miércoles, 30 de agosto de 2017

Los Cruzados de la Causa (Trilogía de la Guerra Carlista I) de Valle-Inclán

Los cruzados de la Causa (1908), que abre la trilogía novelesca de La guerra carlista, me ha hecho plantearme de nuevo la cuestión de las formas políticas, al presentar aquí Vallé-Inclán una visión de la España tradicional, representada por los carlistas y opuesta a la España liberal, durante la guerra civil de 1872-1876. Profundizando en el asunto al hilo de esta novela, he llegado a esclarecer mi pensamiento político, sin definirlo del todo, ya que eso exigiría un trabajo teórico por mi parte que requeriría algún tiempo. De momento estoy en período de estudio. En cualquiera de los casos, en términos literarios Los cruzados de la Causa es una pieza excepcional que, una vez más, afirma la extraordinaria altura de su autor, cuya creación artística descuella sobre la de todos los escritores de la generación del 98.


Decía que esta novela inaugura la trilogía novelesca de La guerra carlista. Las otras dos obras que forman parte de la misma son El resplandor de la hoguera y Gerifaltes de antaño. En Los cruzados de la Causa, así pues, Ramón del Valle-Inclán delinea las líneas maestras del conflicto histórico de la guerra en Galicia, adonde ciertamente tan sólo llegaron sus ecos mitigados. Esta obra inaugural por tanto presenta a los dos bandos contendientes, carlistas y liberales, que luchan a muerte por imponer sus ideas políticas, enemigas irreconciliables.


El pretexto argumental de la novela son unos cuantos sucesos desarrollados en Galicia: un alijo de armas ocultado en un convento de monjas con destino a las provincias en guerra, la ayuda económica que éstas reclaman a otras regiones para soportar la liberación carlista, y las vicisitudes de los partidarios gallegos del carlismo para que el ejército liberal, desembarcado en Viana del Prior (enclave imaginario), no descubra el armamento e impida que llegue a su destino.

Desfilando por los breves capítulos de la obra, en seguida reconocemos algunos personajes que ya han formado parte de las historias del escritor gallego. Entre ellos los más conocidos son el Marqués de Bradomín, don Juan Manuel Montenegro y Cara de Plata. A éstos se unen otros, representantes de la ideología y los valores de los dos bloques enfrentados. Esta guerra, como cabe esperar, supone una gran preocupación para el clero, la hidalguía y el pueblo llano, a pesar de que Galicia no está levantada en armas como Vascongadas y Navarra.

Pero lo verdaderamente interesante de Los cruzados de la Causa, y lo que motiva en efecto una seria reflexión política, es la visión que el mismo Valle-Inclán plantea acerca de la enemistad entre liberales y carlistas. La cruda realidad para el genial inventor del esperpento es que el carlismo se identifica con el cristianismo, y el liberalismo, por el contrario, con el satanismo (o todo lo opuesto a la doctrina de Cristo). Lo anterior podrá parecer una simplificación de la realidad, pero es una simplificación en cualquier caso acertada. Más aún: el hecho de que el carlismo consista en buena medida en un movimiento religioso y popular, imprimirá a la lucha el carácter de cruzada.


Y esta sensación constante de urgencia queda perfectamente plasmada en los protagonistas. El Marqués de Bradomín, cabeza de una familia de vetusto linaje e inquebrantable defensor de la causa carlista, además de hombre de mundo bregado en mil batallas, considera que la impiedad es necesaria para impedir que los enemigos impongan su diabólico sistema político. Hasta ese punto llega el convencimiento de los personajes del antagonismo de las dos ideologías:

«En la guerra, la crueldad de hoy es la clemencia del mañana. España ha sido fuerte cuando impuso una moral militar más alta que la compasión de las mujeres y de los niños. En aquel tiempo tuvimos capitanes y santos y verdugos, que es todo cuanto necesita una raza para dominar el mundo». La réplica de la abadesa es igualmente enérgica: «Xavier, en aquel tiempo, como ahora, hemos tenido la ayuda de Dios». Pero la contrarréplica del caballero legitimista pondrá los pelos de punta a María Isabel, la enérgica monja: «!Desgraciadamente, en la guerra la persona más importante es el Diablo!»


Aquí no debe verse ningún brindis al sol. El Marqués lo que hace es asumir quién es el rey auténtico de toda contienda. Aun así, no parece que el propio Valle-Inclán sostuviera esto, o al menos que no concibiera un mejor ideal, pues sus pensamientos se cuelan en las páginas a través del Maestre-Escuela, dada la aprobación que hace el narrador de las palabras de éste, al considerar que interviene «con gran mesura». En fin, las palabras del clérigo dan pie, sin duda, a largas horas de estudio y profundas reflexiones. Y sobre todo proponen una efectiva e ilusionante solución al problema político y a los desvaríos bélicos:
«Más que actos de una justicia cruenta, más que arroyos de sangre, los pueblos necesitan leyes sabias, leyes justas, leyes cristianas, sencillas como las máximas del Evangelio. Los pueblos son siempre niños, y deben ser regidos por una mano suave, y la leyes deben ser consejo, y sentirse en todos los mandamientos del soberano la sonrisa del Cristo».
Discurso impecable, incluso sublime, que no niega, ni puede hacerlo, el uso legítimo que a veces, para sobrevivir, hay que hacer de las armas.



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