La
última película de Martin Scorsese ha provocado al mismo tiempo reacciones
fogosas y las más sinceras adhesiones. La película, sin lugar a dudas, tiene su
miga. Por mi parte, he leído con calma lo que ha publicado sobre ella Juan
Manuel de Prada en el diario vaticano[1], así
como la réplica aparecida en otro medio digital firmada por Candela Sande[2]. Yo creo
que ambos tienen su parte de razón. Desde luego, con quien no puedo estar de
acuerdo esta vez es con los buenos de Rorate Caeli, que han simplificado
excesivamente una cinta que en absoluto celebra la apostasía[3], sino que
abunda en matices teológicos, muestra con extraordinario respeto y hermosura el
martirio de aquellos cristianos japoneses, e insinúa de modo admirable el
misterio que representa caminar por el sendero de la cruz.
Me
explico. En el fondo el problema que Silencio plantea es el de la fidelidad a
Dios. Desde un punto de vista teológico difícil de rebatir, el único fiel es
Dios; el hombre será fiel, entonces, en la medida que confíe en las promesas
que Dios le ha dado, obrando en consecuencia. La cuestión, por lo tanto, es si
el padre portugués Sebastián Rodrigo (interpretado con gran dignidad por Andrew
Garfield), traiciona o no a su Señor. Ésta es, en el fondo, la mayor dificultad
que plantean tanto Martin Scorsese como Shusaku Endo.
Y
la respuesta, desgraciadamente, no puede ser tan nítida como nos gustaría. El
padre Rodrigo apostata pisando el fumie,
como San Pedro negó al Señor en repetidas ocasiones. Son traidores los dos,
como Judas, como yo y como ustedes. Conocemos sin embargo el final del Príncipe
de los Apóstoles y el de Judas. Y en nada se parecen. ¿Qué diremos del final
del padre Rodrigo, que también conocemos? Cineasta y novelista (uno de forma
más explícita que el otro) nos muestran que ese hombre no abandona definitiva
ni completamente su fe, que al final regresa o que nunca se alejó del todo,
preguntándose, finalmente, si no es a Dios a quien le corresponde determinar si
ese sacerdote es o no uno de los suyos.
Pisar
el fumie, obviamente, no era una
pequeña formalidad. Endo dice que el padre «levantó el pie. Le dolía con un
dolor sordo, pesado… Esto era más que una fórmula. Él, en este momento, estaba
a punto de pisotear lo más bello que había soñado en su vida, lo que había
creído más puro, lo que llenaba el ideal y los sueños de los hombres…»[4]. No hay
disculpa. Es un acto dolorosísimo. Un acto de apostasía, que duele enormemente al
verlo. Pero a él más que a nadie, seguro. Por eso en la cinta se derrumba al
instante; sabe que lo que ha hecho conlleva un estigma, un estigma que
soportará hasta el final de su vida. A partir de entonces sus días son ya de
oprobio y vergüenza, estará al servicio durante un tiempo de los enemigos de
Cristo, pero también evangelizará en secreto (como a su mujer, en la cinta), o confesará
a otros (como hace por enésima vez con Kichijiro). Las lágrimas de ese
sacerdote jesuita, que innegablemente ama a Dios hasta el extremo, no son
falsas cuando en sus últimas palabras le oímos decir, convencido de que Dios
habla incluso en el silencio, que «aun suponiendo que Él hubiera callado, toda
mi vida hasta hoy estaría hablando de Él». Ahí hay un corazón contrito. Y yo a
éste sí lo reconozco como a uno de los míos.
Por
eso creo, aunque pueda resultar lo contrario, que la vida de ese sacerdote se
ajusta a las palabras de Jesús en el Evangelio. Ese misionero portugués se
niega a sí mismo yendo a una tierra maldita que vive en tinieblas y necesita la
luz de Cristo tanto como cualquier recién nacido el aire que respira. Él está
dispuesto a ser colgado, no le importa dar su vida por amor a Cristo, pero en
un momento extremado, un momento tal vez excesivo para sus fuerzas, se derrumba
para que no sigan sufriendo los pobres que son refinadamente torturados. Él en
ningún momento ha querido salvar su vida. Más bien la pierde por el Señor, no
literalmente, cierto, pero sí sufriendo por dentro la infamia de no haber sido
capaz de dar un testimonio más rotundo.
¿Alguien
ha reparado en que no salvarán sus almas los pobres que tienen colgados y que
han apostatado ya, si mueren en ese estado?
Ahora
bien, dos aspectos deberían considerarse si se quiere mirar en profundidad esta
obra tan rica, dura y delicada. Uno es la naturaleza del martirio; el otro, el
marco en el que se desarrollan los acontecimientos.
Ciertamente
el martirio es un modo extraordinario de imitar a Cristo. El martirio es un
acto de fortaleza sobrenatural; un acto heroico que no está al alcance de
cualquiera. Porque el martirio exige una gracia especial. Hay que considerar,
en consecuencia, que el padre Rodrigo no recibe ese laurel, pero eso no lo
expulsa perpetuamente a las tinieblas exteriores, porque no hay desesperación
en él (como en Judas) y porque hay un arrepentimiento en su corazón tan sincero
que no puede ser desatendido. Creer que porque el padre Rodrigo haya pisado al
Señor (cosa que todos hemos hecho mil veces) ya lo convierte en un réprobo sin
remedio, supone negarle a Dios su principal atributo, que es el de la piedad
con los que sinceramente se muestran arrepentidos y caminan de nuevo hacia sus
brazos. Si en Mateo, en efecto, leemos que «el Hijo del hombre vendrá en la
gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras»[5],
¿podemos asegurar que las obras de ese bravo misionero serán escasas o hablarán
en su contra?
Pensemos
que el relato de los 300 de Gedeón nos enseña que, aunque el hombre tiene que
poner de su parte, quien vence siempre es Dios[9]. En este
sentido, ¿y si Dios hubiera querido servirse del padre Rodrigo de otra manera?
¿No tenía constatado el Altísimo que su fiel discípulo estaba dispuesto a morir
por él? ¿No lo había probado ya sobradamente?
En
segundo lugar, cabe hablar también del marco en el que se desarrollan los
acontecimientos. Con esto y lo anterior presente, entiendo que no se puede afirmar
que la obra justifique la apostasía, con el pretexto de proteger las vidas de
los campesinos japoneses. Indudablemente el misionero es guardián de la fe,
antes que de las vidas terrenales de los fieles. ¿Pero cuántos vigilantes o
pastores de almas han alcanzado el grado más alto de perfección? Bajo esas
circunstancias, ¿su ejemplo niega su fe? ¿Y pone en riesgo la de los fieles a
su cargo? Difícil decirlo. La clave aquí es que el Padre Rodrigo, en un
escenario infernal, condicionada su libertad por su propia debilidad, bajo un
contexto de tortura física y psicológica, y coaccionado repugnantemente
haciendo depender otras vidas de su decisión, se ve de repente abocado a vivir
una vida que no ha escogido y a continuar evangelizando en la clandestinidad. ¿Alguien
cree realmente que bajo estas losas los campesinos no comprenderán lo que ha
hecho? ¿Es que puede arrancarse la fe de un corazón que no quiere apartarse de
Dios? La película es muy esperanzadora en esto, porque afirma que no es posible.
¿O no muere el padre agarrado a su cruz? ¿Y no ha obligado —él y el resto de
apóstatas cristianos, entre ellos Kichijiro— a las perversas autoridades
niponas a hacerles pasar pruebas periódicas de apostasía, a mantenerlos
estrechamente vigilados? ¿No siguen siendo para las autoridades un incordio los
supuestos renegados?
En
el libro, Endo hace decir al sacerdote que en su corazón está convencido de no
haber traicionado al Señor. «Le seguía queriendo de manera muy distinta que
hasta ahora. Para llegar a ese amor todo lo sucedido hasta ahora había sido
necesario»[10].
Quizá, como decía más arriba, Dios ha querido humillarlo, abajarlo, a él, que
soñaba con martirios a los que asistían ángeles y en los que se oían trompetas
y coros celestiales[11]. Lo que
no debe faltar nunca es la confianza en Dios, aunque creamos que hemos
fracasado; no en vano la evangelización de Japón continuó. La sangre de unos,
semilla de la Iglesia, y el fastidio que representaban otros, como el padre
Rodrigo y demás personas, apóstatas o más bien falsos apóstatas, contribuyó a
esa lucha por plantar la Buena Noticia en territorio enemigo. En el tomo
tercero de la Historia de la Iglesia
de Llorca, Montalbán y Villoslada, se describe la terrible persecución que
sufrió esta pobre gente: «Ya en 1624 se elevaba a 30.000 el número de
cristianos muertos o desterrados, y al final de la persecución pasaron de
doscientos mil»[12].
No se nos olvide que en las salas de cine no se pone a prueba la fe de nadie. Y
el que lea, que entienda.
Tampoco
hay duda de que en los primeros siglos (me acuerdo por ejemplo de la
persecución ordenada por Decio en el año 250) la reintegración de los lapsi a la comunidad cristiana motivó
discusiones en el seno de la Iglesia. ¿Pero no tenían derecho a volver a formar
parte de ésta los fieles que habían sacrificado a los ídolos paganos u obtenido
el libelo después de haberse arrepentido sinceramente? Sin duda no contarían
con el mérito heroico de los mártires, pero a aquéllos, en cualquier caso, no
se los podía dejar desatendidos. Repárese, con todo, en que el padre Sebastián
Rodrigo no teme dar su vida; sencillamente, acertado o no, y ante una situación
de tensión extrema, pisa una imagen del Señor para que no sigan torturando a
unos pobres cristianos que han apostatado. Por tanto, si se pierde de vista lo
que motiva la decisión del padre, se corre el riesgo de infundirse del espíritu
fariseo y legalista. Piénsese, asimismo, que los militares españoles en Baler
quemaron para calentarse, con profundo dolor de corazón, el crucificado de
madera que había en la iglesia desde la que resistían a sus asaltantes. Y este
hecho seguramente no minó su fe, sino que la fortaleció sobremanera.
El
silencio de Dios es otro de los grandes conflictos de la película. Es evidente
que el misionero portugués se convence finalmente de que Dios no está callado.
En realidad es nuestra incomprensión del mal y del sufrimiento en el mundo lo
que nos puede hacer enloquecer y perder de vista que el propio Dios se encarnó
por nosotros y por nosotros murió martirizado.
Precisamente
el padre comentará, en uno de los pasajes más crudos y terribles del libro, lo
siguiente: «Ya han pasado treinta años desde que comenzó la persecución y,
aunque esta tierra negra del Japón estalla de gemidos cristianos y corre la
sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las Iglesias,
Dios tiene delante a las víctimas de este horrible sacrificio inmoladas a él, y
aún continúa en silencio»[13].
Ante
esta descripción, que escalofría el alma, ¿cómo hacerles recordar que el
discípulo no es más que su maestro, y que si Jesús fue perseguido y asesinado,
también lo serán sus seguidores? ¿Pero cómo no reconfortarlos recordándoles lo
único que han de considerar en situaciones tan desgraciadas como las presentes
en Oriente Medio, o las pasadas en Japón, España, y tantos destinos donde ha
corrido la sangre de los fieles? ¿Cómo no recordar que las puertas del infierno
no prevalecerán contra la Iglesia y que el Señor estará con nosotros hasta el
fin del mundo? Pero esto no significa que los fieles no tendrán sus noches
oscuras del alma, o que la Iglesia no habrá de sufrir extremadamente hasta el
punto de beber el cáliz de su pasión.
Se
hace preciso entender, así pues, el marco en el que padecieron tanto aquellos
fieles, por la «locura» de querer anunciar también en las tierras más alejadas
al Salvador del Mundo. Porque aquellas personas habían estado trabajando como
verdaderos animales y como animales habían ido muriendo. La religión cristiana,
dirá el padre en el libro de Endo, se fue extendiendo como agua que todo lo
penetra, es decir, de modo imparable, porque «estos hombres han experimentado
por primera vez en su vida el calor del corazón humano»[14]. ¿No
contribuyó también a este milagro nuestro querido sacerdote cristiano?
En
fin, el marco descrito fue el de la evangelización de tierras lejanas y reacias
al Evangelio, el de la inculturación de la fe. Un contexto terrible que puso a
prueba verdaderamente los cimientos de cada fiel. Precisamente uno de los
detalles más geniales de la película, preñado de luces teológicas, es el
momento del bautismo de una criatura. Los padres quieren saber si ya están los
tres en el «paradiso». ¿Cómo hacerles entender a esas pobres personas, con la
dificultad añadida del lenguaje, que ya participan los tres de la resurrección
del Señor, pero aún no plenamente? ¿Cómo enseñarles, como Dios manda, en qué
consiste la vida eterna y quién es el Hijo y su Santa Madre, el Padre o el
Espíritu? ¿Cómo decirles que seguirán igual de miserables aquí abajo pero que
ya se les han abierto las puertas del cielo? A mí se me abren las carnes sólo
de verme en el lugar de esos tremendos misioneros.
Finalmente,
antes de dar por concluido este comentario acerca de la última película de
Scorsese —desgraciadamente sin hacer mención a las razones de las autoridades
niponas para envenenar la tierra donde fue plantándose el árbol del
cristianismo, puesto que me alargaría demasiado— me gustaría decir una cosa
acerca de la relación entre el padre Rodrigo y Kichijiro. Por lo que he podido
ver, unas personas se identifican más con uno que con otro; lógicamente a nadie
le gustaría representar mañana el papel de apóstata, ¿pero acaso no lo hemos
sido ya docenas de veces? Yo me quedo con los dos personajes. Porque creo,
además, que no pueden separarse. En la película ambos siguen siendo cristianos
hasta el final, hermanos; los dos han traicionado y pisoteado al Señor, pero
los dos vuelven su corazón hacia Él aunque públicamente finjan negarlo. La
escena final de Kichijiro es igualmente elocuente. A pesar de su debilidad, de
su cobardía, sigue llevando una imagen bendita en su pecho; imagen por la que
será arrestado, y por la que tal vez sufra entonces el bendito martirio.
Con
todo, ¿quién puede asegurar que los débiles no han sufrido menos que los
fuertes? ¿Quién puede despreciar el sufrimiento del padre Rodrigo o negar su
profundo amor por el Evangelio? ¿Me equivoco si creo que quien abandona la fe
no muere llevando a Cristo en lo más profundo de su cuerpo? Su muerte desde
luego no es gloriosa, pero tampoco lo es a ojos mundanos la de los mártires
japoneses. En los monasterios mueren en nuestro siglo santos que no
protagonizan películas ni el mundo habla de ellos. ¿Eso hace sus vidas menos
santas, heroicas o ejemplares?
Hay
una diferencia notable, y con esto acabo, entre la última película de Mel
Gibson y ésta. Y es que en Hasta el último hombre la confianza absoluta en Dios es premiada en esta vida,
mientras que Silencio se realiza desde un enfoque diferente, poniendo en jaque
mate la idea de la justicia retributiva. La mayor parte del libro de Job y el
Qohélet entero son escépticos y no ven que los premios y castigos en este mundo
correspondan respectivamente a justos e impíos. Scorsese, como decía al
principio, se remite al misterio que supone caminar por el sendero de la cruz.
Lo cual no deja de ser admirable.
En
conclusión, la película subraya al final de la misma que es un homenaje a los
mártires cristianos del Japón. Para mayor gloria suya y la de Dios. No es
pequeña esta confesión. Scorsese seguramente pudo haber hecho mucho daño con
sus anteriores películas, pero en ésta me parece que se ha acercado
públicamente al Sacramento de la Reconciliación. ¿Por qué, entonces, señalamos
sus faltas, si, como el padre Rodrigo, nos ha enseñado su corazón contrito y
humillado, desnudo y malherido? ¿Acaso puede algún cristiano decir que es algo más
que un siervo inútil del Señor?
Hoy,
en nuestros días, días en que denunciamos la trivialidad de la vida, su
vulgaridad, su superficialidad, la apostasía real, la herejía, la falsedad de
una jerarquía sin fe, la hostilidad de un vaticano impostor, la perversidad de
la masonería y de los enemigos de Cristo, nos regalan una película
verdaderamente jugosa, suplicante y contrita, ¡y la despreciamos! No lo puedo
entender. Puedo entender que ataquemos a muerte al buenismo, la falsa
espiritualidad, la fe sin obras, la hipocresía y el indiferentismo, pero no que
despreciemos una obra como ésta, que pide el indulto, absolución y clemencia. No
abundan precisamente en los cines obras donde sea tan evidente el
reconocimiento de los propios pecados, la búsqueda de perdón y la importancia
de los sacramentos. Tiene sin duda la película aspectos criticables, sobre todo
si dejamos de mirar la rectitud del corazón de sus personajes menos heroicos, y
por supuesto el final de todos ellos.
Dios
sabe qué gallo cantaría si muchos de los cristianos que no somos hoy
perseguidos nos encontramos mañana en su pellejo, y qué diremos ante el Señor
cuando éste no nos haya facultado para recibir el martirio.
¿Que
darás tu vida por mí?, dijo el Señor a Pedro. Te aseguro que no cantará el
gallo antes que tú me niegues tres veces. Con nuestras solas fuerzas no vamos a
ninguna parte. Pero Jesús, una vez más, sale a nuestro encuentro para que no
desfallezcamos: «No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creen también en
Mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; y si no, os lo habría dicho,
puesto que voy a preparar lugar para vosotros. Y cuando me haya ido y os haya
preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde
Yo estoy, estéis vosotros también. Y del lugar adonde Yo voy, vosotros sabéis
el camino»[15].
Lo
sabemos, Señor. Pero ten piedad de nosotros, porque a veces se nos olvida que
escribes recto con renglones torcidos. Y que así será hasta que todos los
caminos tortuosos se hagan rectos, los escabrosos, llanos, y toda carne vea la
salvación de Dios[16]. Hijo
de David, ayúdanos a perseverar hasta el fin.
*Ver crítica 2 Rectificar es de sabios: Scorsese, Mel Gibson y dos películas enfrentadas
[4] Shusaku
Endo, Silencio (Edhasa, 2009, segunda
edición, p, 220).
[5] Ver
Mateo 16, 24-27.
[6] Juan
Straubinger, Espiritualidad Bíblica
(Plantin, Buenos Aires, 1949, reimpreso en la India en 2016, p. 39).
[7] Ibíd., 39.
[8] Ibíd, p. 39-40.
[9] Ver Jueces, capítulos 6, 7 y 8.
[10] Ibíd, p. 244.
[12] p. 975.
[13] Ibíd., p. 71.
[14] Ibíd.,
p. 42.
[15] Juan
14, 1-4.
[16] Lucas
3, 5-6.
Quisiera añadir una apostilla en esta sección de comentarios, en vez de introducir alguna aclaración en el cuerpo del texto.
ResponderEliminarEn primer lugar debo decir que no me quito de la cabeza esta película; no paro de darle vueltas, lo que, además, me está produciendo cierto desasosiego. Por otro lado, me pregunto si la apostasía puede justificarse de algún modo, recurriendo a matices contextuales, humanitarios o de cualquier otro tipo. No, de ninguna manera. Ahora bien, yo lo que he entendido aquí es que el autor de la cinta, Martin Scorsese, ha querido reconocer su apostasía pasada y pedir perdón por ello. Quizá por eso la disculpe en cierta manera.
Por lo que a mí respecta, no estoy muy seguro de haber entendido correctamente el fondo de esta película.
Y como este tema me está turbando en exceso, y no sé si voy a hacer más daño que bien siguiendo este hilo, lo acabo aquí mismo.
Rectificar es de sabios: Scorsese, Mel Gibson y dos películas enfrentadas:
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Creo que en este artículo justifico el contrapeso que le faltaba a esta primera toma de contacto con la película.