Jacques Bénigne Bossuet (Dijon 1627—París 1704) fue un insigne
escritor, predicador y prelado francés que desarrolló su vida terrenal durante
la mayor parte del siglo XVII, época de expansión política y cultural del reino
de Francia. Por aquel entonces Francia brillaba en todos los órdenes culturales;
sobresalía en la creación de academias, y daba pruebas constantes de admirable
vitalidad en asuntos religiosos. No en vano el antiguo solar galo acabó
convirtiéndose en el principal foco europeo de las disputas teológicas. Además, en el
siglo XVII Francia reemplazó a España como primera potencia militar europea. Su victoria
en Rocroi (1643) frente a los tercios españoles dio comienzo a una etapa de
hegemonía francesa que pudo consolidarse durante todo el siglo XVIII gracias a
figuras como el Rey Sol, Mazarino o Richelieu.
Nuestro hombre nació en este marco, y desde luego también contribuyó al esplendor francés, renovando la vida cristiana con sus discursos y escritos y elevando el grado de instrucción de la monarquía y la nobleza desde sus cátedras. Bossuet fue primero obispo en Condom, y luego lo fue de Meaux, siendo nombrado, entre tanto, preceptor del delfín Luis de Francia (1661-1711), hijo mayor y heredero del rey Luis XIV y la reina María Teresa de Austria. Precisamente para instruir al Gran Delfín, Bossuet escribió el Discurso sobre la historia universal (1681).
Con todo, Bossuet alcanzó verdadero renombre por su genial oratoria. Lo
cierto es que a un estilo musical y feraz en imágenes se sumó una admirable
claridad expositiva. Entre las piezas oratorias destacan sus prestigiosos Sermones, así como sus célebres oraciones
fúnebres, siendo quizá la más hermosa de todas la Oración por Enriqueta de Inglaterra (1670).
El libro que nos ocupa ahora es uno de sus comentados sermones. En este sermón dedicado
a los ángeles de la guarda, Bossuet demuestra aquellas cualidades que
destacábamos al principio, el fulgor de sus ideas y la preciosidad de su estilo.
El resultado es un libro —unas páginas más bien— de gran valor espiritual e
indiscutible valor artístico.
Bossuet predicó este sermón, Sobre los ángeles de la guarda, en la
iglesia de de los Feuillants de París en 1659. Sus primeras palabras tienen por
fin introducir al oyente, en este caso lector, en el argumento del mismo, esto
es, buscan informar acerca del cometido de los ángeles, que se traduce en dos
movimientos mediante los cuales éstos asisten a los hombres. Estos dos
movimientos, que son descenso y subida, son explicados respectivamente en cada
uno de los dos puntos en los que está dividido el discurso.
De entrada Bossuet constata que la asistencia de los ángeles está
fuertemente probada en la Escritura. En concreto en el Evangelio de Juan el
mismo Jesús asegura a los suyos que verán «los cielos abiertos y a los ángeles
de Dios subiendo y descendiendo» (Jn 1, 51). Pero hay una diferencia fundamental entre el movimiento
de los ángeles custodios y el de los ángeles caídos. Mientras estos últimos se
elevaron presuntuosamente contra Dios, y al ser rechazados iniciaron un cruel
descenso contra los hombres, los ángeles de la guarda, por nuestra salvación,
descienden de Dios a los hombres y ascienden de los hombres a Dios, como los
embajadores de Dios ante los hombres y los embajadores de los hombres ante
Dios. Por eso «vienen a nosotros cargados de sus dones, regresan cargados con
nuestros votos; descienden para conducirnos; suben para llevar a Dios nuestros
deseos y nuestras buenas obras»[1].
1) En el primer punto del discurso nuestro autor se centra en el
descenso misterioso de los ángeles custodios. Parece ser que «lo que atrae a
los ángeles, lo que les hace descender del cielo a la tierra, es el deseo de
ejercitar en ella la misericordia»[2]. Sin
embargo, mientras el amor nos hace elevarnos a nosotros, a los espíritus
celestiales les impulsa a bajar del cielo. Esto es algo fácil de entender,
indica Bossuet, si sabemos distinguir el estado de los unos y de los otros[3].
Realmente
sin el influjo del amor los hombres permanecerían ligados a los bienes
perecederos que los rodean, y los ángeles estarían siempre ocupados en su paz y
su reposo. Sin embargo la caridad no lo permite. Y por eso son los benefactores
del hombre.
Es lógico que después de esta explicación acerca de la misión de los
ángeles, al menos en cuanto a su descenso a la tierra para socorrer a los
hombres, Bossuet, como pastor de almas que era, se pregunte por cuál ha de ser la
actitud de los fieles ante tales amigos. El prelado francés señala con cierta
urgencia que los servicios de los ángeles han de ser compensados, que el hombre
debe mostrar su reconocimiento por sus asiduos cuidados, que han de
tributárseles acciones de gracias. Así, una de las grandes perlas de este
sermón, también una de las grandes sentencias de libro, y que habrá de servir como
aprovechamiento espiritual para los lectores de esta obra, es conocer lo único que los ángeles piden a cambio a los hombres.
Bossuet contesta de inmediato: «que no hayan venido en vano, que no les deshonremos
haciéndoles regresar con las manos vacías»[4]. En definitiva, Bossuet nos hace ver que otro de los grandes consuelos que sazonan estas páginas es que tenemos a los
ángeles como intercesores potentísimos.
2) Por otro lado, el segundo y último punto del discurso versa,
como ya se dijo, acerca del ascenso de los ángeles al cielo para llevar a Dios
nuestros deseos y buenas obras. Pero aquí Bossuet hace constar una
realidad que rompe un tanto el clima entrañable que hasta entonces venía
describiendo. Si bien es cierto que para Bossuet los hombres han de sentirse
afortunados por tener amigos tan solícitos, por tener intercesores tan fieles e
intérpretes tan caritativos, el erudito escritor francés advierte que «estos
mismos habitantes del cielo que habéis visto llevar nuestros votos están
también obligados a llevar nuestros crímenes»[5].
Obviamente todo tiene un límite. Bossuet no puede admitir que los ángeles no tengan compasión de los pecadores, pero cruzado cierto linde, la misericordia
en ellos se torna furor, y entonces los ángeles custodios devendrán en
perseguidores de los hombres y aun en sus enemigos más implacables[6]. De
esta manera, como certifica el Apocalipsis (20, 12), en el final de cada
persona se harán presentes sus santos ángeles, «y se leerá en su espíritu y en
su memoria, como en registros vivos, un diario exacto de nuestras acciones y de
nuestra vida criminal»[7].
Según esta temible verdad, Bossuet concluye su disertación
animando a los cristianos a que se hagan dignos de la estimación de los
ángeles, puesto que son un «pueblo invisible» que está unido a los hombres por
el amor[8].
Finalmente, solo cabe decir que apoyándose en la Sagrada Escritura y en la ciencia de
los Santos Padres, principalmente en la de San Agustín y San Bernardo, Jacques
Bénigne Bossuet perfila un sermón hermosísimo que ha quedado para la
posteridad.
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