acumulación y concentración de los muchos pecados personales del mundo en el que viven. Así, la humanidad de Nick Pizzolato no sólo ha de arrastrar las culpas personales de cada uno de sus miembros, sino el influjo que ejercen en el resto las consecuencias de los pecados individuales. En esta presentación hay desde luego una maestría notable.

Con este trasfondo, lo que proyecta el creador de True Detective es una tentación alarmante. La seducción del mal, que invita a los personajes, y al mismo espectador, a rendirse frente a un mal moral que parece inevitable. Es decir, lo que planea en todo momento es la tentación de sucumbir ante el ambiente, pervertirse. Pervertirse o morir. En particular, a Velcoro y Woodrugh no les deja Pizzolato cruzar el umbral de la esperanza. Aquí sólo triunfan los malos, y Satanás es el puto príncipe. 

Por supuesto ante tal panorama, que es un reflejo de nuestro mundo real, «muchas personas se sienten impotentes y desconcertadas frente a una situación que las supera y a la que no ven camino de salida». Juan Pablo II (que no es santo de mi devoción, y mucho menos Francisco, que tiene más de Anticristo que de santo), decía al respecto de las estructuras de pecado que «el anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal nos da la certeza de que incluso las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser vencidas y sustituidas por estructuras de bien». Claro está que la ficción de la que hablamos no ofrece esa salida; dibuja por el contrario un horizonte con los trazos del fracaso y la decepción. No hay alternativa posible a este mundo putrefacto. Sólo cabe disolverse en él, o sobresalir atropellando al resto. Una vez más, la idea es negar cualquier verdadera esperanza. El mensaje, en efecto, es que en este escenario en el que nos ha tocado vivir, es inútil confiar e ilusionarse. La religión de True Detective es el nihilismo.

Independientemente de este soliloquio, y antes dar por concluidas en este espacio mis reflexiones acerca de la obra traída a colación, quisiera parangonar las dos primeras temporadas, con la intención de mostrar lo absurdo que resulta que para ensalzar la primera temporada haya que rebajar la segunda, sobre todo cuando andan equilibradas en cuanto a méritos, o así al menos yo lo he percibido.

De la primera temporada, que resistí la tentación de comentar y que ya estaba siendo analizada en exceso, se destaca su imponente ambientación. Y sin duda es un atributo que tiene interés en sí mismo. Su clima rural, inhóspito, viscoso y malsano es un decorado perfecto para desarrollar la investigación de una sucesión de crímenes relacionados con la brujería, el satanismo y la pederastia. Por otro lado, la atmósfera urbana de la segunda temporada, irrespirable, cainita, nocturna, espesa y feroz, no es menos inquietante para narrar el contubernio político y empresarial y sus juergas y depravaciones sexuales. ¿Puede decirse que una ambientación es más inquietante que la otra? Quizá, pero habría que argumentar muy bien en qué sentido. Puede que esta última no logre transmitir la misma sensación de amenaza que exudan los campos desolados de Luisiana, o al menos que no lo consiga de forma constante, pero sin duda a veces lo alcanza, incluso en mi opinión superándolo puntualmente (toda la secuencia del final de Woodrugh es angustiosa e infinitamente agobiante, por poner un único ejemplo). 

Otra cualidad que suele también recalcarse de la temporada inicial, la principal de hecho, es la atractiva personalidad de Rustin Cohle. Efectivamente el atractivo y el peso específico que tiene el detective nietzcheano en la primera temporada, no lo tiene por ejemplo Ray Velcoro en la segunda. Tampoco la segunda alcanza la excelencia de la primera pareja en cuanto al contrapunto que representan Rust y Martin Hart. Sin embargo, a Rustin se le suele alabar, además de por su carisma, por su filosofía o pensamiento. No me parece justo por tanto calibrar a los dos personajes (Cohle y Velcoro) cuando entre ellos, en éso, media un abismo. Rust encandila por lo que dice, Ray por lo que no dice. Velcoro, por lo que calla, es una figura trágica digna de Eurípides. Tanto es así que la relación con su hijo eleva finalmente el nivel dramático de la historia, rebasando la dramaticidad de la temporada inicial. Como la eleva también el fatídico final de Woodrugh, un ser riquísimo, de gran corazón y sorprendente dignidad. Así pues, la riqueza de Rustin Cohle está en sus palabras, la de Velcoro y Woodrugh en su sigiloso calvario. Además, aquí hay una multiplicidad de tipos, una gran variedad de personalidades muy fértiles que se podrían exprimir tanto o más que la relación entre Hart y Rust, e incluso que la cosmovisión existencialista de este último. El gánster Frank Semyon y su concepto de la cortesía y de la supervivencia revelan un personaje interesantísimo capaz de amar y de reconocer la vacuidad de su propia vida. Él es otro ejemplo más de la fertilidad de este abanico de personajes funestos.


Asimismo, se suele subrayar la fuerza visual de las imágenes de la primera temporada. No escasean tampoco las estampas con nervio en la segunda. Si la temporada uno grabó en las cabezas de quienes la vieron el hallazgo de una prostituta atada de pies y manos y coronada por una cornamenta de venado en medio de una plantación de caña de azúcar, y fijó en el recuerdo el interrogatorio a Rustin Cohle mientras fuma y bebe cerveza, en la segunda temporada se reproduce la situación en el antro en el que se reúnen para conversar Velcoro y Semyon, que tienen además un entrevista antológica con pistolas de por medio en casa de este último. Las imágenes para el recuerdo, como decía, son también numerosas en la segunda temporada. Impactan especialmente las lágrimas de Woodrugh de camino al piso de su novia, o su cuerpo tendido y abatido al salir de las alcantarillas, o el pantallazo del móvil de Velcoro tras ser abatido, mostrando que el mensaje por el que tanto se afanaba no ha sido finalmente enviado.

Un momento de acción se recuerda en concreto de la primera temporada. Con un trabajo de cámara impecable, donde el director se luce con un plano secuencia para el recuerdo, Rust escapa de una redada policial cuando se encontraba infiltrado. También es grandioso el asalto a la granja de Rust y Hart. Sin duda. Pero el tiroteo entre el trío de la segunda temporada, y el resto de fuerzas policiales, frente a los mafiosos mexicanos, deja abundantes víctimas, resulta un espectáculo de los grandes y convierte a Woodrugh —en palabras de Bezzerides— en «un dios de la guerra».


Y finalmente, por no alargar en exceso este comentario, me referiré a las músicas. Si en la primera temporada se convirtió en mítica la canción Far from any road de The Handsome Family, consiguiendo que medio mundo identificara la serie a partir de su melodía original, la melodía de Leonard Cohen (Nevermind), no me parece inferior en nada; pero es sin embargo la gran canción de Lera Lynn (My least favorite life) la que iza la epicidad de esta segunda temporada, al acompañar a los personajes de principio a fin, siendo también sentida por éstos, al ser interpretada por una única solista en el antro en el que crece y madura la intimidad de Velcoro y Semyon.

En fin, se podrían decir mil cosas más de esta fantástica serie (sobre el guión, sobre las interpretaciones, sobre el trato que se le da al destinatario, sobre esos mismos personajes y los demás). Pero es una serie que, a pesar de ser espléndida, es un pozo negro al que conviene no mirar. Porque hay un precio que pagar. Quizá sea tener un alma más resabiada y menos luminosa. No lo sé. Sé que de este tipo de productos nadie sale indemne. Y también sé que a veces, al mirar al abismo, se entiende mejor hacia dónde no interesa caminar.





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